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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (26 page)

Corriente arriba, la orilla del arroyo se volvía más despejada. El viejo alce tomó esa dirección, tal vez con la esperanza de acceder a un lugar donde su astamenta no le estorbara la carrera, y donde, con algo de suerte, pudiera llegar hasta el agua; pero justo en el momento de salir de la arboleda el jefe de la manada lo alcanzó de un salto y le clavó los colmillos en la grupa.

El alce contraatacó con las patas de detrás, pero el lobo esquivó las coces sin soltar a su presa, y la hembra dominante tuvo la oportunidad que esperaba. Sus colmillos se hincaron en el flanco del alce, que tropezó en su intento de dar una coz, aunque no tardó en recuperar el equilibrio y seguir corriendo por el claro con los dos lobos colgando y zarandeándose como estolas.

Después de haber cubierto unos cientos de metros y entrar en un prado pedregoso, dejando atrás un segundo bosquecillo, los adultos jóvenes entraron en acción. Si hasta entonces se habían contentado con dejar el ataque en manos de sus padres, llegó para ellos el momento de arremeter contra el otro flanco del alce. Los cachorros corrían detrás. El más valiente daba muestras de querer participar, mientras que los otros dos preferían quedarse un poco rezagados, observando y aprendiendo.

Aprovechando que el jefe de la manada se había visto obligado a soltarlo, el alce le asestó una potente coz en el hombro con una de sus patas traseras, haciéndolo rodar por la maleza en medio de una nube de polvo. Pero el lobo se recuperó y, viendo que el alce torcía hacia el arroyo, hizo una maniobra para cortarle el paso, llegando junto a él en segundos. Entonces, con el cuerpo en torsión, se lanzó contra el cuello del alce y cerró las mandíbulas en torno al largo y barbado pellejo que colgaba de él.

El alce intentó defenderse con sus cuernos, pero el lobo era demasiado rápido. A esas alturas toda la manada parecía haberse dado cuenta de que, por muy poderoso que hubiera sido aquel animal, la edad lo había embotado y debilitado, y había llegado su hora.

Como si quisiera demostrar al alce hasta qué punto era consciente de ello, el macho soltó el pellejo y estuvo a punto de ser aplastado por las pesadas pezuñas delanteras; luego saltó para dar mejor blanco a sus dentelladas. Sus colmillos se hundieron profundamente en el cuello del alce.

Este sangraba profusamente por delante y por detrás. La sangre salpicaba las caras de los adultos jóvenes, que se ensañaban con los flancos y la grupa. Aun así, el alce siguió corriendo.

Efectuó un giro brusco hacia el arroyo y bajó dando tumbos por una cuesta empinada de sauces jóvenes que llevaba hasta el agua, arrastrando consigo a los lobos y provocando una avalancha de tierra y rocas.

El agua de la orilla apenas alcanzaba treinta centímetros de profundidad, y cuando el alce topó con el lecho del arroyo se le torció una pata y cayó de rodillas, sumergiendo al macho. No tardó en volver a levantarse. Cuando sacó el cuello del agua el macho seguía aferrado a él, chorreando agua y sangre.

Los cachorros, que acababan de llegar al inicio de la cuesta, se detuvieron a observar.

El viejo alce volvió la cabeza, quizá para ver qué les había sucedido a los demás durante su caída; la hembra joven aprovechó la oportunidad para saltarle a la cara e hincar los dientes en su hocico. El alce sacudió la cabeza y zarandeó a la loba, sin conseguir que lo soltara.

Todos sus esfuerzos se concentraron en aquellos dientes hundidos en la piel negra de su carnosa nariz. Empezó a dar trompicones a ciegas hacia la otra orilla, y olvidando dar coces a los demás lobos aferrados a él.

Como si se hubieran dado cuenta, la madre y el otro adulto joven redoblaron el vigor de sus dentelladas, primero en los flancos y la grupa y después, bajando la cabeza, en pleno vientre, mientras el jefe de la manada abría otro boquete en el cuello del animal.

Por fin, en el momento de alcanzar la orilla opuesta, el viejo alce fue vencido por el dolor y la pérdida de sangre. Le flaquearon las patas traseras y se derrumbó.

Pasó diez minutos más dando coces y forcejeando, y hasta consiguió levantarse por breves instantes y arrastrar por los guijarros a la sangrienta manada.

Cayó por última vez.

Los lobatos, meros espectadores desde la otra orilla, tomaron la caída del alce como una señal para bajar con cuidado hasta el agua y cruzar el arroyo, ansiosos de sumarse al festín.

Cesaron los estertores y sacudidas del viejo alce. La luna, que ascendía por el firmamento, se reflejó en sus ojos, negros y sin vida. Sólo entonces soltó a su presa el macho dominante. Sentado en sus cuartos traseros, apuntó al cielo con su hocico empapado de sangre y aulló.

Todos los miembros de su familia levantaron la cabeza y le imitaron, tanto los protagonistas de la caza como sus espectadores.

La muerte había ocupado el lugar de la vida; y así, a través de la muerte, la vida veía garantizada su continuidad. En aquel todo sangriento, vivos y muertos quedaban unidos por un ciclo tan antiguo e inmutable como la luna que describía su órbita por encima de sus cabezas.

Capítulo 16

Los pastos que los Calder y sus vecinos arrendaban para el verano se hallaban diseminados por las montañas, semejantes a parches cosidos por un gigante mañoso en el verde oscuro del bosque. Entre ellos, a lo largo de arroyos y barrancos, empezaban a aparecer costuras amarillas, verdes y doradas, a medida que las noches traían las primeras heladas a sauces y cerezos virginianos.

Por estas fechas todo habría estado cubierto de nieve, pero aquel último verano se estaba comportando como el invitado que no se va de la fiesta porque no tiene dónde ir, y hasta las bandadas de aves migratorias, único remedo de nube en un cielo siempre azul, parecían indecisas, como si las tentara la idea de quedarse para una última copa.

Buck Calder concedió una tregua a su caballo, aunque sin desmontar. Se detuvo en un risco que sobresalía del bosque justo encima de sus pastos. El caballo era un Missouri Fox Trotter, un noble ejemplar rucio de porte no menos orgulloso que su dueño. Mientras escrutaba el llano bajo el ala del sombrero, entrecerrando los ojos para que no lo deslumhrara el sol matinal, Buck pensó, como tantas veces, que él y su caballo parecían salidos de un cuadro. Viéndolos en aquella postura, seguro que el viejo Charles Russell habría echado mano al pincel.

Dirigió la mirada más allá de los árboles, fijándose en las huellas paralelas que habían hecho él y Clyde en la escarcha del prado, y en las que había dejado el ganado. Más abajo, a la luz brumosa del sol naciente, el valle se extendía en dirección a Hope. Junto al río, los álamos de Virginia tenían anudada a sus troncos una cinta de niebla. También sus hojas estaban amarillas, y la hierba que los rodeaba tenía el color claro de la piel de un alce viejo.

A Buck le gustaba mucho el otoño. Las cercas estaban en su sitio, el riego había concluido y todo quedaba en suspenso durante una temporada. Por fin era posible tomarse un respiro y hacer balance hasta mediados de octubre, cuando empezaba todo el trasiego de vender y enviar los terneros. Faltaban pocos días para reunir al ganado y hacerlo bajar al rancho. Buck prefería tenerlo en tierras que le pertenecieran a él y no al gobierno.

No se entienda, ni mucho menos, que los pastos de arriba fueran de mala calidad. Los que arrendaba Buck eran los más extensos y verdes. Tampoco podía quejarse de pagar mucho; de hecho, a menos de dos dólares mensuales por cabeza, salía más barato que dar de comer a un gato; pero el Servicio Forestal siempre daba la impresión de estar haciendo favores. Su manía de dar órdenes sobre cualquier tema sólo conseguía intensificar el resentimiento de Buck y los demás rancheros.

Para Buck el problema era de fondo, y no se había cansado de decirlo desde su posición de legislador del estado, y antes de ello comisionado del condado. ¡Cuántas veces había aporreado la mesa, despotricando contra el escándalo de que el gobierno poseyera una parte tan grande del Oeste, tierras que él y sus mayores, como tantos otros, habían regado con sudor y sangre! Suya había sido la increíble hazaña de llevar la civilización a aquellas tierras salvajes, plantando buena hierba y haciendo posibles los solomillos que acababan comiéndose esos malditos chupatintas en sus lujosos restaurantes de Washington capital, sin siquiera agradecérselo.

La mayoría de los rancheros sentía lo mismo, y por un tiempo Buck había creído posible fomentar una campaña para cambiar la situación. Tardó poco en darse cuenta de que era una misión imposible.

El espíritu independiente que permitía a los rancheros sobrevivir en tan duras tierras era el mismo que los volvía refractarios a todo intento de organización. Podía conseguirse que llegaran a un acuerdo, firmaran una solicitud y hasta, de vez en cuando, se indignaran lo bastante para asistir a una reunión; pero en el fondo todos se habían resignado al hecho de que el trabajo de ranchero fuera una broma cruel concebida por Dios para impartir al hombre una lección de pesimismo. La adversidad formaba parte del trato. El ser humano daba la medida de sí mismo enfrentándose a ella sin ayuda. Y a fin de cuentas, ¿no sabían todos que el gobierno seguiría en sus trece, haciendo lo que le viniera en gana con la misma altanería de siempre por mucho que se desgañitara Buck en la tribuna de oradores?

Pero hacía un tiempo que las cosas habían tomado peor cariz. Los organismos federales no se cansaban de aprobar nuevas restricciones, reduciendo la cantidad de reses que podían pastar en las tierras arrendadas y hasta diciéndole a uno lo que tenía que hacer dentro de los límites de su propiedad. Venían a analizar el agua de los arroyos, te decían que estaba sucia, y venga a poner cercas para que las vacas no pudieran beber. Después te venían con que algún animalejo raro (un hurón, un buho o a saber qué) se había hecho su casa en tus tierras, y te pedían que a ver si podías pasar unos años sin usadlas.

Se había llegado a un punto en que lo que hacía un ganadero no era únicamente cosa suya, sino de todo el mundo. El que quisiera sonarse la nariz o hacer pipí tenía que pedir permiso al gobierno, y éste nunca lo otorgaba sin consultar a los grupos ecologistas. Después de oír lo que tenían que decir esos energúmenos, pardillos de ciudad que vivían en la luna, los memos del gobierno (calcados a ellos, a fin de cuentas) se lo tomaban como palabra del Señor y montaban algún plan disparatado para seguir amargando la vida a los rancheros, cada día un poquito más. Enviaban tal cantidad de papeleo que ya no sabían dónde meterlo. Había normas y límites para todo, y multas a pedir de boca para el que las infringiera. Daba ganas de vomitar.

En fin, allá ellos. Con Buck no iban a poder. Sabía a ciencia cierta que casi todos los funcionarios con los que trataba le tenían miedo, y se divertía haciéndoles pasar un mal rato. Pero había gente más pobre, y por ende más vulnerable, como los Harding. No era fácil plantar cara a los federales sabiendo éstos que podían arruinarte con una multa, o sencillamente con las horas perdidas enfrentándote a su basura burocrática.

Viendo a Abe en la feria, Buck se había compadecido de él, no por el problema de los lobos sino por lo acosado y vencido que se le veía. Casi se sintió culpable de no haberlo ayudado más en los últimos años.

Ése era el motivo de que él y Clyde se dispusieran a reunirse con Abe en sus pastos y ayudarlo a juntar el ganado; pero antes habían subido a los del rancho Calder para ir a buscar a Luke y solicitar su colaboración.

Buck divisó a Clyde subiendo a su encuentro por el bosque. Se habían separado para no tardar tanto en registrar las partes más recónditas de los pastos. Las vacas y los terneros tenían buen aspecto, al menos los que había visto hasta el momento, pero Buck seguía sin encontrar ni rastro de su hijo.

—¿Lo has visto? —preguntó a Clyde.

—No, y no parece que haya dormido nadie en su tienda.

—¿Dónde diantre está ese chico?

—Ni idea.

Buck meneó la cabeza y miró a lo lejos. Como tantas veces, pensar en Luke le había hecho perder el buen humor. Aguardó a que Clyde hubiera subido la cuesta y, sin decir palabra, tiró con fuerza de las riendas para dar media vuelta a su caballo e internarse por el camino de leñadores que atravesaba el bosque en dirección a los pastos arrendados por Harding.

Le había parecido buena idea tener a Luke vigilando al ganado. ¡Con lo difícil que era encontrar alguna actividad que el chico pudiera realizar sin traspiés! Al principio Buck se había llevado una impresión muy favorable de la seriedad con que su hijo se tomaba el encargo, y todavía más desde que Luke había empezado a pasar la noche en los pastos. Ahora ya no estaba tan seguro.

Cada vez que subía, Clyde no encontraba al chico por ninguna parte. Luke parecía calcular la hora del regreso para no coincidir con nadie en casa, salvo dos días atrás, cuando había aparecido a la hora del desayuno con un corte en la cara diciendo que había chocado con una rama, y Eleanor lo había amonestado por enésima vez sobre el peligro de pasar toda la noche solo en la montaña.

Había veces en que Buck pensaba que Luke era un caso perdido. No podía evitar compararlo con el hijo muerto, aun siendo consciente de que era una manera segura de pasar un mal rato. Cada vez que Luke cometía una torpeza, Buck veía a Henry haciendo lo mismo sin dificultad. A la hora de la cena, viendo a Luke silencioso y con cara larga, recordaba la sonrisa inteligente de su hermano y oía el eco de su risa. ¿Qué desliz de la naturaleza era capaz de engendrar a dos hijos tan distintos a partir de la misma semilla?

Si bien todavía no daba muchas vueltas a la idea de la muerte, Buck se preguntó qué sería del rancho en los años venideros. La tradición mandaba dejarlo en manos de su único hijo y heredero, pero la tradición podía tener resultados desastrosos. Nadie en su sano juicio consideraría a Luke capaz de administrar el rancho, aun en el caso improbable de que mostrara algún interés en ello. Y, si bien Buck no lo había puesto por escrito ni había llegado a una verdadera decisión al respecto, cada vez estaba más seguro de que Clyde y Kathy eran los más indicados para tomar las riendas después de su muerte. Esa posibilidad, la de que después de tantos años las tierras de los Calder fueran gobernadas por alguien con otro apellido, era motivo de vergüenza para Buck. No había sabido engendrar a un heredero varón vivo y en plena posesión de sus facultades, alguien que diera continuidad a su linaje. Lo sabía todo el mundo.

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