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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (22 page)

La cosa fue así: tras aparcar las dos furgonetas con el logotipo del grupo al lado de los corrales, lo primero que vio Rikki al bajar fue un cartel donde alguien había escrito «¿Quién?» debajo de su nombre.

Buck Calder y los miembros del comité organizador que habían ido a recibirla tuvieron que escuchar vehementes consejos sobre dónde meterse su asco de feria, si es que podía llamarse feria a cuatro gatos haciendo el gilipollas. Se procedió a retirar el cartel de la discordia con la mayor presteza. Al final, el sol del atardecer, el olor a carne ensartada en horcas y las artes de seducción de Buck Calder consumaron el milagro.

Eleanor estaba tomando un té helado en uno de los tenderetes, atenta al punto de la multitud en que se encontraba su marido. Buck tenía a Rikki cogida por la cintura. La cantante se dedicaba a sacudir sus rizos de rubia oxigenada y reírse a carcajadas de lo que le decía su acompañante. Llevaba camisa negra, camperas rojas y unos tejanos blancos tan apretados que Eleanor temía por su circulación.

—No sabía que se hicieran prótesis dentales tan buenas —dijo Hettie Millward al ver qué miraba Eleanor—. La verdad, me parece bastante más astrosa ella que los Vaqueros.

Eleanor sonrió.

—No te esfuerces, Hettie.

—¡Si es verdad! A propósito, no sabía que Buck estuviera en el comité de este año.

—No, si no está, pero ya lo conoces: siempre a punto para rescatar a jovencitas en apuros.

—¿Jovencita esa? Fíjate en lo desabrochada que lleva la camisa. ¡Si está más arrugada que yo! La ropa que lleva debe de ser de su hija.

—Sí, de cuando tenía cuatro años.

Se echaron a reír. Hettie era la mejor amiga de Eleanor, la única que sabía algo de cómo estaban las cosas entre ella y Buck. Era una mujer campechana y metida en carnes, siempre en guerra con su peso, aunque no parecía que la derrota le sentara demasiado mal. Su marido Doug, amigo de Buck, era uno de los rancheros más populares y respetados de Hope.

Cambiando de tema, Eleanor se interesó por los planes de boda de la hija de Hettie, que parecían cambiar cada semana. Lucy pensaba casarse en primavera y quería celebrar «la boda del milenio» en presencia de todo Hope. Según explicó Hettie a Eleanor, la última locura que se le había ocurrido a su hija era organizar una ceremonia a lomo de caballo. Todos irían montados: los novios, el padrino, las damas de honor... ¡Hasta el cura! ¡Cielo santo! Hettie declaró que el desastre estaba cantado.

A continuación consultó su reloj de pulsera y dijo que tenía que ir a buscar a sus dos hijos, que acababan de ganar los lazos azules en el concurso de terneros. Sus reses iban a subastarse, y estaba a punto de empezar el desfile en el ruedo central.

—Charlie aspira a un mínimo de doce dólares el kilo. Yo le he dicho que ni con ochenta se compensaría todo lo que nos han hecho sufrir esas bestias. ¡Tengo unas ganas de quitármelas de encima! Hasta luego, cariño.

Eleanor se acabó el té y fue a ver las casetas de la feria, cuyo deterioro se disimulaba con banderitas de colores. Había toda clase de artículos, desde placas para perros a botes de jalea de cereza virginiana hecha en casa. Una de las casetas había sido transformada en tipi, y tenía fuera a un grupo de muchachas que aguardaban entre risas a que un «auténtico curandero indio» les predijera el futuro. Más allá, un grupo de niños más pequeños (y más ruidosos) tiraba esponjas mojadas a dos voluntarios del cuerpo de bomberos local, que sonreían con estoicismo tras sus caretas de Daniel Boone y Davy Crockett.

Eleanor llevaba muchos años sin asistir a la feria, a diferencia de Buck, que nunca se la perdía. Los espectadores de cierta edad se acordaban perfectamente de las hazañas del joven Calder en el rodeo. Eleanor había dejado de ir después del accidente de Henry, por miedo a ver la cara de su hijo entre la multitud de jóvenes, unos esperando a enseñar sus novillos, otros apiñados delante de los tenderetes de salchichas y refrescos.

No obstante, había sido idea suya alquilar una caseta para Paragon. Dirigió sus pasos hacia ella, contenta de que el dolor no le hubiera tendido ninguna emboscada. De hecho se enorgullecía de que una de sus primeras sugerencias como socia de Ruth hubiera tenido tanto éxito. El buen tiempo había provocado una gran afluencia de público. Llevaban vendido en un día lo que la tienda en toda una semana, y cubrían de sobra los cincuenta dólares de alquiler de la caseta.

Nada más llegar advirtió que Ruth estaba mirando algo con cara rara, casi de rabia. Vio que el blanco de su mirada era Buck, que seguía haciendo el ridículo con la cantante.

Le pareció conmovedor que se preocupara tanto.

Buck deseó éxito a Rikky y los Vaqueros y dijo que ya se verían después del concierto, aunque tenía sus dudas. Rikki estaba mucho mejor de lejos que de cerca, además de que podía haberse ahorrado lo de guiñarle el ojo antes de entrar en la furgoneta. Bastante tenía con ver hablar a su mujer y su amante como si fueran amigas de toda la vida. Más problemas no, gracias.

Había estado a punto de aprovechar que Eleanor iba a beber algo al chiringuito para hablar a solas con Ruth, pero justo entonces había surgido el problema de Rikki Rain y su amor propio herido. Ya no estaba a tiempo. ¡Qué difícil era a veces ser miembro destacado de la comunidad! Notando que su mujer lo observaba, se alejó en dirección opuesta.

Buck era muy aficionado a la feria y el rodeo, pese a que ya no tuvieran nada que ver con los de su infancia. En aquellos tiempos asistía el condado en pleno, junto a un nutrido público de variada procedencia. Era la época en que uno podía enorgullecerse de haber ganado un premio en el rodeo; no como esos chicos de hoy, que a veces ni sabían dónde estaba la cabeza de un caballo y dónde la cola. Hacía tiempo que la feria no veía un público tan nutrido como el de aquel año, pero seguía sin ser lo mismo.

Fue directo a una de las largas mesas de caballete donde se estaba trinchando la carne de la
fondue
. Al pasar junto al ruedo se fijó en un grupo de jóvenes, chicas en su mayoría, apelotonados en torno a un hombre alto con camisa azul clara y una mujer joven con la piel bronceada y un vestido blanco ceñido.

Parecía que estaban firmando autógrafos, pero Buck los tenía de espaldas y no los reconoció; sí a un fotógrafo del periódico local, que estaba haciendo fotos. El de la camisa azul dijo algo que Buck no entendió, pero que a juzgar por las carcajadas de sus admiradores era muy gracioso. Cuando la pareja se dispuso a marcharse entre sonrisas y saludos, Buck vio que se trataba de Jordan Townsend, aquel presentador de la tele que dos veranos atrás había pagado una pequeña fortuna por las tierras de los Nielsen.

Townsend tenía programa propio, aunque Buck nunca lo había visto. Al parecer visitaba su adquisición con cierta frecuencia, volando de Los Angeles a Great Falls en avión privado y cogiendo un helicóptero hasta el rancho, cuya administración había encomendado a un forastero.

Tras derribar la vieja casa de Jim y Judy Nielsen, tan acogedora, Townsend se había hecho otra diez veces mayor, dotada de un enorme jacuzzi con vistas a las montañas y un cine de verdad en el sótano, con treinta butacas.

Buck se puso a la cola para comer. En los viejos tiempos, los que servían lo habrían reconocido y le habrían traído un plato gratis rebosante de comida. Ya no. El servicio corría a cargo de dos chicos con acné a quienes no conocía.

Mientras hacía cola, vio desfilar ante la multitud a Jordan Townsend y su bombón de mujercita, como si fueran miembros de la realeza. Townsend intentaba pasar por vaquero, según la versión de Hollywood. Además de camisa tejana y pantalones Wranglers, todo ello desteñido a conciencia, llevaba un sombrero Stetson nuevo y unas botas hechas a mano cuyo precio no debía de bajar de mil dólares.

Su mujer (la tercera, según Kathy) llevaba las mismas botas, única concesión a la estética vaquera. Por lo demás, con sus gafas de sol de marca y su vestidito blanco que casi no le tapaba nada, era la imagen misma de una estrella de cine; y todas las versiones coincidían en que lo era, aunque Buck no conocía a nadie que la hubiera visto actuar en el cine. Por lo visto tenía dos nombres, uno para su actividad profesional y otro para cuando visitaba Montana de incógnito. Buck no se acordaba de ninguno de los dos.

Corría el rumor de que tenía veintisiete años, justo la mitad que su marido, pero Kathy recomendaba cierto escepticismo, diciendo que casi todas las actrices se pasan años cumpliendo esa edad. Aparte de lo dicho, el único dato que tenía Buck sobre ella (aun viéndose capaz de imaginar unos cuantos más por poco que se lo propusiera) era su último regalo de Navidad a Townsend: una pequeña manada de bisontes.

Cuando le llegó el turno, Buck pagó tres dólares a uno de los chicos por un plato de carne y judías con chile. Después se colocó a un lado de la mesa y empezó a comer, mientras la pareja maravillosa seguía distribuyendo bendiciones y sonriendo a los nativos, incluido Buck.

—Hola, ¿qué tal? —dijo Townsend.

—Bien, ¿y usted? —contestó Buck, consciente de que el presentador no tenía ni idea de a quién estaba saludando.

—De fábula. Me alegro de verle.

Townsend siguió adelante. Vaya gilipollas, pensó Buck.

La carne estaba dura y con demasiada grasa. Buck la masticó con mala cara, atento al balanceo del precioso culito de la actriz, que avanzaba junto a su consorte en dirección a la zona de estacionamiento, ambos con la expresión radiante de quien ha cumplido con su deber ante los lugareños.

Quizá estuviera mal odiar a un desconocido, pero Buck no podía evitarlo. Esa gente era la que estaba comprando todo el estado. Había zonas literalmente infestadas de millonarios, mandamases y estrellas de cine, como si no hubiera forma de ser alguien en Hollywood o Nueva York sin tener un rancho y una parcelita en la «tierra de los grandes horizontes».

De resultas de ello, el precio de la propiedad había subido de forma tan vertiginosa que los jóvenes de Montana no tenían la menor oportunidad. En cuanto a los recién llegados, algunos procuraban mantener la actividad agrícola con mayor o menor éxito, pero la mayoría no tenía ni idea o no le importaba. Para ellos sólo era un lugar donde jugar a vaqueros e impresionar a sus elegantes invitados de la ciudad.

Buck probó las judías y no le parecieron mejores que la carne. Mientras buscaba un cubo de basura distinguió el rostro atribulado de Abe Harding, que estaba acercándose entre la multitud.

Lo que me faltaba, pensó Buck.

Llevaban treinta años siendo vecinos, y aun así apenas se conocían. Las tierras de Harding cabían veinte veces en las de los Calder, y todavía habrían sobrado unas hectáreas. También eran menos fértiles, y todos sabían que Abe había contraído demasiados préstamos, motivo de que siempre estuviera al borde de la bancarrota. Con aquellos ojos atrincherados bajo una frente ceñuda, Abe parecía una morena paranoica escondida en las rocas submarinas.

—Vecino, ¿cómo va eso?

Abe asintió con la cabeza.

—Buck.

Se rascó la nariz y miró alrededor como un ladrón furtivo. Tenía la costumbre de masticar sin descanso una toma de tabaco, cuyo negro jugo asomaba por las comisuras de su boca.

—¿Tienes un rato libre?

—Por supuesto. ¿Quieres un poco de carne? Está buena.

—No. ¿Damos un paseo?

—Adelante.

Abe tomó la delantera y no volvió a hablar hasta considerarse a salvo de oídos indiscretos.

—¿En qué puedo ayudarte? —inquirió Buck.

—¿Sabes el lobo que mató al perro de Kathy?

—Sí. Parece que también se cargó a uno de nuestros terneros.

—Ya, ya me he enterado. Y el lobo ese... Era un bicho negro y grande, ¿no? —Buck asintió—. Pues he vuelto a verlo. Iba con dos más.

—¿Dónde?

—En los pastos de arriba. Habíamos subido a poner más abono. De repente oímos un aullido, y Ethan dice: «Es el coyote más raro que he oído en mi vida.» Entonces los vimos, como me llamo Abe. Eran tres, el grande y otros dos grises.

Abe hablaba moviendo los ojos todo el rato. Las pocas veces que miró a Buck apartó la vista enseguida, como si algo le revolviese las entrañas.

—¿Iban por el ganado?

—No, pero pensar sí que lo pensaban, eso seguro. Si hubiera ido armado les habría pegado un buen par de tiros. Dejé a Ethan arriba y volví a casa a buscar la escopeta, pero ya se habían marchado. Ni siquiera encontramos huellas.

Buck dedicó unos instantes a reflexionar.

—¿Se lo has dicho a esa chica, la bióloga?

—Qué va. ¿Por qué? Si hay lobos es por culpa del gobierno. La muy idiota me pidió permiso para entrar en mis tierras, pero yo le canté las cuarenta.

Buck se encogió de hombros.

—Mira, Buck, tal como están las cosas no puedo permitirme perder ni un ternero.

—Te entiendo.

—No sé si lo entiendes o no, pero es la verdad.

—Ya, Abe, pero si les pegas un tiro y te cogen podrías meterte en un buen lío. Igual hasta acabas en la cárcel.

Abe escupió saliva negra sobre la hierba amarilla.

—¡Maldito gobierno! Te arriendan la tierra, se quedan con tu dinero y después van y sueltan a esas malas bestias para que se te coman el ganado.

—Y encima te meten en la cárcel a la que intentas protegerlo. ¿Verdad que no tiene sentido?

En vez de contestar, Abe entrecerró los ojos y miró al otro lado de la feria. Los músicos estaban montando su equipo en el escenario.

—De momento lo que vamos a hacer es reunimos a primera hora y hacer bajar a las reses para vigilarlas mejor. Me interesaría saber si estás dispuesto a echarnos una mano.

—Pues claro.

—Se agradece.

—Faltaría más.

—Y palabra que como falte una se arma la gorda.

Luke sólo estaba en la feria porque se lo había prometido a su madre, pero no tenía intención de quedarse mucho tiempo. Rikki Rain y sus Astrosos Vaqueros eran buen motivo para marcharse. Llevaban tocando una hora, pero parecían dos o tres. Otra buena razón era que Luke acababa de fijarse en un grupo de compañeros de promoción entre los que se hallaba Cheryl Snyder, la chica por la que había estado colado desde el primer año de instituto.

El padre de Cheryl era el dueño de la gasolinera, y su hija una de las chicas más simpáticas del instituto, además de la más guapa. De resultas de ello solía ir en compañía de energúmenos como los cuatro que se estaban haciendo los chulos delante de ella y su amiga Tina Richie, al lado del tipi del adivino.

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