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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (41 page)

La nueva secuencia de mapas mostraba que los lobos habían establecido un territorio claramente definido, de unos ciento treinta kilómetros cuadrados, y que lo patrullaban cada pocos días. El extremo norte se hallaba al pie de Wrong Creek, desde donde el territorio se extendía por el sur y el este hasta el límite occidental del rancho de Jordan Townsend.

Luke hizo una superposición con otro mapa.

—Mira qué curioso. Parece que bajan a visitar a Townsend cada fin de semana.

—¡Hombre, claro! Con el cine ese que tiene...

Él se echó a reír, y en ese momento ella cayó en la cuenta de que llevaba todo el rato apoyando las manos en sus hombros.

—A lo mejor les pa... pasa películas de su novia.

—Eso. Y seguro que les sirve hamburguesas de bisonte.

—¡Mira que son peligrosos los bisontes! Yo si fuera lobo me quedaría con los ciervos.

Helen le dio unos golpecitos en la espalda.

—Pues nada, profesor, felicidades.

Luke echó la cabeza hacia atrás y sonrió a Helen, que tuvo un impulso repentino de agacharse y darle un beso en la frente. Se retuvo justo a tiempo.

—Va siendo hora de que te marches —dijo.

—Ya.

El coche de Luke estaba en el camino, aproximadamente un kilómetro más abajo del lago, en el mismo lugar donde aparcaba Helen la camioneta desde las primeras nieves. A veces, si era tarde, ella lo acompañaba al coche con la motonieve.

—¿Te llevo?

—No hace falta. Iré esquiando.

Mientras Luke se abrigaba para salir, Helen se dedicó a ordenar la cabaña, confiando en disimular la turbación que le había producido la mirada del muchacho.

¿En qué clase de beso había estado pensando? ¿De hermana? ¿De madre? ¿U otro muy distinto? Desechó la idea por ridicula. Luke era un amigo con quien se encontraba a gusto. Así de sencillo. A diferencia de Joel, nunca la juzgaba ni la criticaba. La había cuidado y ayudado a salir del abismo.

Helen conocía los sentimientos de Luke, a quien había sorprendido más de una vez mirándola de modo inequívoco. Se le notaba a la legua que estaba un poco enamorado. Y Helen tenía que admitir que en ocasiones (como aquella misma noche, sin ir más lejos) sentía algo similar. Añoraba los momentos de bienestar físico que le había deparado su abrazo en los días de mayor desesperación, tras recibir la carta de Joel. Añoraba la sensación de poder llorar refugiada en su pecho.

No obstante, sus emociones seguían en carne viva, hechas añicos. Era capaz de pasar de la euforia a la desesperación en menos de un segundo. En todo caso, la idea de que sucediera algo entre los dos resultaba absurda. Luke no era más que un muchacho a quien llevaba diez años. ¡Por Dios, si a su edad Helen, en la universidad...! No, no era buen argumento. De hecho Helen había salido con hombres mayores que ella. Uno tenía treinta y cinco años, es decir que casi le doblaba la edad. De todos modos, con los hombres no era lo mismo. Bastaba ver a su padre y Courtney; aunque a decir verdad todavía no lo había digerido del todo.

Luke estaba delante la puerta, a punto de marcharse.

—¿Mañana a qué hora? —preguntó.

—¿A las ocho?

—Vale. Pues bu... buenas noches.

—Buenas noches, profesor.

Nada más abrir la puerta Luke se vio sepultado por un montón de nieve, seguido por una ráfaga de viento. Helen se había equivocado al dar por finalizada la ventisca. La nieve acumulada contra la cabaña había ahogado el ruido, pero nada más. Luke tuvo que empujar con todas sus fuerzas para contrarrestar la intensidad del viento y el obstáculo de la nieve amontonada en el suelo. Después de conseguirlo apoyó la espalda en la puerta y se puso a reír, cubierto de nieve.

—¡Sí que vuelves pronto! —dijo Helen.

Luke se despertó. La oscuridad era total, y tardó un poco en acordarse de dónde estaba. Tendido de espaldas en la litera de arriba, cuyo colchón estaba lleno de bultos, oyó el sordo gemido del viento, y se preguntó qué lo habría despertado.

Aguzó el oído para distinguir la respiración de Helen en la litera de abajo, pero sólo oyó los ronquidos del perro y algún que otro chisporroteo procedente de la estufa. La habían llenado de leña antes de meterse vestidos en los sacos, para no tener frío cuando se apagara. Luke echó un vistazo a la esfera luminosa de su reloj. Eran las tres pasadas.

—Luke —susurró Helen.

—¿Qué?

—¿Estás bien ahí arriba?

—Sí, muy bien.

Oyeron desplazarse el último tronco, que hizo caer un montón de ceniza en la rejilla e iluminó la cabaña con un fugaz resplandor anaranjado.

—Todavía no te he dado las gracias.

—¿Por qué?

—Por todo. Por haberme cuidado.

—No hace falta que me las des.

—¿Cómo es que nunca me has preguntado qué pasó?

—Me imaginaba que si te... tenías ganas de decírmelo ya lo harías sin que te lo preguntara.

Y así fue.

Mientras escuchaba, Luke intentó imaginarse lugares donde no había estado y ver la cara del hombre a quien había amado Helen. Si había sido capaz de abandonarla es que estaba loco de remate. El tono de voz de Helen era tranquilo, casi como si la cosa no fuera con ella, aunque de vez en cuando interrumpía el relato y Luke la oía tragar saliva, señal de que estaba intentando no llorar.

Mantuvo las lágrimas a raya. Sólo se le quebró la voz cuando llevaba cierto tiempo hablando de la carta, la que le había dado Luke después de encontrarla en el camino la misma noche en que Abe Harding había matado al lobo. Luke adivinó que estaba llorando; pero Helen no se arredró, ni siquiera al hablar de la mujer con la que Joel ya debía de haberse casado. Tendido a oscuras en la litera de arriba, Luke guardó silencio.

—Lo siento —dijo Helen al término del relato—. Pensaba que podría contártelo sin lloriquear. —Luke la oyó sollozar y enjugarse las lágrimas—. Nada, que me lo había creído. Ya tenía claro que sería el hombre de mi vida. En fin, qué se le va a hacer. En la vida unas veces se pierde y otras se gana. Espero que sean muy felices. —Hizo una pausa—. La verdad, espero que se pudran en el infierno.

Subrayó el comentario con una risa forzada. Luke tenía ganas de contestar que Joel no la merecía y que estaba mejor sin él, pero no era quién para decirlo.

Se produjo un largo silencio. Al lado de la estufa,
Buzz
hacía unos ruiditos agudos, soñando con que perseguía osos.

—¿Y tú qué? —acabó por preguntar Helen.

—¿Qué de qué?

—¿Cómo andas de novias? Me acuerdo de que en la feria te vi hablar con una chica guapísima.

—Sí, Cheryl. ¡Pero no es ninguna novia! Es simpática, pe... pero...

—Perdona. No es de mi incumbencia.

—No, si no me importa; es que las chicas... Entre que soy ta... tartamudo y to... todo lo demás, nunca he acabado de...

Luke notó que se sonrojaba como un niño, y se alegró de que Helen no pudiera verlo. No había querido decirlo de esa manera, o mejor dicho no decirlo. Odiaba la idea de inspirar lástima a Helen, porque no era así. Desde muy pequeño había aprendido que compadecerse a sí mismo sólo sirve para empeorar las cosas.

Oyó el roce del saco de Helen. De pronto la tuvo delante, y distinguió en la oscuridad el blanco óvalo de su rostro a la altura del suyo.

—Abrázame, Luke —la oyó susurrar—. Abrázame, por favor.

Estaba a punto de llorar. Luke se incorporó, abrió el saco y bajó de la litera, poniéndose de pie al lado de Helen. Se abrazaron, primero ella y después él. Sintiendo el cuerpo de Helen contra el suyo, sintiendo en el pecho el peso de su cabeza, Luke se quedó sin aliento.

—Te... te... te...

Se le trabó la lengua. No podía decirlo. Helen lo miró, aunque había tan poca luz que su rostro era poco más que una impresión, como la parte de la luna que queda a oscuras. Ni siquiera así pudo decírselo Luke. No pudo decirle que era su primer y único amor.

Sintió que Helen deshacía el abrazo y le asía la cara con dulzura. Vio sus ojos, oscuros e insondables. Vio que su boca se acercaba a él. Entonces inclinó la cabeza, cerró los ojos y, después de tanto imaginárselo, sintió al fin el anhelado tacto de sus labios.

Tras besarle la frente como si lo bendijera, Helen le rozó los pómulos y besó los párpados de sus ojos cerrados. Acto seguido descansó su mejilla, fresca y húmeda, en la de Luke, quien, pasados unos instantes de inmovilidad, abrió los ojos y siguió el mismo recorrido por la cara de Helen, percibiendo en las mejillas y las comisuras de la boca un sabor salado a lágrimas.

Cuando llegó el momento supremo de unir sus labios con los de Helen, todo el cuerpo de Luke se puso a temblar. Respiró su olor, su sabor, su tacto, su presencia, llenándose los pulmones con la avidez de quien se ahogaría gustoso en todo ello.

Capítulo 26

Cuando Buck llegó a Hope el mercadillo navideño seguía muy concurrido, incluida la venta de pasteles. Buck, que había tardado mucho en dar de comer al ganado, temía llegar demasiado tarde, pero delante de la sala de actos había muchos coches aparcados, y no paraba de entrar gente.

Se apreciaba un esfuerzo mayor que otros años por parte del grupo de mujeres que organizaba el mercadillo. Hettie Millward y sus compañeras habían decorado el porche e instalado un árbol de Navidad con luces de colores, muy favorecido por el sol y la nieve fresca. Por si fuera poco, y por primera vez en años, Hettie había logrado convencer a Eleanor de que participara. Debía de estar en la sala de actos. Buck, en todo caso, confiaba en ello.

No le había sido nada fácil conseguir que Eleanor saliera de casa, y menos después de pasarse toda la noche preocupada por que Luke pudiera haberse perdido en la tormenta. Antes del desayuno Eleanor había estado a punto de telefonear a Craig Rowlinson y pedirle que organizara una batida, pero justo entonces había llamado Luke para decir que se encontraba bien, y que se había pasado la noche refugiado con Helen Ross en la cabaña.

Buck pensó que era una lástima. A veces Dios reparte sus dones de forma harto extraña. Los caminos del Señor son inescrutables.

Dejó atrás la sala de actos y, siguiendo por la calle mayor, frenó a la altura de Paragon para ver si estaba Ruth, pero se lo impidió lo abarrotado del escaparate. Así pues aparcó cerca del bar de Nelly y rehízo el camino a pie, volviendo la cabeza hacia ambos lados por si había alguien mirando, como solía ser el caso. No vio a nadie. Por lo visto todo el mundo estaba en el mercadillo.

Encontró a Ruth en la barra sirviendo a Nancy Schaeffer, la maestra. No debía de estar muy contenta de verlo, o no lo habría mirado de esa manera al oír la campanilla de la puerta.

—¡Buenos días! —dijo Buck alegremente.

—Hola, Buck —contestó Nancy—. ¡Feliz Navidad!

—Igualmente.

Buck saludó a Ruth con la cabeza y le sonrió.

—Ruth.

—Señor Calder...

Ruth siguió hablando con Nancy de asuntos del colegio, mientras Buck fingía echar un vistazo por el fondo de la tienda. No había más clientes.

Hacía más de un mes que no veía a Ruth. Llevaba un jersey marrón ceñido y estaba guapísima. Por fin Nancy se decidió a marcharse. Buck le dijo adiós. La campanilla de la puerta resonó de modo extraño, igual que cuando había entrado Buck.

—¿Se puede saber a qué vienes?

Ruth caminó hacia el fondo de la tienda con cara de enfadada.

—Feliz Navidad, ¿eh?

—No me vengas con ésas.

—¿Yo?

Ruth se detuvo a distancia prudencial y, cruzándose de brazos, miró a Buck con el entrecejo fruncido.

—¡Pero hombre, Ruth! ¡Estamos en Navidad! ¡La gente compra regalos, y ésta es una tienda de regalos! Tengo todo el derecho del mundo a estar aquí.

—A lo mejor es que no captas por culpa del sombrero. Lo nuestro se ha acabado, ¿te enteras?

—Ruthie...

—No, Buck.

—Te echo tanto de menos...

Buck quiso acercarse, pero Ruth dio un paso atrás. De repente se oyó un fuerte estornudo. Buck, sobresaltado, dio media vuelta sin ver a nadie, hasta que bajó la vista y reparó en un bebé que lo miraba fijamente.

—¡Anda! ¿Y ése quién es?

—¿No reconoces ni a tu nieto?

—¿Cómo es que está aquí?

—¡Si es que no te enteras de nada! Kathy está ayudando a Eleanor en el mercadillo, y yo hago de canguro.

—Ah.

La mirada del niño puso nervioso a Buck, que tenía la sensación de haber sido sorprendido con las manos en la masa.

—Y ahora vete.

—Oye, que sólo...

—Me parece increíble que te presentes aquí sabiendo lo que ha pasado.

—¿Y qué es «lo que ha pasado»?

Ruth lo miró con recelo.

—¡No me dirás que no te lo ha contado!

—¿El qué?

—¡Que está al tanto de lo nuestro, pedazo de animal!

—Imposible...

—De imposible nada.

—¿¿Se lo has dicho tú??

—No ha hecho falta porque ya lo sabía.

—¿Pero lo has admitido?

Ambos se volvieron al oír la campanita, cuyo tintineo fue imitado por el pequeño Buck.

—¡Señora Iverson! —exclamó Ruth con cordialidad—. ¿Cómo está? —Miró a Buck y dijo entre dientes—: Vete de una vez.

Buck se marchó sin despedirse ni de su nieto. Fue a la gasolinera para comprar cigarrillos y encendió uno de camino al coche, pensando constantemente en lo que le había dicho Ruth. Iba tan distraído que al arrancar estuvo a punto de ser arrollado por un camión de dieciocho ruedas. El bocinazo fue tan tremendo que lo puso al borde del infarto, haciendo que soltara el puro y se chamuscara el pantalón.

Eleanor no había soltado prenda. No es que hablaran mucho, pero siendo Ruth su socia habría sido de esperar algún comentario, la verdad. La llegada de la señora Iverson había dejado a Buck con muchas preguntas pendientes de respuesta. Por ejemplo: ¿cómo diantres lo había descubierto Eleanor? ¿Y por qué seguían siendo socias ella y Ruth? ¡Joder, si es que no tenía sentido!

Recorrió el camino de vuelta al rancho con la cabeza en ebullición, barajando ideas a cuál más deprimente. Como venía siendo norma, acabó echando la culpa de todo a los lobos.

Pensando que llevaba días sin ver al viejo lobero, torció a la izquierda en el desvío de debajo del rancho y siguió hasta casa de Kathy.

Quizá Lovelace pudiera alegrarle el día con alguna buena noticia.

Lovelace fue esquivando árboles con la motonieve hasta salir a campo abierto en el prado de encima de la casa. La abundancia de baches empeoró su dolor de espalda, consecuencia de haberse deslomado quitando nieve con la pala, primero de la tienda y después de la motonieve. De todos modos estaba tan acostumbrado a los achaques que no lo pusieron de mal humor. Hacía años que no acampaba con una ventisca tan fuerte, y si bien todo dependía de tener buen equipo y un mínimo de agallas, lo satisfacía comprobar que todavía no estaba demasiado viejo para esos trotes.

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