Tiempo de cenizas (39 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Consciente de que las cartas viajaban a España y de que su tiempo era limitado, Joan se aplicó en los siguientes días al rezo y a las obligaciones diarias de culto de los monjes. No le era fácil. Su espíritu inquieto le hacía desear andar por los caminos, libre, como días antes. Además, añoraba mucho a Anna y al resto de su familia. Cuando, exhausto de rezar, por la noche, o incluso durante el día, le vencía el sueño, los veía en su duermevela.

En su celda completaba las plegarias que se hacían en comunidad usando las distintas formas de rezo de santo Domingo, y en particular, por la noche, el rezo de sangre. Después de la oración de las completas, iluminándose con la luz de un candil, se arrodillaba frente a la imagen de Cristo crucificado y mientras rezaba se flagelaba la espalda con un látigo tipo escoba. Decían que el fundador se azotaba con cadenas de hierro y que con la sangre el rezo era más intenso.

Varias veces oyó cómo se abría con cuidado la puerta a sus espaldas y sentía que le observaban en silencio; después la cerraban de nuevo con la misma suavidad. Fray Ramón no interrumpía ni la oración ni los azotes. Sabía que le vigilaban. Por ese motivo, cuando se despertaba con una erección se ajustaba el cilicio con más fuerza, y si su deseo no se calmaba, recurría a los azotes. No podía permitirse que aquellos misteriosos espías se percataran de ello e informaran al prior.

Recordaba a fray Piero Matteo, su maestro dominico en Roma, y se esforzaba en seguir su recomendación: «Buscad la felicidad en la serenidad del convento; si persistís en ello, la encontraréis».

Para su sorpresa, pudo alcanzar en varias ocasiones aquella serenidad feliz a la que se refería su maestro. Incluso durante las autoflagelaciones. Llegaba un momento de la oración en el que, sin cesar de recitar la monótona letanía, el alma parecía abandonar el cuerpo y entraba en mundos plácidos y amables que quizá fueran la antesala del cielo.

Los días transcurrían unos iguales a otros y Joan empezó a temer que Savonarola hubiera decidido mantenerlo en aquel exclusivo régimen de penitencia hasta recibir la respuesta de sus cartas enviadas a España. Cuando eso ocurriera descubrirían que era un falso dominico y estaría perdido.

Sin embargo, una mañana, después de los rezos de la hora tercia, fray Giovanni le dijo:

—Fray Silvestro me ha pedido que os conduzca a la biblioteca.

A Joan le dio un vuelco el corazón. No solo iba a conocer aquella famosa biblioteca que albergaba el
Libro de las profecías
, sino que lo haría requerido por fray Silvestro Maruffi, el encargado de su custodia y de descifrarlo.

—¿Fray Silvestro? —inquirió Joan.

—Sí, fray Silvestro ayuda al prior y al suprior con todo lo relacionado con libros. Estuvo con ellos el día en el que os recibieron en la sala capitular.

Joan afirmó con la cabeza. Le recordaba bien; pensaba que debía de haber sido idea suya que él ayudara con los libros.

Subieron al primer piso por la misma escalera que conducía a las celdas, pues el acceso a la biblioteca se encontraba en el corredor norte, entre los habitáculos 42 y 43. Hasta aquel momento, Joan apenas había sido capaz de echar una fugaz mirada a la entrada de la biblioteca cuando, al subir las escaleras, solo, se aventuraba por aquel corredor para inspeccionar. Siempre había encontrado la puerta cerrada.

Se trataba de una magnífica sala alargada sostenida por once pares de delgadas columnas dóricas que delimitaban tres naves cubiertas por bóvedas de crucería en los lados y una bóveda de cañón en la central. La construcción era estilizada y armoniosa en su sencillez. Los arcos, columnas, ménsulas y cornisas, todos en piedra arenisca gris, ahorraban en adornos con la finalidad de dejar espacio a la luz. Esta llegaba por ventanas abiertas en las paredes laterales de forma que se minimizaban las sombras. Mesas y anaqueles repletos de libros amueblaban aquella espléndida estancia.

Joan la contemplaba embobado; era el sueño de cualquier amante de la lectura.

—Este es fray Lorenzo, el bibliotecario —le presentó fray Giovanni.

El hombre le saludó sonriente. Era un fraile de unos cuarenta años cuyo aspecto feliz contrastaba con su delgadez, sin duda producto de los ayunos.

—Sed bienvenido en nombre del Señor —dijo santiguándose al pronunciar el santo nombre.

—Bendito sea Su nombre —repuso Joan santiguándose también—. Gracias por vuestra hospitalidad.

Fray Giovanni se despidió y aquel hombre le dijo que fray Silvestro le había ordenado que le mostrase la biblioteca, y que a partir de aquel momento podría leer y estudiar en ella.

—Tenemos textos en latín, griego y lengua vulgar —le explicaba el bibliotecario—. Aquí han trabajado grandes pensadores, como Pico della Mirandola o Angelo Poliziano. Antes el acceso era público. Ahora está restringido a los monjes.

—¿Qué ocurre con los libros considerados paganos, heréticos o pecaminosos? —quiso saber Joan preocupado—. Sé que muchos libros en Florencia terminan en la hoguera de las vanidades.

—Hay un grupo de frailes en el convento que quisiera verlos hechos cenizas —repuso el hombre—. Pero, por suerte, fray Silvestro me apoya y ha convencido al prior para que conservemos la biblioteca tal como estaba, e incluso que se amplíe con algunos libros requisados cuando las compañías blancas asaltan la casa de algún noble o mercader. Nosotros, los frailes, estamos preparados para discriminar las lecturas y debemos conocer también los libros malos. Por eso hay que conservarlos, aunque solo los guardados en esta biblioteca.

Joan suspiró aliviado. Aquel tesoro estaba a salvo de la bárbara quema de libros promovida por los mismos que lo protegían.

Una vez que el bibliotecario le dio las explicaciones pertinentes, Joan tomó uno de los libros en latín sobre la vida de los santos y fingió sumergirse en su estudio. Sin embargo, observaba con cuidado tanto la biblioteca como los movimientos de los cuatro frailes que en aquel momento se hallaban en ella. ¿Dónde estaría el
Libro de las profecías
?

Al poco vio aparecer a fray Silvestro Maruffi. Él era el intérprete del libro profético. Se trataba de un hombre delgado y alto con una joroba en la espalda que quizá proviniera de inclinarse para leer mejor los textos de los libros. Tenía unos cincuenta años, ojos azules soñadores y un pelo entre castaño y canoso tan escaso que la tonsura solo le dejaba media corona por encima de las orejas y la nuca. A pesar de sus movimientos nerviosos, habló con el bibliotecario con voz suave. Él era quien había pedido a fray Giovanni que le acompañara a la biblioteca y al bibliotecario que le acogiera. Dada su mayor autoridad y rango, Joan debía esperar a que fray Silvestro le hablara primero. Estaba impaciente por que lo hiciese. Sin embargo, no se dirigió a él. Tomó un libro de un estante y, después de hacer la señal de la cruz sobre él y santiguarse, tal como hacían los monjes antes de abrir un libro, estuvo leyendo. A pesar del disimulo de Joan, sus miradas se cruzaron en una ocasión y el fraile le sonrió. Parecía agradable. Pero cuando la campana sonó llamando al rezo de la hora sexta, fray Silvestro bajó a la iglesia sin haberle hablado.

Al regreso del rezo y en ausencia de fray Silvestro, Joan examinó el libro que aquel leía. Estaba escrito en griego y Joan sintió un escalofrío. Si el
Libro de las profecías
estaba en griego, él sería incapaz de identificarlo y todo aquel viaje, todo aquel sufrimiento sería en vano.

Angustiado, abandonó precipitadamente la biblioteca para recogerse a rezar en su celda.

59

La posibilidad de que el
Libro de las profecías
estuviese escrito en griego, lengua que sin duda fray Silvestro Maruffi dominaba, llenó de inquietud a Joan. Sería incapaz de identificarlo y fracasaría en su misión. La idea de defraudar a Miquel Corella, a César, al propio papa e incluso a sus amigos Niccolò e Innico d’Avalos le disgustaba, pero pensar que todo su sacrificio, la lejanía de su familia, los ayunos, los azotes y tantas otras privaciones eran en balde le desesperaba.

Aquellos intensos días de penitencia y oración habían enseñado a Joan el valor del rezo y de la meditación. Le ayudaban a relajarse y a ver los problemas con una perspectiva más serena y distante. Cuando logró calmar su ánimo pensó que no tenía otra opción que continuar con su búsqueda. Se dijo que no se trataba de una obra clásica, sino de los escritos de un fraile ya muerto. A no ser que este fuera descendiente de griegos o quisiese dificultar
ex profeso
la lectura de su libro, lo normal sería que estuviera en latín.

Con acceso libre a la biblioteca, Joan pasaba gran parte de su tiempo en ella y trató de hacer amistad con el bibliotecario. El hombre era afable, aunque le notaba precavido, y aguardó unos días antes de intentar sonsacarle.

—¿Dónde se guardan los libros que contienen profecías? —inquirió con aire inocente.

El bibliotecario rio.

—Fuera de los clásicos, la biblioteca contiene gran cantidad de textos proféticos. El Antiguo Testamento está lleno de ellos. Y en el Nuevo Testamento, el libro del Apocalipsis es profético en su totalidad.

—No me refiero a esos, sino a algo más moderno, más cercano a nuestros tiempos. Como los sermones de nuestro abad.

El hombre le miró extrañado y repuso cauto:

—No os podría decir. Uno de nuestros frailes transcribe los sermones. Hablad con él. Y mejor con fray Silvestro. Él está muy cerca del abad.

Joan aguardaba a que fray Silvestro tomase la iniciativa y se dirigiera a él primero; cuando lo hiciese, tardaría en traer a la conversación el tema de las profecías. No quería levantar sospechas. Se sentía desorientado con respecto a su misión. Sabía aproximadamente el contenido del libro, pero no su aspecto físico ni dónde encontrarlo. Una biblioteca era un excelente lugar para ocultarlo, aunque era posible que no se encontrara allí. El desánimo regresó.

Recurrió de nuevo a la oración en su celda y al fin se dijo que, ya que había llegado hasta allí, haría lo posible y lo imposible por cumplir su misión. La biblioteca contenía centenares de volúmenes, en su gran mayoría manuscritos, pues el bibliotecario despreciaba los libros impresos. Consideraba que el cuidado y el esfuerzo eran elementos fundamentales en un libro y que, por lo tanto, la impresión le restaba valor.

Joan comprendió que podía descartar la mayoría de los volúmenes de la biblioteca al primer vistazo. Todos los clásicos y los libros impresos quedarían fuera de un escrutinio más preciso. Y también los ricos libros miniados llenos de imágenes. El
Libro de las profecías
sería relativamente pequeño, manuscrito y humilde, puesto que lo fundamental en él era su contenido. No creía que estuviese en lengua vulgar, pues los monjes escribían en latín para que los textos de un país pudieran ser entendidos por los frailes de la misma orden en otro. Sin embargo, aquel no era un libro para ser divulgado y quedaba el riesgo del griego.

No era una empresa fácil, pero reanudó la búsqueda con ese nuevo ánimo.

Fray Silvestro Maruffi frecuentaba la biblioteca, aunque continuó sin hablar a Joan, que observaba con disimulo los libros que aquel leía. Cuando sus miradas se cruzaban, el fraile le sonreía y Joan pronto le correspondió. Larguirucho, desgarbado y con joroba, era muy distinto a Savonarola; parecía vivir en otro mundo. Sin ni siquiera hablar con él, a Joan le parecía un tipo entrañable.

—¿Cómo os va en nuestro convento, fray Ramón? —le abordó por fin un par de días después, a la salida del rezo de la hora tercia. Sonreía mirándole con unos ojos que en aquel momento mostraban placidez.

Aquella no era una pregunta que tuviera que ver con Dios, se dijo Joan; sin embargo, era cortés y amable. Le respondió con la misma amabilidad y continuaron conversando al tiempo que paseaban solos por el claustro después de que el resto de los frailes se dispersara para acudir a sus tareas.

—He querido daros tiempo para familiarizaros con nuestra vida y con la biblioteca antes de que habláramos de libros, de vuestro trabajo en España y del nuestro aquí en Florencia.

—Os lo agradezco.

Al poco estaban discutiendo sobre la misión que el fundador impuso a la orden dominica.

—La nueva Inquisición en España persigue la herejía y, aunque nosotros, los dominicos, lideramos la lucha, esta ha dejado de ser nuestra en exclusiva, pues participan también frailes de otras órdenes —explicaba Joan.

—No tenemos tanta suerte aquí —explicó el fraile—. Los franciscanos nos acusan de radicales y boicotean nuestro trabajo. Pero ni sus críticas ni las de otros nos apartarán de nuestra misión. Además de nuestras obligaciones hacia Dios, también las tenemos hacia los hombres. Ese es el precepto misionero que nos inculcó el padre fundador. Debemos convencer al rebaño del Señor para que lleve una vida austera y pura, alejada del pecado. Y así salvaremos sus almas. Florencia será un ejemplo para el mundo de la puesta en práctica de esa estricta vida cristiana.

—Sí; sin embargo, parece que hay quien se resiste a aceptar la salvación.

Fray Silvestro le miró abriendo los ojos con sorpresa.

—¿A qué os referís?

—A que muchos no llevan esa vida pura y austera por propio deseo, sino por temor. He visto cómo las compañías blancas de niños imponían la pureza con violencia y parece que no son los únicos. Hay miedo en Florencia.

—Nosotros no somos la causa de esa violencia —repuso el fraile con un toque ofendido y nervioso en su voz—. Nuestros sermones avivan las conciencias y hacen que algunos de nuestros seguidores no puedan soportar el pecado. No lo consienten y actúan contra los pecadores. El miedo de esos a los que os referís está causado por su propio pecado. Nosotros no somos el origen de ese temor, sino el diablo y sus obras. Si no sintieran deseos de pecar, no temerían.

Joan contuvo un resoplido de contrariedad para no alertar a fray Silvestro de sus verdaderos pensamientos.

—Tampoco nosotros en la Inquisición nos manchamos las manos de sangre. Solo condenamos a los herejes y el poder civil ejecuta la sentencia.

—Bueno —respondió el fraile—. Es innegable que el bien debe luchar contra el mal, como hace el arcángel san Miguel contra Lucifer. Hay quien se niega a aceptar el bien. ¿Acaso los conversos relapsos marchan hacia la hoguera cantando alabanzas a vuestra Inquisición?

La referencia a la hoguera hizo estremecer a Joan. Le traía recuerdos horribles, pero se esforzó en disimular. Gozaba del debate con fray Silvestro, aunque temía que este percibiese que él era todo lo contrario a un inquisidor.

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