Bajó a la trastienda y después de cruzar una habitación cuyas paredes estaban recubiertas con anaqueles en los que almacenaban papel, plumas, tinta y distintos materiales de escritura, llegó al taller, que estaba abierto al patio, para saludar a los operarios que encuadernaban los libros. Muchos eran refugiados florentinos y cantaban tonadas de su tierra al trabajar. Le recibieron los olores familiares de papel, cola y cuero, y tomó en sus manos un ejemplar terminado para observar su acabado mientras adivinaba los cosidos interiores y acariciaba la piel de la cubierta. Gruñó satisfecho y después de inspeccionar un par más le propinó al maestro una palmadita cariñosa.
—Muy bien, Giorgio. Excelente. ¿Quiénes hicieron este trabajo?
Le escuchó atentamente a la vez que contemplaba la actividad de oficiales y aprendices que cosían los pliegos de papel, los encolaban y trabajaban el cuero de las cubiertas. Recordaba el tiempo en el que él realizaba aquel mismo trabajo en Barcelona.
Después se acercó a la imprenta, que ocupaba la parte trasera de la casa que se unía a la primera por los patios. Allí se encontró con Antonio, el maestro impresor, que inspeccionaba con ojos críticos los pliegos recién impresos. El olor a tinta fresca, que los aprendices distribuían sobre las planchas, impregnaba el lugar.
—Los chicos se esfuerzan —le dijo Antonio—. Fijaos en lo uniforme de la tinta y lo claras que se distinguen las letras sobre el papel.
Joan observó el trabajo. Aquellos pliegos pertenecían a la
Divina comedia
, de Dante Alighieri. Era uno de los libros que el fraile Savonarola había condenado a la quema en sus «hogueras de las vanidades».
No estaba escrito en latín, sino en lengua vulgar; el toscano antico, muy semejante al florentino del momento y que las gentes cultas de Italia entendían a pesar de que su italiano fuera otro. Joan reservaba la mayor parte de los ejemplares impresos para su propia librería; destinaba una partida a sus amigos libreros de Nápoles, Génova y Barcelona con los que mantenía intercambios, y el resto lo haría llegar clandestinamente a Florencia a través de sus empleados florentinos, para paliar la quema de libros en las hogueras de Savonarola.
Joan estaba satisfecho con el progreso de aquella edición, tanto en su impresión como en su encuadernado, y cruzó de nuevo la trastienda para dirigirse a la librería. Le gustaba conversar con los clientes y atenderlos, aunque de esta labor se ocuparan de forma habitual Niccolò y Anna, asistidos por un aprendiz. Observó la estancia con atención y apenas pudo distinguir señal alguna de la tragedia ocurrida allí mismo semanas antes.
—Buenos días, Joan —le saludó Niccolò con una sonrisa y una observadora mirada de ojos oscuros en la que bailaba una eterna chispa de ironía.
Joan le devolvió el saludo con cariño. Niccolò era un refugiado florentino contrario a la dictadura represiva impuesta en su tierra por el fraile Savonarola. Pertenecía a la pequeña nobleza rural toscana, había sido educado para la diplomacia y la milicia y tenía una sólida formación en gramática, retórica y latín. Sin embargo, cuando aún no se cumplía un año de su ingreso en la administración de Florencia, la revolución de Savonarola le hizo perder su trabajo, y se unió a los opositores al fraile. Fue Miquel Corella, interesado en derrocar a Savonarola, quien le presentó a Niccolò y a su primo Giorgio, el maestro encuadernador.
Cuando le relataron las atrocidades, entre las que figuraba la quema de libros, que los seguidores del fraile, llamados
llorones
, cometían en Florencia, Joan, indignado, les había prometido: «Por cada libro que queme Savonarola, nosotros imprimiremos diez». Aquella afirmación les llegó al corazón a los florentinos, que se unieron entusiastas al proyecto de Joan y le ayudaron a establecer aquella magnífica librería, imprenta y taller de encuadernación. De esta forma, Niccolò, que apenas era tres años mayor que Joan, se convirtió a la vez en su mano derecha y en su mejor amigo en Roma.
Aquella no era una librería cualquiera, sino que se trataba de la mayor y más hermosa de la Roma del papa Alejandro VI. Ocupaba la parte delantera de la planta baja de dos casas situadas en la esquina del Largo dei Librai con la Via dei Giubbonari; esta conducía al bullicioso Campo de’ Fiori, que, con sus mercados, posadas y permanente ajetreo, era uno de los centros neurálgicos de la ciudad. Por su parte, el Largo dei Librai era una plazoleta que gozaba a la vez del intenso tráfico de la Via dei Giubbonari en uno de sus extremos y de la paz de quedar cerrada en el otro por la iglesia de Santa Barbara dei Librai, lugar de reunión de la cofradía de los libreros. Había tenido razón su amigo Miquel Corella al recomendarle que se instalara allí; era un lugar prestigioso y céntrico.
La librería contaba con mesas donde se vendía material de escritura y algunos libros, que se sacaban cada mañana a la calle y se recogían por la noche. En el interior, detrás de la amplia zona destinada a la venta, se abría un gran salón iluminado con luz natural gracias a dos ventanales, protegidos por gruesas rejas. Allí sus clientes podían consultar los libros con calma e incluso mantener una conversación relajada alrededor de una mesa. Disponía además de un segundo salón, más discreto, por si la charla se hacía privada. Aquella disposición era el resultado de la insistencia tanto de Miquel Corella como de Niccolò. Ambos tenían un sentido de la política mucho más desarrollado que Joan y le convencieron de la necesidad de un ambiente íntimo para atraer a los poderosos de Roma. No en vano, la librería estaba auspiciada por los partidarios del papa Alejandro VI y el local era un lugar ideal para mantener contactos políticos informales.
Joan se codeaba en su establecimiento con cardenales, nobles y embajadores. Se manejaba con soltura, aunque a veces aquellas alturas le producían, a él, el hijo de un pobre pescador, un cierto vértigo.
En aquellas ocasiones, Joan se repetía sus méritos, en muchos aspectos mayores que los de la nobleza, que heredaba poder y gloria. Su azarosa vida le había llevado a convertirse en un excelente artillero y un buen espadachín. No había acudido a ninguna universidad y sin embargo, gracias a su facilidad con los idiomas, a su pasión por la lectura y a Abdalá, su sabio maestro en Barcelona, aparte de su lengua materna, el catalán, tenía un excelente dominio del latín y del toscano. También podía presumir de un castellano y un francés fluidos. Además, no solo conocía los secretos de la encuadernación y de la imprenta, sino que era un lector insaciable que gustaba de las conversaciones literarias. Era mucho para alguien de su edad, y lo tenía todo para desempeñar su trabajo de forma brillante.
Aun así, a veces, aquellos individuos cargados de títulos, honores y poder que le miraban por encima del hombro y que incluso le trataban de forma displicente le recordaban sus humildes orígenes y le hacían sentir inferior. Entonces él disimulaba, se erguía y trataba a su oponente con la misma arrogancia.
Aquel mediodía se levantó antes de la mesa aduciendo fatiga, y mientras Anna daba de comer a Ramón se refugió en su dormitorio. Seguía sin identificar qué le producía aquella inquietud. Había una amenaza en el aire de la que en ocasiones detectaba indicios y que sin embargo no sabía concretar.
Buscó su libro de notas. Era pequeño y tenía tapas de cuero. Lo acarició mientras pensaba; amaba aquel objeto, era su confidente. El primero que tuvo lo fabricó en la librería de los Corró cuando era aprendiz, usando material sobrante, y el maestro dejó que se lo quedase, pues no alcanzaba la calidad requerida por el gremio para su venta. Aprendió a escribir con él, llenándolo de anotaciones con la hermosa caligrafía que su maestro Abdalá le enseñaba. Ya había perdido la cuenta de cuántos como aquel primero había completado. Escribir en su libro le obligaba a reflexionar y tenía un efecto tranquilizador, casi mágico.
Aquella tarde anotó: «¿De dónde viene mi inquietud? ¿Habré llegado demasiado alto con demasiada rapidez?». Y después de pensar en ello, añadió: «No, no es solo eso. Es algo que tiene que ver con Anna».
Joan se encontraba aquella tarde sentado en la mesa situada en uno de los rincones de la librería y que, colocada sobre una tarima, dominaba toda la sala. Era pronto, Anna se encontraba en el primer piso, solo había un cliente y Joan aprovechaba que Niccolò le estaba atendiendo para leer
El discurso sobre la dignidad del hombre
, obra de la que pensaba imprimir trescientos ejemplares. Coincidía plenamente con las tesis de Pico della Mirandola, en especial con las referentes al derecho a la discrepancia y el respeto a otras culturas y religiones, y se alegraba de que Alejandro VI le hubiera absuelto del delito de herejía por el que papas anteriores le habían excomulgado, haciéndole sufrir pena de cárcel. No conocía personalmente al papa Borgia, pero le caía bien por la tolerancia mostrada con Pico y por su gesto de acoger en Roma a los judíos y conversos que huían de la Inquisición en España.
Una risa cantarina distrajo a Joan de la lectura que le tenía absorto, y de inmediato reconoció a su propietaria. Era Sancha de Aragón, sobrina del rey de Nápoles, princesa de Esquilache y esposa de Jofré Borgia, el menor de los hijos del papa, que acudía a la tertulia de señoras que aquella tarde se celebraba en la librería.
—No sois ni lo suficientemente guapo ni rico ni noble para mí —le decía a Niccolò mirándole a los ojos.
Sancha tenía dieciocho años, pero el aplomo y la seguridad de alguien mucho mayor. Pese a no ser la dama más bella de Roma, destacaba entre las mujeres por el encanto y la fuerza sensual que irradiaba. Tenía unos ojos oscuros y vivaces, piel clara, una sonrisa que se transformaba fácilmente en risa y una hermosa melena de cabello azabache que no ocultaba con velos según costumbre de muchas damas y que tampoco teñía de rubio como hacían otras. Ella simplemente lo recogía con unas trenzas que partiendo de las sienes se anudaban atrás, y dejaba que su cabello se ondulara en la espalda. A veces lo adornaba con flores o joyas y de cuando en cuando se cubría con un sombrero al estilo de los caballeros.
Vestía con frecuencia a la moda valenciana del Vaticano, y sus trajes de terciopelo, oro y pedrerías lucían generosos escotes que mostraban parte de sus senos.
—Pero os hago reír, señora —repuso él tomándola de la mano—. Y eso invita al amor.
El florentino sonreía y observaba a la dama con sus ojillos pícaros, y su cara afilada le recordaba a Joan la de un gran ratón a la vez audaz, astuto y sabio. Era bien sabida su afición por las mujeres, hasta el punto de que sus amigos le apodaban
Il Machio
tanto por su apellido —Machiavelli— como por sus aventuras con féminas de distinta condición y edad, de las que le gustaba presumir.
Sancha rio de nuevo y apartó su mano de las del florentino después de permitir el contacto por unos momentos. Antes de contestarle le miró pícara de pies a cabeza.
—Es cierto que sois ingenioso, amigo Niccolò, quizá si fuerais más alto…
Y volvió a reír al ver la expresión del florentino. Joan se decidió a intervenir y se acercó para saludar y dar la bienvenida a la princesa. Odiaba el papel de aguafiestas, pero pensaba que su amigo, que por lo común mostraba una exquisita prudencia y diplomacia, estaba yendo demasiado lejos con Sancha.
—Esta dama no os puede traer más que problemas —le advirtió a Niccolò cuando la princesa pasó al gran salón, donde tendría lugar la tertulia con el resto de las señoras, que fueron llegando—. Bien sabéis que está casada con Jofré, el hijo del papa.
—Y es, y ha sido, amante de los otros dos hijos del pontífice —añadió el florentino—. Primero de César Borgia y ahora de Juan.
—Razón de más. No os busquéis complicaciones. Coqueteará con vos; no le importa hacerlo en público y frente a testigos. Sin embargo, no irá más allá, le halagan vuestra devoción y vuestros cumplidos, pero ha sido muy sincera. No sois lo suficientemente noble ni rico.
—Ni lo suficientemente guapo —se lamentó Niccolò—. Sé que tenéis razón, pero esa mujer me alborota y no puedo evitar hablarle así.
—No sé cómo logra salir ella indemne de sus coqueteos y escarceos amorosos —continuó Joan—. Pero los mismos que son indulgentes con la princesa, quizá porque representa una alianza entre el Vaticano y Nápoles, no lo serán con vos. Una madrugada vuestro cuerpo puede aparecer flotando en el Tíber.
—Tenéis razón, patrón —concedió Niccolò cariacontecido—. Trataré de reportarme.
Joan cruzó más tarde frente al salón donde tenía lugar la tertulia. Allí estaban, aparte de Sancha, Lucrecia Borgia, hija del papa y amiga íntima de la princesa, y otras grandes damas de la corte vaticana, incluida la esposa del embajador de España. De pie, elegante y con pose de gran señora, su esposa, pausada y con excelente pronunciación, leía unos poemas en latín de Jacopo Sannazaro. Sannazaro era amigo personal del rey de Nápoles, y Sancha, que también escribía poesía, adoraba su obra. Anna lucía con estilo un vestido de terciopelo rojo con un discreto escote cuadrado con bordados que terminaban lejos del nacimiento de los senos. Por un momento, sus miradas se encontraron y ella continuó con su lectura.
A Joan le admiraba la forma en la que su esposa, de la mano de la princesa, había encajado en el grupo de damas de la alta sociedad vaticana. Anna, pese a tener orígenes burgueses, era viuda de un noble napolitano, y Sancha, nostálgica de su tierra, la había acogido de inmediato como amiga, tratándola como si su anterior esposo hubiera pertenecido a la alta nobleza. El buen hacer y la clase de Anna hicieron el resto.
Sin embargo, él distaba mucho de ser aceptado por la aristocracia. Le apreciaban como comerciante, respetaban su conocimiento sobre libros e incluso, después del asalto a la librería, le consideraban un hábil hombre de armas. Y eso era todo. Le veían como a un villano. Joan se dijo que quizá aquello formara parte de su inquietud. Su esposa estaba encumbrándose demasiado, y presentía que ese hecho, unido a su belleza y su gracia, acarrearía problemas.
Anna vio cruzar a su esposo frente a la sala y observó que la miraba sin sonreír. Parecía mohíno y se dijo que algo debía de preocuparle. Sin embargo, continuó su lectura con seguridad y aplomo, aunque sus pensamientos volaron a algo que Sancha de Aragón le repetía con frecuencia:
—Vuestro marido es un guapo mozo, intelectual, tiene buen trato y debe de ser tan potente en la cama como ha demostrado serlo con las armas. Lo veo bien para vos como amante, pero no como marido.