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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (21 page)

—¿Ves que aquí vuelve a haber huellas? Son del mismo animal, y en la misma dirección.

—¿Estás seguro?

—Sí. Lo que hizo saltar la trampa después barrió el camino. He visto lobos muy listos, pero tanto no.

Buscaron huellas alrededor del sendero, pero había demasiadas piedras y maleza. En la siguiente trampa volvieron a encontrar lo mismo: el mecanismo había saltado y el suelo estaba intacto.

No así en la tercera. Había huellas de lobo, y excrementos justo encima de la trampa. Helen gritó de alegría.

—¡Aleluya! ¡Al menos no se ha marchado!

Rimmer miró el suelo con expresión ceñuda.

—No, pero dudo que la haya hecho saltar él. ¿Ves estas huellas? No hay indicios de que la haya tocado con la pata, ni de que haya dado un brinco al saltar el resorte. Más bien parece que se haya parado a olerlo de camino y haya seguido adelante después de hacer sus necesidades.

—¿Quieres decir que cuando ha pasado ya estaba desactivada?

—Yo diría que sí. Parece que hayan barrido antes de llegar él. Por eso se ven tan bien las huellas.

Rimmer sacó una bolsa de plástico del bolsillo y se cubrió la mano para recoger los excrementos. Después dio la vuelta a la bolsa y se la pasó a Helen.

—Al menos te ha dejado un regalo.

Rastrearon las inmediaciones de la trampa. Rimmer se puso en cuclillas y olisqueó una mata de hierba.

—¡Qué olor más raro! Parece amoníaco. —Arrancó la hierba y se la dio a oler.

—Sí, y a algo más. ¿No podría ser gasolina?

Siguieron buscando hasta que él encontró una rama de artemisa recién arrancada y cubierta de polvo. Se la enseñó a Helen.

—Mira, la escoba. Por aquí hay alguien con ganas de jugar.

Por la tarde, al entrar en la ducha, Helen siguió dando vueltas al misterio.

Había conseguido que la ducha funcionara a la perfección, y estaba orgullosa de sus modificaciones: mamparas nuevas y una puerta con bisagras lo bastante baja para ver el lago (también a cualquier oso que tuviera la mala sombra de pasar por ahí). Pero lo mejor era el recipiente de plástico de veinte litros que había montado en el árbol por encima del cubo agujereado. Como había atado una cuerda a un lado del recipiente, sólo tenía que tirar de ella para hacerlo volcar y llenar el cubo; y si bien estaba segura de que se le caería encima el día menos pensado, por lo menos tenía ocasión de ducharse más tiempo, por mucho que el agua estuviera tan rematadamente fría que la dejaba a una azul de pies a cabeza.

Al coger la toalla le castañeteaban los dientes. Lo único que le gustaba de haberse cortado tanto el pelo era que podía secárselo en cinco minutos.

¿A quién podía interesarle manipular las trampas?

Todos los rancheros a quienes había ido a ver querían que limpiara la zona de lobos, y cuanto antes mejor. No tenía sentido. ¡A menos que fuera una broma! Se enrolló la toalla en la cabeza y volvió a la cabaña.

Una vez vestida se preparó un poco de té, encendió el ordenador e introdujo la localización de las seis trampas reactivadas con ayuda de Bill Rimmer. Pasó largo rato mirando el mapa del cañón donde habían encontrado las últimas. Después hizo «clic» con el ratón para pasar al mapa siguiente. Acercó la taza a sus labios sin apartar la vista de la pantalla, y acto seguido mordió una manzana grande y roja que tenía mucho mejor aspecto que sabor. De repente se fijó en algo.

Al sur del cañón había un viejo camino de leñadores cuya existencia ignoraba, porque siempre llegaba desde el norte y no se había tomado la molestia de explorar la otra vertiente. Volvió a hacer «clic» y amplió el mapa para ver a dónde llevaba el camino. Después de unos ocho kilómetros de curvas por el bosque bajaba por un desfiladero abrupto hasta llegar a una casa situada en lo alto del valle. Helen ya sabía quién era el propietario de la casa, pero quiso cerciorarse y la seleccionó con el ratón. Aparecieron las palabras «Rancho Harding».

¡Qué extraño que no se le ocurriera antes! Quizá aquellos dos chicos le tomaban el pelo; de todos modos, sus sospechas sólo se sustentaban en el hecho de no conocer a nadie más antipático que ellos en las tres semanas que llevaba en la cabaña.

Media hora después pasó con la camioneta junto a una señal rota de PROPIEDAD PRIVADA-PROHIBIDO CAZAR-PROHIBIDO EL PASO. Sorteó los baches del camino de entrada al rancho Harding.
Buzz
, que daba botes en el asiento de al lado, casi parecía tan nervioso como ella, y Helen no tardó en darse cuenta de por qué. Dos perros el doble de grandes que él y diez veces más feroces salieron de los árboles y corrieron hacia la camioneta con los pelos del lomo erizados como aletas de tiburón.
Buzz
gimió.

Aparcó al lado de un trailer para ganado unido al suelo por las malas hierbas, al igual que otras piezas de maquinaria tan oxidadas como él. Paró el motor y se quedó sentada pensando qué hacer.

Tenía buena mano con los perros, pero en aquéllos había algo que la conminaba a no arriesgarse. Uno de los dos apoyó las patas delanteras en un lado de la camioneta, ladrando, gruñendo y babeando a la vez.
Buzz
ladró sin convicción y se echó en el asiento.

—¡Cobarde! —dijo Helen.

Daba pena ver la casa, poco más que una barraca con añadidos de épocas distintas, construidos sin duda al ritmo de los ingresos. Extrañas y caóticas ampliaciones brotaban por todos lados como un cáncer arquitectónico, sin más punto en común que un mohoso encalado. El tejado estaba cubierto de parches de cartón llenos de ampollas. Hasta había parches encima de los parches. La casa estaba acurrucada en una pared de roca viva, como si tuviera miedo de ser devorada por la naturaleza virgen.

Vio dos camionetas aparcadas cerca de la casa. Una de ellas, la negra, era la que llevaban los dos chicos. Aun así, los únicos que daban señales de vida eran los perros.

Se estaba haciendo de noche a marchas forzadas. Vio parpadear un televisor dentro de la casa. El mundo enviaba sus señales a aquel lugar dejado de la mano de Dios mediante una enorme antena parabólica, atornillada de forma precaria a la pared de roca. Dos abetos medio muertos sostenían una cuerda de la que colgaba ropa vieja, camisas y ropa interior puesta a secar, blancas siluetas inmóviles a la luz del crepúsculo.

De repente oyó un grito. Los perros dejaron de ladrar y volvieron corriendo a la casa. Se abrió una puerta mosquitera llena de desgarrones y Abe Harding salió al porche. Gritó a los perros, que se fueron por la esquina de la casa con la cabeza gacha.

Helen esperaba que Harding fuera hacia ella, pero el ranchero se quedó mirándola sin moverse.

—En fin —dijo a
Buzz
en voz baja. Abrió la puerta de la camioneta—. Allá voy.

Después de cerrar la puerta se dirigió a la casa pisando grava entreverada de malas hierbas. Ya tenía escrito el guión. Nada de empezar con acusaciones sobre las trampas. Ni siquiera pensaba hablar de ello. Tenía previsto ser el colmo de la amabilidad.

—¡Buenas tardes! —dijo con voz alta y jovial.

—Mmm.

La respuesta no se caracterizaba por su cordialidad, pero algo era algo. Cuando Helen llegó al pie de los escalones que llevaban al porche, uno de los perros se asomó por la esquina y gruñó mirándola fijamente. Abe le hizo callar con palabras bruscas. Era un hombre enjuto, todo nervio, de ojos hundidos y mirada inquieta. Llevaba un sombrero sucio de color claro, tejanos y camiseta de manga larga. Iba sin botas, con los dedos gordos del pie asomando por los agujeros de los calcetines.

Helen calculó que tendría entre cincuenta y cinco y sesenta años. Según le había dicho Ruth Michaels, Harding había comprado la casa al volver de Vietnam. Helen no sabía si atribuir a la guerra su expresión atormentada y recelosa. Quizá se debiera al hecho de vivir en un lugar tan apartado y deprimente como aquél, siempre de espaldas a la montaña.

Le tendió la mano.

—Señor Harding, soy Helen Ross, del...

—Ya sé quién es.

Harding le miró la mano, y ella temió que no se la estrechara. Por suerte acabó haciéndolo, aunque no muy convencido.

—Bonita casa.

Harding resopló con desdén. Helen no se lo reprochaba.

—¿Quiere comprarla?

Ella rió, excediéndose un poco en su entusiasmo.

—¡Ojalá pudiera!

—Por lo que dicen, ustedes los del gobierno no tienen de qué quejarse. ¡Con todo el dinero que nos sacan!

—Sí, no sé quién debe quedárselo.

Harding volvió la cabeza y arrojó un escupitajo negro de tabaco, que hizo un ruido seco al caer cerca de los escalones. El encuentro estaba yendo peor de lo que había esperado Helen. Harding volvió a mirarla.

—¿Qué quiere?

—Como sabrá, señor Harding, me han encargado la tarea de atrapar al lobo que mató no hace mucho al perro de Kathy Hicks. Sólo quería pasar a verle, como he hecho con todos sus vecinos; para saludar, presentarme... En fin...

¡Qué estúpida se sentía! Como si una rana loca se hubiera apoderado de su lengua.

—Así que todavía no lo tiene.

—Aún no. ¡Pero no será por no intentarlo! —Rió nerviosa.

—Ajá.

Dentro tenían la tele puesta. Emitían un programa de humor, y muy bueno, a juzgar por las carcajadas constantes del público. De repente Helen se dio cuenta de que alguien la observaba desde el interior de la casa. Uno de los hijos de Harding miraba por la puerta mosquitera, que debía de dar a la cocina. Su hermano no tardó en sumarse a él. Ella siguió adelante sin hacerles caso, con toda la buena disposición de que fue capaz.

—Claro que para averiguar si sigue cerca y qué se propone...

—Supongo que comerse a nuestras vacas. Dicen que ya se ha cargado a uno de los terneros de Buck Calder.

—De los restos del animal no podía deducirse que...

—Tonterías. —Harding sacudió la cabeza y miró hacia otro lado—. ¡Si es que son ustedes...!

Helen tragó saliva.

—Algunos rancheros, entre ellos el propio señor Calder, han tenido la amabilidad de darme permiso para entrar en sus tierras. Para buscar huellas, excrementos... Esa clase de cosas. —Intercaló una risa sin saber por qué—. Siempre y cuando, eso sí, tenga mucho cuidado, cierre todas las puertas... En fin, que quería saber si a usted le importaría dejarme...

—¿Fisgonear en mis tierras?

—Fisgonear no, sólo...

—Y un cuerno.

—Ya...

—¿Cree que voy a dejar que el maldito gobierno entre en mis propiedades como Pedro por su casa, metiendo las narices en lo que sólo me importa a mí?

—Sólo quería...

—Está como una cabra.

—Perdone.

—Largo de aquí.

Los dos perros se asomaron por la esquina. Uno de ellos se puso a gruñir hasta que Abe le dijo que se callara. Helen miró de reojo la puerta mosquitera y vio sonrisas burlonas en los rostros de los dos muchachos. Sonrió al ranchero sin arredrarse.

—Pues nada, lamento haberlo molestado.

—Largo he dicho.

Helen dio media vuelta y emprendió el regreso a la camioneta. Se oyó otra tanda de carcajadas televisivas. Le temblaban las rodillas. Confió en que no se le notara. De repente oyó ruido a sus espaldas, y el primer perro arremetió contra ella sin darle tiempo a volverse. El impacto la derribó.

Enseguida los tuvo a los dos encima, uno en el muslo y otro en el tobillo, gruñendo de forma horrible mientras le hincaban los dientes en el pantalón. Helen se puso a chillar y dar patadas. Harding ya había echado a correr hacia los perros, llamándolos a gritos.

Pararon tan de repente como habían empezado, y se fueron al trote, arrepentidos. Harding les arrojó una piedra. Un gañido dio fe de su puntería. Helen se quedó estirada en el suelo, recuperándose del susto. Tenía roto el pantalón, pero no parecía que hubiera sangre. Se incorporó.

—¿Se ha hecho daño?

El tono de la pregunta no transmitía mucha preocupación. Harding estaba de pie junto a ella.

—Creo que no.

Una vez de pie, Helen se quitó el polvo de la ropa.

—Entonces ya puede irse.

—Sí, creo que sí.

Caminó hacia la camioneta sin perder de vista a los perros. Sólo se sintió a salvo después de sentarse y cerrar con un portazo.

Casi era de noche. Antes de entrar en casa, Harding esperó a que Helen hubiera dado media vuelta. Los faros de la camioneta lo iluminaron por espacio de unas décimas de segundo. Helen recorrió el camino de entrada con el corazón en un puño, a punto de llorar. Y lloró, lloró hasta llegar a la cabaña.

 

Capítulo 13

La feria de Hope había conocido tiempos mejores. Ocupaba un prado reseco en los aledaños de la ciudad, y durante casi todo el año era refugio de conejos, roedores y algún que otro grupo de rebeldes de instituto con ganas de usarlo para sus peligrosas carreras de medianoche.

Las vallas que delimitaban los corrales y la pista de rodeo llevaban años sin recibir una mano de pintura, y las gradas estaban tan viejas y agrietadas que sólo se atrevían a sentarse en ellas los más optimistas o temerarios. Dispuestas por todo el perímetro sin orden ni concierto, las casetas para expositores sufrían el azote de los vientos invernales, que habían combado sus tejadillos de tal modo que varias clases de pájaros los usaban para anidar.

En tiempos pretéritos, el recinto había vibrado durante todo el año con mercadillos de artesanía y concursos de tiro, así como desfiles y rodeos varios. Eran los tiempos en que cada año se celebraba una Reunión de Hombres de las Montañas, a la que acudían de más de un estado vecino gentes de la farándula con barba y zamarra; también un Festival de la Criadilla que gozó por un tiempo de popularidad todavía mayor, salvo quizá entre los terneros que suministraban el manjar, servido eufemísticamente como «ostras de la pradera», VENGA A HOPE Y DIVIÉRTASE UN HUEVO, anunciaban los carteles; pero con el paso de los años cada vez hubo menos gente dispuesta a seguir el consejo.

Algunos festejos se habían extinguido por sí solos, mientras que otros se habían trasladado a terrenos más salubres. El único superviviente de cierta enjundia era la Feria y Rodeo del Día del Trabajo, y aun ésta había sufrido la competencia de otras poblaciones. Obligada a cambiar de nombre y fecha, había pasado a celebrarse a mediados de septiembre, viendo menguada su duración de tres días a un único sábado.

Era costumbre que la feria culminara con un concierto y una
fondue
en que se usaban horcas de campesino para atravesar y hundir en bidones de aceite hirviendo trozos de carne de buey del tamaño de un perro faldero. En años anteriores el cartel del concierto había incluido a estrellas del country de cierto renombre; no así la edición que estaba a punto de celebrarse, ya que los principales artistas invitados eran Rikki Rain y sus Astrosos Vaqueros, procedentes ni más ni menos que de Billings. Para colmo de males, llegó a temerse que el grupo se marchara sin haber tocado ni una nota.

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