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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (36 page)

Joan movió la cabeza admirado.

—Es un pirata —murmuró.

—Quizá —repuso Genís—. Pero ¿tú crees que eso nos importa a su tripulación? Al contrario, es fácil morir en el mar y preferimos hacerlo con el estómago y los bolsillos llenos. El almirante, a su manera, cuida de nosotros. Nunca abandona a uno de los suyos.

53

Joan no podía conciliar el sueño aquella noche, y después de intentarlo durante un rato decidió bajar a puerto para rezar en la tienda en la que se velaba el cadáver de Pere Torrent. En la puerta montaban guardia un par de sus soldados. Se asomó y pudo ver el cadáver tendido iluminado por velas. En aquel momento solo había un hombre que rezaba arrodillado; Joan se sobresaltó al reconocerlo. Era Vilamarí. Sin que le viese, el librero se apresuró a salir. Se sentía incómodo en presencia del almirante y no deseaba compartir con él la intimidad del rezo. Anduvo errante un tiempo por la oscuridad del puerto y regresó a la galera sin encontrar en ella el reposo que deseaba. Era ya cerca del amanecer cuando se asomó de nuevo a la capilla ardiente de Torrent. Vilamarí ya no estaba y no había nadie fuera de los hombres que custodiaban la entrada. El oficial estaba vestido con su armadura y tenía su espada desenfundada entre las manos. En su rostro destacaba la gran herida en su ojo izquierdo. Joan se arrodilló a su lado y puso su mano sobre las de Torrent para notar el frío contacto del metal del guantelete de su armadura. Aquel había sido un hombre de guerra, violento y abusivo, un matón que sin embargo deseaba el amor. Triunfó en lo primero para fracasar en lo segundo. Joan nunca pensó que le llegara al corazón al proclamar su derecho a Anna por amor. Sentía compasión por Pere Torrent; no solo por su muerte, sino también por su vida, y rezó por él.

Vilamarí dejó a la tropa y la marinería descansando en Porto Pisano, pero quiso que le acompañaran sus oficiales más cercanos y los sargentos que habían servido a las órdenes de Torrent. También viajaría Miquel Corella, para entrevistarse con los mandatarios de la ciudad en nombre del papa y de César Borgia. Joan y Niccolò debían acompañar el cortejo obligatoriamente, pues en Pisa el primero se convertiría en fraile dominico y el segundo, en su enlace y apoyo durante su misión. Mientras transportaban el cadáver en la barcaza que los llevaba a Pisa remontando el río Arno, Joan rezó emocionado frente al cuerpo de aquel hombre cuyo oficio era matar, pero que deseaba amar a una mujer y ser correspondido sin que mediara interés.

«Gracias por vuestras enseñanzas, Pere —escribió en una nota que escondió bajo su armadura para que se la llevase a la tumba—. Jamás encontrasteis el amor que buscabais, pero hicisteis posible el mío.»

Pensaba que de alguna forma, con aquella nota póstuma, le decía a aquel hombretón lo que no supo decirle en vida. Y aquel pensamiento le daba paz.

Pisa se extendía a ambos lados del Arno y a Joan le impresionó el monumental conjunto de edificios situados al noroeste de la ciudad, junto a la muralla. En uno de ellos, una espléndida catedral de fachada cubierta de mármol y de un estilo antiguo aunque bellísimo y cuyo campanario, situado en el exterior, se inclinaba de forma sorprendente, se celebró el funeral de Pere Torrent. Después la comitiva se desplazó al camposanto, un imponente edificio de mármol blanco de forma rectangular al lado de la catedral. Estaba decorado con arcos ciegos en su exterior y en su interior formaba un magnífico claustro de armoniosos arcos que rodeaba un amplio patio central. Las paredes interiores del camposanto estaban cubiertas por magníficas pinturas y Joan, impresionado, se detuvo a admirar la llamada
El triunfo de la muerte
. Nunca antes había visto un cementerio semejante y comprendió por qué Vilamarí había querido dar sepultura en aquel lugar a su oficial de asalto. El almirante encargó una lápida de mármol que representaba a Pere tendido vestido con su armadura y cuyo dibujo se inició de inmediato para que Vilamarí pudiese aprobarlo antes de partir. También dejó pagadas en la catedral cincuenta misas por el alma de su oficial en los aniversarios de su muerte.

Vilamarí había mostrado su semblante impasible en los funerales celebrados en el puerto de Pisa frente a los infantes y marinos. Sin embargo, allí, rodeado de sus oficiales más íntimos, con el cadáver de aquel hombre al que había visto crecer a su lado y junto al que había luchado en tantas batallas a punto de ser bajado a la tumba, el almirante inclinó la cabeza y un sollozo contenido se escapó de su pecho. Se cubrió los ojos con la mano derecha en un intento vano de controlarse y, para sorpresa de todos, se puso a llorar en silencio. Aquello fue contagioso y al poco aquellos hombres duros curtidos en decenas de batallas tenían los ojos llenos de lágrimas. Joan no fue la excepción; hubo un tiempo en que le había deseado la muerte a aquel hombre, pero ahora le lloraba junto a los demás.

—Le quería como a un hijo —le explicó Genís más tarde a Joan como queriendo disculpar aquella debilidad del almirante.

—Si le quería como a un hijo, ¿por qué le enviaba a la muerte en cada abordaje?

—Era su oficio, Joan.

—Pues si tanto le quería, ¿por qué no le confió una misión menos peligrosa?

—¿Cuál? —repuso Genís soltando una carcajada triste—. ¿Cómitre? ¿Para que se encargase de que los alguaciles azotaran a la chusma?

Joan movió la cabeza negando, no se imaginaba a Pere de cómitre.

—Pere Torrent nunca lo habría aceptado. Combatir era su oficio, destacaba en él y le gustaba. No quería otra cosa.

»Mira, le faltaba un par de años para cumplir cuarenta. No encuentras oficiales de asalto a esa edad. Mueren antes, o se retiran imposibilitados por sus heridas o por el temor, pero él quiso continuar. No tenía otra vida. Vilamarí le recogió en Barcelona, después de bloquear el puerto y rendir la ciudad de hambre, al final de la guerra civil. Pere tenía solo doce años y desde entonces siempre estuvo al lado del almirante.

—Conozco la historia —dijo Joan.

—Hay muchas formas de morir en una galera —continuó Genís—. En una batalla, a causa de una tormenta, en la horca, de hambre o incluso de sífilis, contagiada por la última puta con la que estuviste. Su muerte al menos ha sido gloriosa, la que él deseaba.

54

Joan se despidió de Genís con un fuerte abrazo y deseos de buena suerte y felicidad. No sabían cuándo volverían a verse. Ni siquiera si se verían de nuevo algún día.

La despedida con Vilamarí fue muy distinta.

—Hiciste un buen trabajo —le dijo el almirante—. Y te corresponde parte del botín.

—No formo parte de vuestra tripulación.

—Pero sí durante el combate.

—Lo hice porque me vi obligado. Opino como Miquel Corella; no debisteis asaltar esas naves.

—Eso dijo —repuso Vilamarí con una sonrisa—. Sin embargo, no solo aceptó la parte del papa en el botín, sino que quiere más.

—Yo no quiero nada.

—Es una buena cantidad. ¿Estás seguro de que deseas que me la quede yo?

Joan hizo un gesto de disgusto y después de pensar un momento preguntó:

—¿Llega para comprar la libertad de un galeote?

—Y mucho más.

—Pues liberad a Amed, que fue mi compañero cuando remaba en la Santa Eulalia.

—¿Un musulmán libre en un puerto cristiano?

—Pagadle el pasaje a su tierra.

—¿Por qué no le compras unas joyas a tu esposa? —La voz del almirante adquirió un tono tentador. Le observaba con atención y una sonrisa se escondía en sus labios—. Se lo merece, ella también ha arriesgado. En este momento podría ser viuda.

—Mi librería me da buenos ingresos —repuso Joan adusto. Notaba en el almirante un deje cínico que le irritaba—. Le compraré las joyas a mi mujer con mi propio dinero.

—De acuerdo, ya tenemos a tu moro libre y en su tierra. ¿Qué quieres hacer con el resto del dinero?

—¿Aún queda?

El almirante afirmó con la cabeza; una sonrisa iba dibujándose poco a poco. Su suficiencia alteraba a Joan sin que pudiera evitarlo.

—Pues añadid carne al cocido de los galeotes hasta que se termine el dinero. Y aseguraos de que no lo roben el cómitre y los alguaciles.

—No te preocupes, tu amigo Genís Solsona se encargará de ello.

—Gracias. Adiós, almirante. —Y conservando la distancia le tendió la mano a modo de despedida.

Sin embargo, Vilamarí no se movió. Solo se quedó mirándole con intensidad mientras la sonrisa de sus labios se esfumaba. Joan mantuvo la mano tendida, incómodo, un tiempo que le pareció larguísimo y no la bajó hasta que el almirante, sin corresponderle, retomó la conversación.

—Siempre has pretendido ser superior moralmente, Joan Serra de Llafranc —le dijo—. Pero te engañas. Tú eres de los nuestros y si no muerdes, es porque no tienes hambre. Ahora eres libre y tienes dinero. Pero mataste cuando llegó la ocasión y robaste cuando lo necesitabas. Y lo harás de nuevo cuando tengas que hacerlo.

Joan no supo qué responder y sostuvo la intensa mirada de Vilamarí con dificultad. Se sentía confuso; quizá tuviera razón aquel hombre. Al fin y al cabo, iba a Florencia a robar. A robar un libro. Esta vez fue el almirante quien le tendió la mano. Dejaba claro que no esperaba respuesta a sus afirmaciones, ni Joan pensaba dársela.

—Que tengas suerte en lo que sea que vayas a hacer a Florencia —le dijo—. Y que la suerte no te abandone en el resto de tu vida.

—Lo mismo os deseo, almirante.

Mantuvieron sus manos unidas firmemente un largo rato mientras sus miradas transmitían un afecto que no eran capaces de expresar con palabras. Joan comprendió que era sincero al desearle fortuna a aquel hombre.

Al día siguiente, Joan y Niccolò se despidieron de Miquel Corella. El florentino se había recuperado del mareo que le había mantenido postrado la mayor parte del viaje en la galera, y volvía a ser el personaje vivaz, curioso y divertido al que Joan conocía. Solo que en Pisa evitaba manifestarse, pues su acento florentino no era bien recibido. El estado de guerra entre Pisa y Florencia superaba el hecho de que Savonarola gobernara en la segunda. Los florentinos habían esperado que a cambio del apoyo que Savonarola y los suyos habían dado a Francia cuando el rey Carlos VIII invadió Italia les devolviera Pisa, que llevaba casi cien años bajo su dominio. Sin embargo, al retirarse de Italia el comandante francés devolvió la libertad a Pisa a cambio de una buena suma, y Florencia pretendía reconquistarla.

—Ahora es cuando pasas a ser un verdadero fraile —le dijo Miquel Corella—. Ya sabes, cilicio, disciplina y vida mendicante.

Joan gruñó. Niccolò sonreía, pero se abstuvo de hacer ningún comentario gracioso.

—Estás demasiado gordo —continuó el valenciano—. Y tu cuerpo debe mostrar las marcas del cilicio y del látigo con el que te disciplinas. Tómatelo en serio. Como Savonarola averigüe que eres un falso fraile, te quemará en la hoguera.

Miquel le despidió con un abrazo al que Joan correspondió de mala gana; el cilicio de piel de cabra le hería la cintura, y también le dolía la espalda, que se había azotado poco antes mientras rezaba. No era un dolor insoportable, pero sí irritante, lo que, junto a su disgusto con aquella misión, le tenía de mal humor. Acababan de tonsurarle de nuevo en el convento dominico donde había pasado la noche ya como fray Ramón de Mur, con lo que notaba la parte superior de la cabeza sensible y fría. Sin su daga y su espada se sentía desnudo. ¿Cómo diablos se las arreglaría para hacer un camino de cuatro o cinco días en una zona en guerra, aunque no demasiado activa en esos momentos, y seguramente llena de bandidos? Se arrepentía del orgullo mostrado frente a Vilamarí. Debería haber usado parte del botín para regalarle unas joyas a Anna y también para su madre y María. Quizá no las volviera a ver. Tendría que confiar en lo que su maestro dominico fray Piero Matteo le había dicho en Roma. «Seréis un fraile mendicante, vuestra única propiedad será el hábito, el escapulario, el cilicio, unas sandalias y un hatillo con un libro de plegarias, un cuenco de barro, una cuchara de madera y el látigo de disciplinas. ¿Quién creéis que va a querer robar eso? Hasta los bandidos se alejarán de vos temiendo que les pidáis limosna.»

Hicieron el viaje en una barca que remontaba el río Arno hasta el final de la zona controlada por Pisa.

—Lamento no poder acompañaros a Florencia —le dijo Niccolò—. Antes de la revolución de Savonarola trabajaba para los Medici, y soy, con razón, sospechoso. Además, debéis hacer el camino solo y llegar solo como un fraile de verdad.

Joan afirmó con la cabeza, ya habían hablado de aquello. Niccolò se refugiaría con unos parientes en la campiña de Florencia y entraría después en la ciudad en secreto. Allí, convenientemente escondido, serviría de apoyo a Joan y trabajaría junto a la resistencia clandestina para lograr la caída de Savonarola.

—Me preocupa vuestro semblante amargo, Joan —le dijo al rato.

—Esta no es una aventura agradable.

—Pues tendréis que hacer que os guste. Y aparentar que sois un fraile feliz. De lo contrario, no engañaréis a Savonarola. Recordad lo que os dijo fray Piero Matteo sobre gozar de la vida monástica y de la cercanía de Dios.

Joan se mordió los labios y afirmó con la cabeza. Ambos, el fraile dominico y Niccolò, tenían razón, pero no era fácil. Se caló la capucha, puso sus manos dentro de las mangas del hábito e, inclinando la cabeza, susurró:

—Recemos para que el Señor me conceda esta gracia.

Cuando se despidió de Niccolò con un abrazo, Joan sintió una profunda inquietud. Echaría en falta la cháchara, el buen humor, la gracia y el desparpajo de su buen amigo. Y aunque sabía dónde localizarlo al cabo de unos días en Florencia, en aquel momento se sentía muy solo, abandonado y sin amigos, en una tierra desconocida donde iba a emprender una aventura peligrosa e incierta.

Niccolò sonrió con aquella expresión tan suya, algo ratonil y divertida.

—Buena suerte —dijo.

Se encontraban en un cruce de caminos donde unos altos cipreses se elevaban hacia un cielo azul brillante al borde de unos campos aún no arados cubiertos de restrojos amarillos. Joan le vio alejarse por una vereda mientras él seguía la calzada a Florencia.

A su izquierda, el río Arno discurría entre los álamos, y en el horizonte a su derecha los pinos sobre unas colinas onduladas mostraban un verde brillante. Olía a otoño, la tarde era hermosa y fray Ramón respiró hondo. Ya que tenía que ser fraile, lo sería con todas sus consecuencias, se dijo. Su vida no había sido la de un santo y, haciendo de necesidad virtud, decidió cumplir de corazón como quien aparentaba ser, azotes y cilicio incluidos. Y con el cilicio punzándole en los riñones y el vientre se puso a andar con paso alegre.

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