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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (56 page)

Joan no quiso apartarse con la llegada de la comitiva.

—¿Vos aquí, señor librero? —dijo el Gran Capitán. Su voz carecía de su gracejo habitual—. Está claro que le conocíais bien.

Uno de los criados del duque volvió el cuerpo en busca de un lunar que tenía en la espalda y, al descubrirlo, dijo llorando:

—Es él. Es mi señor.

Gonzalo Fernández de Córdoba se quedó contemplando el cuerpo de Louis d’Armagnac, duque de Nemours, conde de Pardiac y de Guise, que yacía de aquella forma tan indigna en medio de un campo de cadáveres, y agachó la cabeza compungido. Quizá rezase. Algunos caballeros franceses lloraban y Joan continuó observando al Gran Capitán; parecía apenado. Había estudiado tanto a su enemigo, esforzándose en pensar, en sentir como él, que había llegado a comprenderle, a amarle. Y ahora su muerte le producía quebranto.

—Os quité la victoria y no puedo devolveros la vida. Aunque he de daros una última gloria.

El Gran Capitán ordenó que se adecentara el cuerpo, que se le vistiese con las mejores ropas y que se preparara un gran cortejo fúnebre. El ataúd del duque fue llevado a hombros hasta Barletta por los capitanes franceses y suizos prisioneros, a los que se unieron muchos capitanes españoles voluntarios. Los escoltaban cien caballeros que iluminaban la noche con hachas encendidas junto con un fuerte contingente de tropa y tambores que marcaban el paso con redobles de muerte. El cuerpo fue sepultado en el convento de San Francisco de Barletta con todos los honores.

Joan escribió en su libro: «El tiempo de la gloriosa caballería pesada concluye y con él, el de los caballeros de virtud. Algo tan mezquino como un poco de pólvora y una bala de plomo acabará con ellos». Y añadió: «El hijo de un pobre pescador, como yo, con solo apretar un gatillo, puede derribar al noble más alto, que ha empleado cientos de jornadas en prepararse para el combate, que ha recitado miles de poesías, que monta el más bello de los caballos y cuya armadura, hecha a medida, y su espada, forjada con el mejor acero, han costado incontables esfuerzos a los artesanos más hábiles. Todo ese oro a cambio de una sola bala de plomo».

84

A la mañana siguiente, una vez rendida la población de Ceriñola, se contaron cuatro mil muertos franceses y suizos; las bajas del bando español fueron menos de cien. Hubo más españoles, alemanes e italianos que murieron de sed, calor y agotamiento en la terrible marcha del día anterior que en el combate.

—¡Traigo noticias! —Diego llegaba a la carrera.

Joan se encontraba recogiendo las mantas sobre las que había pasado el resto de la noche. Después de la terrible visión del campo lleno de cadáveres y del cuerpo del duque, se había retirado a su jergón y había rezado durante la mayor parte de la noche. Nunca creyó que pudiera añorar su tiempo de fraile, pero en aquel momento lo hacía. Deseaba ayunar, orar, hacer penitencia, incluso sufrir el cilicio. Quería implorar al Señor por el alma de tantos desdichados y agradecer que él no fuese uno de ellos. Suplicaba que le permitiera regresar con su familia y conocer al hijo que Anna llevaba en sus entrañas. Tenía ya treinta y un años y se decía que la edad, en lugar de endurecerlo, lo ablandaba. Había visto muchos muertos en su azarosa vida, pero jamás un campo con más de cuatro mil cuerpos desnudos, mutilados y ensangrentados.

—¿Qué ocurre, Diego?

—¡Hace nueve días hubo otra batalla, en Seminara, Calabria! —El muchacho jadeaba—. Y ganamos nosotros. Los franceses se retiran hacia el norte.

—Si los franceses abandonan Calabria, todo el sur del reino es nuestro y el camino a Nápoles queda libre —repuso Joan contento.

Ansiaba llegar a Nápoles para pedirle la licencia al Gran Capitán. Para ese entonces habría superado los tres meses de servicio, y la gran batalla, según lo acordado con el embajador De Rojas, ya se había producido. Allí buscaría una embarcación que lo llevara a Roma evitando el norte del reino, donde estarían reagrupándose los franceses.

—¡Pero eso no es todo! —le advirtió Diego.

—¿Qué más hay?

—Antes de entrar en batalla, los soldados españoles se amotinaron. —El muchacho sonreía feliz—. Se negaban a combatir sin antes cobrar sus pagas atrasadas.

—Y ¿qué ocurrió?

—Pues que terminaron pagándoles un buen anticipo sobre lo que les debían. Después lucharon y vencieron. Eso deberíamos hacer nosotros también. Negarnos a combatir.

—Un motín es algo muy peligroso —reflexionó Joan poniéndole la mano en el hombro—. Pocas veces terminan bien. Hazme caso, mantente alejado.

Aquel muchacho le recordaba a él mismo con su edad y se dijo que le apreciaba mucho. Era vivaz y comunicativo y los demás le escuchaban; podría llegar a ser un buen suboficial. También era terco e impulsivo, defectos que a él le habían acarreado serios problemas.

—Pero ¿no veis que nos engañaron? —dijo Diego indignado—. A Santiago y a mí nos prometieron mayor paga que la que cobrábamos con el hijo del papa y han transcurrido dos meses y medio y aún la esperamos. César Borgia pagaba a tiempo.

—Aun así, algo te dieron antes de salir de Barletta, y tienes lo que encontraste en el campo de batalla…

—No había oro y apenas nos darán unos pocos sueldos por todo ello.

La tropa estaba a la espera de que llegaran los carromatos que aparecían después de una batalla para comprar los despojos. Los soldados se desprendían, por casi nada, de lo que no podían cargar.

—No te quejes, que hay a quienes se les debe más —le consoló Joan—. Ten paciencia.

El Gran Capitán no se detuvo a descansar, sino que puso su ejército en marcha de inmediato camino de Nápoles mientras enviaba emisarios a las poblaciones cercanas, que se sometían sin condiciones. Castillo tras castillo, población tras población y región tras región, iban alzando las banderas de España. Solo al final de la cuarta jornada el Gran Capitán concedió un par de días de descanso a la tropa para poder organizar, entretanto, la administración de las conquistas.

Joan se hallaba en una pradera, cerca de un riachuelo, donde tenían su vivac cuando apareció Diego corriendo.

—¡Nos hemos sublevado!

—¿Quiénes?

—La infantería española —repuso el muchacho con una sonrisa—. ¡Somos más de cuatro mil!

—¿El dinero otra vez?

—Sí. Queremos nuestras pagas y si no hay dinero, exigimos el saqueo del pueblo vecino, parece rico. Esa es la costumbre.

—El general no puede permitirlo. Ese pueblo se ha sometido sin lucha y hay que tratarlo bien. Si se saquea, se viola y se destruye al que se rinde, todos resistirán.

—Nos da igual, si no hay dinero, marcharemos sobre él —dijo Diego exaltado—. Somos muchos. No nos detendrán.

—Sed razonables. El general hace lo correcto y no es su culpa si no puede pagar. Me consta que vendió todo lo que tenía y que nuestros aliados los Colonna hicieron lo mismo para pagaros antes de la batalla de Ceriñola. Es el rey quien no manda dinero.

—Pues el rey no debería meterse en guerras que no puede pagar. —La mirada del chico era dura—. Está decidido; si no hay dinero, lo cobraremos saqueando.

—No te metas en líos, Diego. —Joan le puso la mano en el hombro tratando de calmarle—. Al menos, ahora no pasamos hambre. Y tarde o temprano cobrarás.

—¿Cuándo? ¿Cuando me maten los franceses?

—No te juntes con los alborotadores, quédate en tu lugar de acampada. Y ni se te ocurra dirigirte al general o a sus capitanes con las armas en la mano.

—No nos tomarán más el pelo —dijo el chico al irse.

Joan, preocupado, buscó a Santiago. Quería que fuera consciente del peligro al que se exponían y que le ayudase a calmar a Diego.

—Está enfadado, se siente engañado —le explicó el gallego—. Trato de que razone, pero no es fácil.

Joan escribió en su libro aquella noche: «Los horrores de la guerra hacen madurar demasiado rápido. O quizá en lugar de madurar, pudran».

A través de Pedro Navarro y de otros oficiales, Joan se iba enterando de las visitas del Gran Capitán al campo de los amotinados. Sabía que aquello podía terminar en una batalla campal entre compatriotas. Se dijo que después de salvarse de las lanzas y cañones franceses sería irónico morir a manos de los suyos.

—Algunos trataron al general con malos modos —le contaba el navarro—. Y ya no quieren oír sus «dulces palabras», como ellos dicen. Se niegan a hablar con él y ahora lo hace Diego García de Paredes. Lo cierto es que estos malditos nos están retrasando. Les dan tiempo a los franceses para que se reorganicen.

Tras días de negociación, los más razonables, entre ellos Santiago, abandonaron su actitud, y los sublevados radicales, al verse en minoría, aceptaron la promesa del Gran Capitán de pagarles al llegar a Nápoles. Al fin, el ejército se puso en marcha.

—¿Cómo os convencieron? —quiso saber Joan.

—Nos prometieron el dinero al llegar a Nápoles y nos amenazaron con declararnos felones, con lo que mancharíamos para siempre el honor de nuestras familias en España —repuso Diego enfurruñado—. Los más miedosos cedieron y al final los pocos que quedábamos nos tuvimos que someter.

—Espero que no te significases demasiado —comentó Joan preocupado.

Unos días después, pernoctando al aire libre camino de Nápoles, Santiago despertó a Joan poco antes del amanecer.

—¡Acaban de prender a Diego de Burgos! ¡Van a castigarle por el motín!

Joan se vistió a toda prisa y al llegar a la zona de los oficiales se encontró con Pedro Navarro.

—Vuestro hombre pronunció palabras injuriosas hacia los reyes y el Gran Capitán —explicó—. Se tomó buena nota de lo que dijo entonces. Será juzgado.

—Se les prometió que no habría represalias.

—Esto es el ejército, Joan —respondió encogiéndose de hombros al tiempo que se atusaba la barba—. Hay cosas que se perdonan y otras no.

—Diego apenas tiene diecinueve años. Es muy joven.

—¿No es hombre para empuñar las armas y matar? ¿No lo es para amenazar e injuriar? Lo tendrá que ser para morir.

—Quiero hablar con el Gran Capitán. —Joan sentía un nudo en las tripas.

—No se puede hablar con él hasta después.

—¿De qué?

—Del juicio. —El navarro hizo un gesto de incomodidad.

—No digáis eso, Pedro —repuso el librero con firmeza—. Vos sabéis que no hay juicio. Esa decisión debió de tomarse hace días.

—Hoy el general no verá a nadie. Ni lo intentéis.

—¿Dónde está el chico?

—No os dejarán acercaros.

—No importa. ¿Dónde está?

—A la salida del pueblo —cedió al fin Pedro Navarro cabizbajo—. De camino a Nápoles. Cuando el ejército se ponga en marcha pasará por delante de ellos y la tropa estará obligada a verlos.

Joan dio la vuelta para irse, pero el navarro le agarró del brazo. Al girarse, la oscura mirada del capitán se clavó en sus ojos.

—Lo siento, Joan —le dijo con algo que podía parecer ternura—. A mí también me caía bien el chico. Traté de suavizar la sentencia, pero sus palabras causaron resentimiento.

85

Joan corrió hasta donde tenía su caballo y cargó a toda prisa su equipaje con la ayuda de Santiago. El campamento se iba despertando cubierto de una neblina fúnebre, y en lugar de los gritos y chanzas con los que solían amanecer los soldados, aquel día hablaban en murmullos. La noticia se extendía entre las tropas españolas. El librero azuzó a su caballo hacia el camino que conducía a Nápoles y al poco pudo ver entre la bruma, a la luz del amanecer, las siluetas de las encinas que bordeaban el camino. De ellas colgaban unos frutos macabros: soldados ahorcados en grupos de cuatro y cinco. Al acercarse vio algo en lo que no había reparado en la distancia y que le erizó el vello. Entre encina y encina habían colocado a un hombre empalado en una lanza cuya base estaba bien clavada en el suelo. Los habían situado de forma que dieran la cara al camino para que la tropa pudiese reconocerlos al pasar, y mientras que los ahorcados estaban ya muertos, muchos de estos aún se debatían en su agonía.

Aceleró el paso ansiando que Diego fuera uno de los ahorcados, pero no era así; como le había adelantado Pedro Navarro, el chico había recibido el castigo máximo y era uno de los ensartados en una pica. Le habían introducido la punta de la lanza por el ano con la intención de que traspasase sus vísceras y a través del cuello llegara a la cabeza. Sin embargo, eso raramente se conseguía y, como en el caso de Diego, la punta de la lanza aparecía por algún otro lugar del cuerpo. La base de su pica estaba firmemente sujeta al suelo y esta se elevaba en vertical traspasándole en su salida la parte superior del pecho a la altura del omoplato izquierdo. Su cuerpo había resbalado por el asta, sus piernas habían cedido y se encontraba de rodillas sobre un charco de sangre.

Joan bajó de su caballo de un salto y se acercó al chico, pero un soldado le detuvo.

—Si le tocáis, seréis ahorcado —le advirtió.

Joan apartó al hombre de un manotazo y, acercándose a su amigo, observó que respiraba fatigosamente con la boca entreabierta. Al oír la voz del guardia abrió unos ojos vidriosos, reconoció a su patrón y, haciendo un esfuerzo, murmuró:

—Don Joan.

—Sí, hijo —dijo este con un nudo en la garganta.

—No me dejéis.

—No lo haré. Me quedo contigo.

—Tengo sed.

Joan buscó el odre que colgaba de su caballo y le quitó el tapón con la intención de darle de beber, pero el soldado le detuvo.

—Os dije que si le tocáis, seréis ahorcado.

Joan le dio un empujón y le advirtió con fiereza:

—Pues mira hacia otro lado. Porque si he de ser ahorcado, antes te mato a ti.

El soldado le observó. Joan tenía el odre en la mano derecha y con la izquierda había sacado el puñal. El hombre contempló a Diego unos instantes, movió la cabeza con pesadumbre y dijo:

—Daos prisa. Que no os vean.

Dio unos pasos hacia la encina que tenía a sus espaldas y se quedó mirando a los ahorcados como si no los hubiera visto antes. Con sumo cuidado, para que no se atragantase, Joan derramó agua en la boca del chico hasta que este pareció saciado. Guardó el odre y quedaron en silencio. De cuando en cuando, Diego temblaba quejándose mientras la sangre goteaba por sus piernas hasta el suelo. Joan deseaba que muriera pronto y que dejase de sufrir.

—Don Joan —musitó Diego sin abrir los ojos.

—Dime, Diego.

—Os suplico un favor.

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