Tierra de Lobos (17 page)

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Authors: Nicholas Evans

Hacía dos días que Luke había topado con el ternero muerto, rodeado de huellas recientes de lobo y algunos excrementos. Había arrastrado el cadáver hasta el fondo del barranco y lo había tapado con piedras. En cuanto a las huellas, las había barrido con una rama de pino. La operación final había consistido en hacer desaparecer los excrementos. Luke no había previsto que nadie echara en falta al animal antes del otoño, cuando bajaba el ganado y se hacía el recuento de cabezas.

Al acercarse a la puerta de la cocina oyó conversar a los comensales. Clyde hablaba con Ray y Jesse, dos jornaleros que estaban colaborando en la siega, y les contaba entre risas lo que había dicho Nat Thomas, pero se quedó callado en cuanto vio a Luke. Todos se volvieron hacia el muchacho. Su padre presidía la mesa.

—Hola, Luke —dijo—. ¿Has dormido bien?

—Esta... ta... ba...

—Siéntate a comer, que se está enfriando.

Luke se sentó al lado de Ray, que lo saludó con la cabeza.

—¿Qué tal va eso, Luke?

—Bi... bi... bien.

Su madre le estaba cortando un trozo de pastel de carne, uno de los pocos platos de carne que le gustaban. Luke, sin embargo, no tenía hambre. Casi todos habían acabado.

—Bueno, a lo que iba —prosiguió Clyde—. Eso que empieza a rascarse la cabeza y a ponerse nervioso, diciendo que si se lo ponen difícil, que si esto, que si lo otro, y entonces va Buck y le dice: «De viejo no se ha muerto, eso seguro.»

Clyde se echó a reír como loco, y los jornaleros también. Luke sabía que su padre lo estaba mirando, pero mantuvo la vista fija en el plato, que su padre llenó de ensalada y patatas antes de ponérselo delante y empezar a servir por segunda vez a los jornaleros.

—Bueno, Luke —dijo su padre—, ya sabes que hemos encontrado un ternero muerto.

Como tenía la boca llena, Luke asintió con la cabeza. Su padre esperó a que contestara.

—Sí. ¿Do... do... dónde lo habéis encontrado?

—Por Ripple Creek —dijo Clyde—. ¿Sabes el barranco que hay paralelo a la parte baja del prado?

—Ajá.

—Pues ahí encima.

Advirtiendo que era una cuestión familiar, los jornaleros se concentraron en la comida. Buck no había dejado de mirar a su hijo.

—¿No me habías dicho que inspeccionabas la zona a diario? —preguntó.

—Sí, pe... pe... pero no siempre bajo al barranco. Voy siguiendo el borde.

—Es donde estaba, en el borde, en pleno descampado.

Luke supuso que algún animal había encontrado el cadáver y vuelto a llevarlo arriba. ¿De qué animal podía tratarse? Quizá habían vuelto los lobos.

—¿Qué lo ma... ma... ma...?

—¿Que qué lo mató?

—Sí.

—A Nat Thomas le parece que un lobo. El tal Prior está intentando localizar a Bill Rimmer para venir juntos esta tarde. Lo que me preocupa es saber cuántos terneros muertos hay aparte de éste.

—No creo que haya...

—Dijiste que te apetecía hacerlo, Luke. Si quieres seguir con el trabajo tendrá que ser como Dios manda. ¿De acuerdo?

Luke asintió con la cabeza.

—Sí.

—De lo contrario tendremos que hacer que se encargue Jesse.

—¡Uf! —dijo Ray, pasándose la mano por la frente con una sonrisa—. ¡Qué bien! Al menos no me comerán los lobos.

La risa general atenuó un poco la tensión del ambiente. Primero se levantó Buck y después Clyde, como atado a él por hilos invisibles.

—De todos modos lo más seguro es que no haya sido un lobo —dijo la madre de Luke.

—Pues Nat Thomas no opina lo mismo —contestó Buck mientras se ponía el sombrero.

Su mujer siguió fregando platos sin mirarlo.

—Si le das diez dólares Nat Thomas jurará que ha sido el ratoncito Pérez.

Cuando oía a su madre decir esas cosas, Luke se daba cuenta de lo mucho que la quería.

Pese a las muchas cosas que le había contado Dan sobre él, Helen se llevó una sorpresa al conocer a Buck Calder. Su presencia física era abrumadora. Hacía que los demás parecieran remoras alrededor de un tiburón.

Dan hizo las presentaciones en casa de los Calder, diciendo a Buck que Helen acababa de incorporarse al equipo para ayudarlos a encontrar al lobo (en singular). Buck dio la mano a Helen, una mano enorme y más fría de lo normal, y tardó un poco más de la cuenta en retirarla, mirando fijamente a la joven con sus ojos claros. La mirada era tan directa, tan íntima, que Helen no pudo evitar sonrojarse. Cuando Buck le propuso ir hasta el prado con la camioneta, Helen contestó con cierta precipitación que no, que no se molestara, que ya subiría con Dan y Bill Rimmer. Después, en el coche, Dan se dedicó a gastarle bromas.

—Tú te lo has perdido, Helen.

—¡Uf! Mi madre diría que tiene «ojos de cama».

—¿Ojos de cama? —inquirió Bill.

—Sí. La primera vez que se lo oí era muy pequeña, y pensé que significaría algo así como cara de sueño, qué sé yo. Hasta que un día me oyó decir a Eddie Horowitz, el hijo de los vecinos, que tenía ojos de cama. Ese día me llevé una bofetada.

Bill Rimmer rió a carcajadas. Parecía simpático.

La llamada del yerno de Calder a la oficina había coincidido con el momento en que Helen y Dan, que tenían intención de ir a ver la cabaña, cargaban en la Toyota el equipo de Helen y la tonelada de provisiones que acababan de comprar en el supermercado. Todo se había quedado en la camioneta.

Y ahí estaban, junto a la supuesta víctima del lobo, con las botas metidas en un hervidero de saltamontes.

Bill Rimmer estaba de rodillas delante del cadáver, examinándolo sin prisas. Al lado de Helen, Dan manipulaba la cámara de vídeo. Al otro lado de los restos, Calder y su yerno aguardaban el veredicto.

A Helen le pareció una farsa, y a Dan también, a juzgar por cómo la había mirado de reojo al retirar Clyde la lona y emprender el vuelo un número de moscas suficiente para dejar a la vista los despojos del ternero. Quedaba demasiado poco para averiguar de qué había muerto. Tanto podían haberle pegado un tiro como podía haberle fallado el corazón.

Se oyó un relincho. Helen miró al fondo del barranco y vio acercarse a caballo al hijo de Calder. Ya lo había visto antes en la casa, pero nadie se había tomado la molestia de presentárselo. Se había fijado enseguida en lo guapo que era, y le había parecido raro verlo escuchando en un rincón, sin intervenir en las explicaciones de su padre y Clyde.

En cierto momento Helen lo había sorprendido mirándola con aquellos ojos verdes tan penetrantes. El muchacho había apartado la vista de inmediato, a pesar de la sonrisa que le dirigían. Después lo habían adelantado con la camioneta, y Dan había explicado a Helen quién era.

Luke desmontó bastante antes de llegar y se quedó al lado del caballo, acariciándole el cuello. Helen volvió a sonreírle; esta vez el chico la saludó con la cabeza antes de mirar a los demás.

Rimmer se había levantado.

—¿Y bien? —preguntó Calder.

Rimmer respiró hondo antes de contestar.

—¿Dice usted que esto es lo que vio Nat Thomas por la mañana?

—Hará unas tres horas.

—Pues no entiendo cómo puede decir que lo mató un lobo.

Calder se encogió de hombros.

—Cuestión de experiencia, supongo.

Rimmer pasó por alto el insulto.

—Verá, señor Calder, de esto no puede deducirse gran cosa. Podemos llevárnoslo y someterlo a una serie de pruebas...

—Creo que sería mejor que lo hiciera Nat —lo interrumpió Calder.

—Eso tendríamos que decidirlo nosotros; de todos modos, dudo que las pruebas proporcionen algo más que una aproximación. Tanto Dan como Helen han visto bastantes casos de reses atacadas por depredadores. ¿Tú qué dices, Dan?

—Pues me temo que lo mismo.

—¡Vaya, qué sorpresa! —repuso Calder con tono sarcástico—. ¿Y usted, señorita Ross? ¿Tiene inconveniente en emitir su opinión?

Helen volvió a sentir él poder de la mirada de Calder. Carraspeó, confiando en que su voz no delatase su nerviosismo.

—No puede afirmarse que no haya sido un lobo, pero tampoco quedan indicios de lo contrario. ¿Alguien ha buscado huellas antes de llenarse el suelo de pisadas?

—Pues claro —dijo Clyde a la defensiva, dirigiendo a su suegro una mirada fugaz—. Es un terreno demasiado duro, con demasiadas rocas.

—¿Y excrementos?

—No, de eso tampoco había.

Dan tomó la palabra.

—Si nos hubiera llamado primero a nosotros, señor Calder, tal vez hubiéramos podido...

—A quien llame o no es cosa mía —replicó Calder con dureza—. Y, con todos los respetos, creo que la opinión de Nat Thomas es bastante más objetiva que la de otros, y no miro a nadie.

—Lo que quiero decir es que entiendo que haya querido hacer subir a Nat, pero si...

—¿Dice que lo entiende?

—Sí.

—Pues yo creo que los del gobierno no entienden nada. Dejan lobos sueltos, permiten que maten a nuestros animales domésticos y ahora a nuestro ganado, y encima hacen ver que la culpa no es suya.

—Mire, señor Calder...

—No me convierta en su enemigo, Prior. No sería buena idea.

Calder volvió la vista hacia el valle, y nadie dijo nada durante un rato. Un águila chilló en lo alto de las montañas. Calder sacudió la cabeza, miró el suelo y empujó una mata de salvia con la punta de la bota. Los saltamontes se dispersaron.

A Helen le pareció increíble. Todos los presentes eran personas adultas, y aun así Calder los tenía pendientes de sus palabras, como colegiales traviesos en el despacho del director. Siguieron mirándolo en espera de que dijera algo, hasta que Calder dio señas de haber llegado a una conclusión.

—Bueno —dijo, y después de otra pausa miró a Dan—. Bueno. Dice usted que esta jovencita va a dedicar al tema todos sus esfuerzos.

Se limitó a señalar a Helen con la cabeza, sin dignarse ponerle los ojos encima.

—En efecto.

—Entonces más vale que lo haga bien y rápido. Porque le diré una cosa, señor Prior: si pierdo otro ternero puede que tengamos que tomar cartas en el asunto.

—Supongo que no hace falta que le recuerde la legislación sobre...

—No señor, ninguna falta.

Dan y Calder intercambiaron miradas hostiles, y ninguno de los dos estaba dispuesto a ser el primero en apartar la vista. Helen se dio cuenta de que Dan estaba fuera de sus casillas. No la habría sorpendido verlo saltar por encima del cadáver para dar al ranchero un puñetazo en la mandíbula. De repente Calder sonrió como si nada y, mostrando a Helen su blanca dentadura, reactivó todo su encanto.

—¿De modo que va a vivir ahí arriba, al lado de Eagle Lake?

—Eso es. Subiré ahora mismo.

—Puede ser un lugar muy solitario.

—Estoy acostumbrada a la soledad.

Calder le dirigió una mirada de contenido tan explícito como si le hubiera dicho: «¿En serio? ¡Una monada como tú!» Era como esos tíos libidinosos que tocan la rodilla a sus sobrinas.

—Pues nada, Helen, cualquier día de éstos se viene a casa a cenar y nos explica cómo le va.

Helen sonrió.

—Muchas gracias. Será un placer.

Capítulo 11

Helen dedicó el resto del día y tres cuartos del siguiente a deshacer el equipaje y convertir la cabaña en un lugar más o menos habitable. Sin la ayuda de Dan habría tardado todavía más.

En sitios peores la habían metido. La cabaña tenía unos catorce metros cuadrados y estaba hecha de troncos, con una ventana en cada pared y un techo que no tardaría en pedir a gritos una buena reforma. En uno de los rincones había una estufa cuya parte superior podía usarse para cocinar. Al lado de la estufa Dan había dejado una caja con leña para un mes, además de dar a Helen una sierra mecánica para cuando necesitara más. También había un hornillo de gas Coleman con doble llama.

—¡Oye, puedo organizar cenas y todo! —dijo Helen.

—Sí, para tu nuevo amigo Buck Calder.

—¡Dan, por favor!

Al lado de la estufa, una estantería destartalada albergaba una colección de tazas, tazones y platos, todos en mal estado y con el logotipo del Servicio Forestal, por si a alguien muy desesperado se le ocurría robarlos. Aparte de las cortinas, que de tan finas parecían telarañas y amenazaban con hacerse trizas con sólo tocarlas, los únicos adornos eran un mapa plastificado de Hope y unas cacerolas de hierro renegridas colgadas con clavos encima del fregadero. Éste, tan maltrecho como todo lo demás, estaba equipado con una elegante bomba, y desaguaba en un cubo un poco menos elegante. El agua salía de un contenedor de plástico de veinte litros que había que llenar en el arroyo. En el rincón opuesto había dos literas, dotada la inferior de colchón, sábanas y cojines nuevos por obra y gracia de Dan. Sólo había dos muebles más: un viejo armario ropero y una mesa de madera con dos sillas.

En el suelo de tablones había una trampilla.

—¿Abajo qué hay?

—Nada, el sótano. El cuarto de la lavadora, la sauna... Lo normal, vaya.

—¿Y jacuzzi no?

—Lo instalan la semana que viene.

Al abrir la trampilla, Helen encontró un cubículo de cemento de un metro cuadrado de superficie y metro y medio de profundidad. Servía para evitar que se congelara la comida en invierno y se calentara demasiado en verano.

El único lujo era un pequeño generador japonés que Dan había instalado fuera, al lado de la puerta, para que Helen pudiera cargar su ordenador portátil, su aparato de música y el teléfono móvil proporcionado por el propio Dan. Este dijo que en teoría se podía conectar el móvil al ordenador para recibir e-mails. El problema era que los móviles no funcionaban muy bien en las montañas; la mitad de las veces no se cogía señal. De todos modos, a Helen no le molestaba la idea de estar aislada. Dan tenía previsto ponerle un buzón de voz para facilitar el contacto.

Detrás de la cabaña había una caseta de troncos y junto a ella una especie de ducha improvisada, consistente en un cubo de metal con el fondo agujereado. Varios pájaros habían hecho nido en él, pero bastaría con que Helen lo limpiara un poco para que volviera a funcionar.

—He procurado ordenarlo todo un poco —dijo Dan.

—Está muy bien. Gracias.

—Y diga lo que diga tu amigo Buck Calder, te garantizo que no vas a estar sola.

—¿Cómo que no?

Dan le enseñó las trampas para ratones que había puesto detrás de la estufa y debajo de las literas. Todas habían saltado, y ya no tenían cebo. Tampoco ratones.

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