Tierra de Lobos (44 page)

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Authors: Nicholas Evans

Se casaron la mañana de Navidad, con el objetivo de que tanto los novios como los invitados que por su importancia habían llegado antes tuvieran unos días para ponerse morenos como Dios manda. La ceremonia, dirigida con hábil mezcla de júbilo y solemnidad por el reverendo Winston Glover, tuvo lugar en una glorieta florida con vistas a la bahía. Más tarde, copa de champán en mano, los invitados vieron acercarse algo por la superficie azul turquesa del océano. Se trataba de un Papá Noel barbadés en motoacuática, que aparcó en la playa y se paseó entre la concurrencia sin pantalones y con las piernas mojadas, deseando feliz Navidad y repartiendo regalos con etiquetas individuales envueltos en papel de Saks Fifth Avenue, establecimiento donde la propia Courtney los había escogido atendiendo a los gustos de cada invitado. Helen recibió un neceser de imitación de piel de lagarto.

Había veinte invitados, y aparte de a su hermana Celia, Bryan y sus hijos, Helen sólo conocía al hermano menor de su padre, Garry, y a su mujer Dawn, temible experta en aburrir al personal. Helen y Celia se habían pasado los tres días huyendo de ellos, arte en que ya eran muy duchas.

Garry nunca había entendido bien en qué consistía el papel de tío, y en prueba de ello llevaba flirteando con sus sobrinas desde que habían entrado en la adolescencia. Para saludarlas les daba besos en los labios en lugar de en la mejilla, y hacía comentarios picantes que por algún misterioso motivo hacían estallar en carcajadas a Dawn. Hablando entre ellas, las hermanas los llamaban Ego (Especialista en Guiñar Ojos) y Patosa.

Helen se alegró de volver a ver a Celia y tener tiempo de estar con ella a solas (Bryan casi siempre estaba ocupado ejerciendo de padre de Kyle y Carey). Mientras padre e hijos se dedicaban con fervor a la natación, la vela o el esquí acuático, las dos hermanas se quedaban en sus tumbonas leyendo y charlando. Aparte de algún que otro paseíto hasta el mar, más que nada para refrescarse, lo más agotador que hacían era pedir otro ponche de ron a Carl, el camarero joven y musculoso de la playa.

Como era de esperar, Helen se había olvidado de llevar traje de baño, pero lo solucionó comprándose un biquini negro, el primero que encontró en la tienda del hotel. Nada más vérselo puesto Celia se comprometió personalmente a engordar a su hermana. Pasó los primeros días pidiendo toneladas de galletas, bocadillos y helados, y obligando a Helen a comérselos. Durante la cena prohibía cuantos platos bajaran del millón de calorías, y si Helen no se los acababa le daba patadas por debajo de la mesa. Poco a poco, el rigor de la campaña se había ido relajando, aunque más por lo morena que se puso Helen que por los pocos kilos engordados.

El vestido amarillo fue muy alabado, aunque Helen sólo tuvo en cuenta el comentario de Courtney, que lo calificó de «comodísimo».

Al cabo de sus duras jornadas de tumboneo, las hermanas solían dar unas brazadas hasta un pequeño pontón anclado a doscientos metros de la playa. Sentadas en la borda, con los pies chapoteando en el agua tibia, se disponían a contemplar otra puesta de sol extravagante. Lo convirtieron en el ritual de cada tarde, y la única concesión que hicieron el día de Navidad, con la boda todavía en su apogeo, fue llevarse al pontón un par de copas y una botella de champán.

—Me parece que no te cae bien —dijo Celia, llenando la copa de Helen.

—¿Quién, Courtney? Parece buena chica, pero no la conozco.

—A mí sí me cae bien.

—Mejor.

—¿Y sabes qué? Me parece que está enamorada.

—Dichosa palabreja.

Con Celia, Helen siempre se hacía la dura. En otras circunstancias su hermana la habría regañado por semejante comentario, pero hacía dos noches que Helen le había contado lo de la carta de Joel, y quizá fuera ése el motivo de que no contestara. El silencio no tardó en hacer que Helen se sintiera un poco culpable. Miró a su hermana y le sonrió.

—Perdona. Supongo que lo digo por envidia. —Bebió un sorbo de champán.

—Todo llegará —se limitó a decir Celia.

Helen se echó a reír.

—¿Que llegará el qué? ¿Un principe azul? ¿A mí?

—Estoy segura.

—Segura, dices.

—Sí.

—Pues ya sois dos. Ayer por la noche nuestra nueva madrastra me dijo que estaba segura de que al volver a Montana me enamoraría perdidamente del hombre del anuncio de Marlboro.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que ha muerto de cáncer.

—¡Mira que eres tremenda, Helen!

—La verdad es que ya lo he conocido.

Celia no respondió. Helen movió sus pies en el agua, que empezaba a ponerse oscura, aunque todavía permitía ver la cadena del ancla. Se curvaba hacia el fondo hasta hundirse en la arena, rodeada por un banco de pececillos plateados. Al volverse, Helen reparó en que Celia la estaba mirando con ojos muy abiertos, en espera de que dijera algo.

—Odio que me mires de esa manera.

—¿Qué quieres que haga si me dejas en ascuas?

—De acuerdo. Es alto, moreno, y delgado. Y tiene los ojos verdes más bonitos del mundo. Es hijo de un ranchero muy importante. Es tierno, educado y de buen corazón. Y está loco por mí.

—¡Helen! ¡Qué...!

—Y tiene dieciocho años.

—Ah... Ya. Bueno...

—«Bueno...» —repitió Helen, imitando a Celia. Siempre que la veía poner cara de profesora repipi le entraban ganas de matar.

—¿Y es...? —siguió Celia, en busca de alguna pregunta que viniera al caso—. ¿Has...?

—¿Que si me lo he tirado?

—¡Helen, por favor! Ya sabes que no me refería a eso.

—De todos modos la respuesta es no. —Hizo una pausa—. Todavía no.

—¿Por qué tienes la manía de pensar que me escandalizan esas cosas? ¿Tan reprimida te resulto? ¡Pareces verme como una especie de bruja!

—No digas eso. —Rodeó cariñosamente los hombros de su hermana—. Perdona.

Permanecieron en silencio, contemplando el horizonte. El sol se consumía en un último y fogoso estallido, antes de ser devorado por el añil del océano.

—Si es que no sé ni por qué hemos venido —acabó diciendo Celia.

—¡Caray, hermanita, qué pregunta más metafísica!

Celia perdió los estribos y se liberó del brazo de Helen.

—¡Estoy hasta el coño de que te rías de mí, Helen!

La botella de champán se tambaleó y cayó de lado. Helen nunca había visto tan enfadada a su hermana, ni le había oído decir un exabrupto tan gordo. Eso seguro.

—¡Oye, lo siento!

—Ya sé que Bryan y yo te parecemos un par de yuppies aburridos y cerrados, y que tú te crees la única que vive de verdad, siempre en primera línea de combate, haciendo cosas importantes, arriesgándote...

—No es verdad. Te aseguro que no...

—Sí es verdad. Y siempre pareces la única que se emociona de veras, la única que sabe lo que es la pasión y el dolor, la única que lo pasó mal al separarse papá y mamá. Yo sólo soy la santita, la que siempre sonríe, con su familia feliz, su casita y la vida arreglada. Pues no es verdad, Helen. A veces los demás también tenemos sentimientos, y lo pasamos mal. No sé si lo sabes.

—Sí, lo sé.

—¿Seguro? Hace dos años tuve cáncer de pecho.

—¡Qué dices!

—Tranquila. Me lo detectaron a tiempo y estoy curada del todo.

—Dios mío, Celia... No dijiste nada...

—¿Decirlo? ¿Por qué? No hay que obsesionarse. La vida sigue. Ésa es la diferencia entre tú y yo. Sólo te lo he dicho para convencerte de que no tienes la exclusiva del sufrimiento. Así que haz el favor de no esperar que te compadezcamos a todas horas.

—¿Yo?

—Sí, tú. Vas por ahí como si tuvieras un destino trágico, o qué sé yo; pero eso son tonterías. Es una pena que lo de Joel no haya salido bien, pero a lo mejor era inevitable. De hecho, igual ha sido una suerte que lo hayas descubierto ahora. Mamá y papá tardaron diecinueve años. Diecinueve años perdidos.

Helen asintió. Celia tenía razón. En todo.

—Sólo tienes veintinueve años, Helen. ¿Dónde está el problema?

Helen se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Estaba a punto de llorar, pero no porque se compadeciera a sí misma, sino de vergüenza. Se avergonzaba del cáncer de Celia, y de todas las verdades que le había dicho. Celia pareció darse cuenta de que había puesto el dedo en la llaga, y sonrió con dulzura. Ahora le tocaba a ella abrazar a Helen. Ésta apoyó la cabeza en el hombro de su hermana.

—Aún no creo que no me lo dijeras.

—¿De qué sirve hacer que la gente se preocupe? Estoy curada.

—¿Te lo extirparon?

—Sí. Mira. —Se bajó la parte de arriba del bañador, mostrando una pequeña cicatriz rosada debajo del pezón izquierdo—. ¿A que queda bien? Bryan dice que es sexy.

—Eres increíble.

Celia se echó a reír, al tiempo que se subía el bañador y recogía la botella de champán. Aún quedaba un poco, pero como no le apetecía a ninguna de las dos la dejó en el suelo y volvió a coger a Helen por los hombros. Empezaba a hacer un poco de frío.

—¿Cómo se llama?

—¿Quién?

—El chico Marlboro.

—Luke.

—¿Luke?

—Sí.

—¿Qué tal las manos? ¿Bien?

—Preciosas.

—¿Y el cuerpo? —Celia adoptó un tono insinuante—. ¿También es precioso?

—Sí.

Rieron.

—Mira lo que me regaló.

Helen enseñó a Celia el lobo de plata. No se lo había quitado desde el momento de recibirlo.

—Muy bonito.

Celia la meció en sus brazos y le acarició el pelo, como Helen le había visto hacer con sus hijos. Un pelícano se acercó planeando hasta posarse en la playa detrás de unas palmeras. Lo observaron en silencio.

—¿Recuerdas lo que dije antes, que no sabía por qué habíamos venido a Barbados? —dijo Celia.

—Sí.

—¿Pues por qué va a ser? ¡Por la boda, mujer! Courtney tiene veinticinco años y papá... cincuenta y seis, ¿no? ¿Y qué? La cuestión es que sean felices. ¿Sabes que se ha hecho budista?

—¿Papá budista? ¡Por favor!

—¡Que sí! Y ella también.

—¡Pero bueno, si trabaja en un banco! ¿En serio se ha convertido al budismo? ¡Será posible! ¿Mamá lo sabe?

Celia se echó a reír.

—¿Qué, que se ha vuelto tururú? ¡No, qué va! Pero hazme caso, Helen. Courtney es lo mejor que le ha pasado a papá desde que nació. ¿Sabes qué me dijo ayer por la noche? «Courtney me ha enseñado el secreto de la vida.»

—¿Y piensa contárnoslo?

—Me dijo que le ha enseñado a «ser».

—¿Ser qué?

—Menos ironía, que es importante. «Ser» y punto. Vivir al día. ¿Y sabes qué? Que la chica tiene más razón que un santo. Y a ti el consejo te iría mejor que a nadie.

—¿Tú crees?

—No lo creo, lo sé. En tanto que hermana, psicóloga y asesora en budismo, te digo lo siguiente: tranquilízate. Diviértete un poco. Vive al día y acepta las cosas como son. Vuelve con Luke y... Ya me entiendes.

—¿Que me lo tire?

—No tienes remedio, Helen.

La habitación de Helen estaba al final de un largo edificio de dos pisos, y tenía un balcón con vistas a la bahía. Por la noche, una vez finalizada la fiesta, dejó las puertas abiertas y escuchó el oleaje desde la cama, jugueteando con el lobo del colgante mientras pensaba en su hermana.

Había sido una revelación. Se sentía estúpida por haber subestimado a Celia desde siempre, y también un poco asustada de que la conocieran tan a fondo. Celia había dado en el blanco con lo de su «destino trágico» y tendencia a compadecerse de sí misma. No había vuelta de hoja.

En cuanto a lo que le había dicho sobre Luke, ya no lo veía tan claro. Celia se lo había aconsejado con cierto tono provocador, pero estaba segura de que lo decía en serio. El problema del consejo era su parcialidad. Reflejaba las necesidades de Helen, no las de Luke.

Hasta entonces, siempre que se había relacionado con hombres, el miedo a verse rechazada y acabar por los suelos había corrido de cuenta suya, como si le hubiera tocado en gracia ese papel. Y nunca fallaba, pensó que el miedo mismo debía de influir bastante. Por lo visto los hombres lo notaban. Con Luke, en cambio, todo era distinto.

Helen no sabía a qué atribuirlo; quizá a la edad del muchacho. El caso era que no tenía ningún presentimiento de que él pudiera hacerle daño o dejarla, y sí de lo contrario. De todos modos Luke ya estaba avisado, y había dicho que le daba igual. Entonces, ¿a qué tantas preocupaciones? ¿No había bastante con amar y ser amada? Porque quererlo sí lo quería, de eso estaba segura; y no sólo porque la hubiera salvado de la desesperación. Lo quería por él mismo, sólo que de una manera desconocida hasta entonces, y extrañamente liberadora.

Y por si fuera poco, se había llevado la sorpresa de desearlo casi tanto como parecía desearla él.

La última noche, en la cabaña, Helen le había dejado desabrocharle el vestido y besarle los pechos, y en lugar de frenarlo con buenas palabras, como mandaba la sensatez, le había abierto la camisa con dedos ansiosos y se lo había llevado a la cama. Una vez ahí había cogido la mano de Luke y se la había puesto entre las piernas, al tiempo que desabrochaba el cinturón del muchacho y se apoderaba de su virilidad, dura y ardiente. Luke había eyaculado tan rápido que le había dado vergüenza. Entonces ella lo había abrazado, y entre beso y beso le había dicho que no tenía de qué avergonzarse. Para una mujer, susurró, pocas cosas había tan hermosas como sentirse deseada con tal intensidad.

En la playa, el viento zarandeaba las palmeras. Ecos de música reggae flotaban en una brisa cálida, procedentes de alguna fiesta lejana. Se tumbó de lado y cerró los ojos, deseando que Luke estuviera en la cama con ella e imaginándoselo a cinco mil kilómetros de distancia, con frío y nieve. Siguió pensando en él hasta dormirse, y no soñó.

Luke nunca había pasado de oír unos pocos compases de ópera, casi siempre en la radio pública y buscando otra emisora. En general no tenía nada contra la música clásica. Había cosas buenas. Ahora bien, la idea de que dos personas se cantaran en lugar de hablarse siempre le había parecido un poco tonta. A veces también hablaban, con lo que resultaba todavía más raro cuando se ponían a cantar.

Desde que estaba solo en la cabaña se había acostumbrado a poner música siempre que volvía de sus rondas. Solía escoger entre los discos favoritos de Helen (Sheryl Crow, Van Morrison o Alanis Morissette), porque así tenía la sensación de estar con ella. Por una vez, sin embargo, había decidido buscar algo nuevo, y buscando había dado con la caja de discos de ópera. Puso la primera que encontró, Tosca, por mera curiosidad.

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