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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (39 page)

Las dos semanas posteriores dieron a Luke la sensación de compartir con Helen una intimidad todavía mayor. No así en sus sueños, cosa extraña; desde hacía un tiempo, cada vez que soñaba con ella (y eran muchas), Helen estaba con otro, no lo reconocía o se reía de él.

Salvo la última noche.

Luke caminaba con ella por la orilla del mar. El escenario era una playa con palmeras, de esas playas perfectas que se ven en los folletos de las agencias de viaje. Helen llevaba un vestido amarillo que le dejaba los hombros al descubierto. El manso oleaje lamía la arena y formaba espuma en torno a sus pies descalzos. El agua estaba limpia y caliente, y antes de romperse las olas Luke veía grandes bancos de peces en su curva transparencia.

Se los señalaba a Helen, que detenía sus pasos. De pie en la arena, los contemplaban hombro con hombro. Pese a la gran diversidad de formas y colores, todos los peces se movían al mismo tiempo, evolucionando en perfecta sincronía.

Se trataba de uno de esos sueños en que el que duerme es consciente de estar soñando, de esos sueños que, por mucho esfuerzo que ponga uno en conservarlos, van difuminándose a medida que penetra en ellos el mundo real. No obstante, Luke había descubierto un momento en que conciencia e inconsciencia alcanzaban un fugaz equilibrio y podía influir sobre los acontecimientos. Así había sucedido por la mañana. Había conseguido que Helen se volviera, y justo antes de despertarse la había visto acercar su boca a la de él. A punto habían estado de besarse. A punto.

Pensó en el sueño mientras se afeitaba y se duchaba, a sabiendas de que iba a pasarse el día recordándolo. El motivo del sueño estaba claro: se trataba de la carta recibida por Helen el día anterior, una carta en que su padre le enviaba un billete de avión y la invitaba formalmente a su boda en Barbados. Faltaban tres semanas para la fecha del vuelo. Helen tenía previsto quedarse más de una semana y pasar las Navidades en la isla.

Luke se vistió y bajó a desayunar.

Eran las ocho menos cuarto. Los otros días de la semana despertaba dos horas antes para subir a ayudar a Helen. Los miércoles, en cambio, tocaba logopedia. Ya había oído el coche de su madre, que con la Navidad en puertas iba casi cada día a la tienda de Ruth.

El despacho de su padre daba a la sala de estar. Siempre dejaba la puerta abierta para controlar quién entraba y salía de casa. Al bajar por la escalera, Luke vio a su padre delante del ordenador, con un puro entre los dientes.

—Luke.

—¿Qué?

—Buenos días.

—Bu... buenos días.

Su padre dejó el puro y se puso las gafas de leer, unas gafas pequeñas en forma de media luna.

—¿Hoy no acompañas a Helen? —dijo, reclinándose en su sillón de piel.

—No, hoy me to... to... toca ir a la clínica.

—¡Ya!

Su padre se levantó y entró en la sala de estar. Su aspecto era relajado y cordial, y eso a Luke siempre le parecía sospechoso.

—¿Piensas desayunar?

—Sí.

—Pues te acompaño con el café.

Buck lo precedió en dirección a la cocina. Cogió la cafetera, sirvió dos tazas y las llevó a la mesa, olvidando como siempre que su hijo no bebía café. Luke llenó un tazón de cereales y se sentó delante de su padre.

Ya sabía lo que iba a oír. Desde hacía un tiempo las conversaciones de padre a hijo sobre su trabajo con Helen se habían convertido en moneda corriente. Justo el día antes su padre le había pedido un montón de detalles sobre frecuencias de radio y collares transmisores. Resultaba cómico. Buck habría tenido más posibilidades de no ser aquélla la primera vez que se interesaba por las actividades de su hijo.

—¿Y qué, cómo va la terapia?

—Muy bien.

—Así que la pobre Helen se ha quedado sola, ¿eh?

Luke sonrió.

—Sí.

Su padre asintió con expresión pensativa y bebió un sorbo de café.

—¿Y ayer cómo os fue con las señales?

—Bien.

—¿Por dónde andan?

—Pues... Van ca... ca... cambiando.

—Ya, pero me refiero a días concretos. Ayer, por ejemplo.

Luke tragó saliva. Las evasivas se le daban bien, pero mintiendo era un desastre. Casi siempre lo delataba su tartamudez. Su padre lo observaba con atención.

—Ayer estaban ba... bastante arriba, po... po... por las montañas.

—¿Ah sí?

—Sí, unos qui... qui... quince ki... kilómetros al sur de la pared grande.

—¿En serio?

Viendo endurecerse la expresión de su padre, Luke se recriminó haberla pifiado de tal manera. Ni el niño más crédulo se habría tragado su respuesta. Buscó salvación en el reloj.

—Me te... te... tengo que ir.

—La carretera está practicable. Clyde ha salido a primera hora a quitar la nieve.

Luke se levantó y dejó el tazón en el fregadero. Después cogió las llaves del coche y descolgó su sombrero y su chaqueta del perchero, consciente de que su padre no le quitaba ojo de encima.

—Conduce con cuidado, Luke.

El tono del consejo era frío e inexpresivo. Luke se subió la cremallera de la chaqueta.

—Vale.

Salió huyendo por la puerta.

La sesión de logopedia fue bien.

Joan dijo haber leído un artículo sobre una terapia nueva que consistía en filmar en vídeo al paciente y cortar todos los tartamudeos para que se viera y oyera a sí mismo hablando con fluidez. Por lo visto daba buenos resultados, pero como Luke casi no había tartamudeado en toda la hora Joan se negó a gastar tanto dinero para nada.

Al despedirse de él le tocó el brazo, diciéndole que lo veía muy feliz. De regreso al coche, Luke se extrañó de que se le notara tanto. Era verdad. Estaba más feliz que nunca. Como si se pasara el día cantando para sus adentros.

Helen le había pedido que le comprara un par de cosas. Aparcó el jeep en el supermercado, entre montones de nieve recién apartada. Nada más salir vio acercarse a Cheryl Snyder y Jerry Kruger. Imposible escapar, porque ya lo habían visto. Kruger se pavoneaba con Cheryl cogida de la cintura, sin duda para que se enterara todo el mundo de que eran pareja.

—¡Hombre, Cooks! ¿Qué tal?

—Hola, Luke.

Luke se quedó hablando con ellos un par de minutos, o mejor dicho aguantó a Jerry, cuyos chistes no parecían hacer gracia a Cheryl. ¿Cómo podía salir con semejante individuo? Al cabo de un rato se despidieron, al alegar Luke que tenía que hacer unas compras. Kruger lo llamó desde lejos.

—¡Ah, oye, Cooks! ¡Felicidades!

Luke se volvió frunciendo el entrecejo.

—Me he enterado de que ya no eres virgen.

—¿Qué? —Vio que Cheryl intentaba hacer callar a Kruger con un codazo en las costillas, sin conseguir que se diera por aludido.

—¡No seas tímido! ¡La chica de los lobos! ¡Si lo sabe todo el mundo! —Y acto seguido aulló como el día de la feria. Cheryl se alejó, dejando que se retorciera de risa él solo.

—No le hagas caso, Luke.

—Só... só... sólo la ayudo.

—Sí, claro —dijo Kruger—. Seguro que le engrasas las trampas.

Cheryl estaba tan enfadada que le dio un empujón.

—¡Qué vulgar eres, Jerry! A ver si te callas.

Luke recorrió los pasillos del supermercado sin salir de su asombro. Sabía que Hope era terreno abonado para las habladurías, como todos los pueblos, pero nunca se había sentido protagonista de ellas.

Rezó por que Helen no se enterara.

Eleanor prendió la estrella encima del árbol de Navidad del escaparate y dio un paso atrás.

—Vamos fuera a ver cómo queda —dijo Ruth.

Eleanor se reunió con ella en la acera. Por la calle mayor soplaba un viento helado que enredaba las lucecillas de colores colgadas en zigzag entre los edificios. Las dos mujeres se apartaron el pelo de la cara y contemplaron el escaparate de Paragon, admirando el talento manual de Eleanor.

—Está precioso —dijo Ruth—. Los árboles de Navidad que adorno yo siempre acaban pareciendo judíos.

Eleanor se echó a reír.

—¿Cómo se entiende eso?

Ruth se encogió de hombros.

—No lo sé, pero es verdad. Tú eres católica, ¿no?

—De padres y de educación, aunque ya no practico.

—Se nota. Me refiero a lo de los padres y la educación. Todos los católicos saben adornar el árbol.

Eleanor volvió a reír.

—Me estoy helando, Ruth.

Una vez dentro Ruth atendió a una serie de clientes que llevaban siglos curioseando por la tienda, mientras Eleanor seguía adornándola.

Por la mañana, antes de salir para la tienda, Eleanor había recogido unas cuantas plantas y una escalera de mano. Hacía años que no ponía adornos de Navidad, porque en casa ya no estaban para esas cosas. El hecho de revivir la costumbre hacía nacer en ella un placer nostálgico, casi infantil.

Fuera estaba anocheciendo. En el escaparate, las luces del árbol daban una sensación acogedora.

Una vez se hubo marchado el último cliente, Ruth la ayudó a colgar una guirnalda dorada delante de la tienda. Eleanor le dijo que sostuviera una punta y se subió a la escalera para clavar la otra al marco.

—¿Y Luke? ¿Sigue ayudando a Helen Ross con los lobos?

—Sí. Prácticamente no le vemos el pelo.

—Me cae bien esa chica.

—A mí también. Sospecho que Luke está un poco enamorado.

—¿Qué edad tiene tu hijo?

—Dieciocho.

Eleanor clavó la chincheta.

—¡Mira que es guapo! Hasta a mí me dan ganas de tener unos años menos.

Eleanor la miró desde lo alto de la escalera, y le pareció que se había puesto un poco roja.

—¿Clavamos la otra punta? —preguntó sonriente.

—Vamos allá.

Una vez trasladada la escalera al otro extremo de la tienda, Eleanor volvió a subir. Se produjo un intervalo de silencio.

—Perdona que lo pregunte, pero ¿cómo es que ya no eres católica practicante?

Eleanor tardó en contestar, no porque estuviera molesta, sino por ser la primera vez que se lo preguntaban. Una de las cosas que más le gustaban de Ruth era su franqueza. Cogió la caja de chinchetas y sacó una.

—No sé si sabes que nuestro hijo mayor murió en un accidente de coche.

—Sí, sí que lo sabía.

—Verás, yo siempre había sido de las que van a la iglesia. Asistía a misa y me confesaba, y eso que en invierno, viviendo donde vivimos, no siempre era fácil. Buck siempre me tomaba el pelo, preguntándome qué tenía que confesar. Quería que le dijera cuándo pecaba, para no perdérselo. En fin... Como no es católico no había manera de hacérselo entender. —Miró a Ruth, le sonrió y clavó la chincheta—. Ya está.

Bajó de la escalera y se puso al lado de Ruth para contemplar la guirnalda.

—Ha quedado bien —dijo Ruth.

—Sí. ¿La otra dónde la ponemos?

—¿Qué tal al fondo?

Movieron la escalera y repitieron el proceso, mientras Eleanor reanudaba sus explicaciones.

—A lo que iba. Después de morir Henry empecé a ir a la iglesia más que nunca. Casi no me perdía ni una misa. Supongo que es lo que hacen muchos cuando han sufrido una tragedia. Buscas alguna razón, alguna señal de que el que se te ha muerto está en alguna parte y es feliz. Hasta que un día, y no me preguntes por qué, me di cuenta de que... de que no había nadie.

Ruth la miró con ceño, haciendo un esfuerzo de comprensión.

—¿Te refieres a tu hijo?

—¡No, no! Mi hijo sí que está; estoy segura de que bien. Me refiero al gran jefe.

—¿O sea que crees en el cielo pero no crees en Dios?

—Exacto.

La segunda guirnalda ya estaba colocada. Eleanor bajó de la escalera para echarle un vistazo.

—¿Qué te parece?

Al volverse hacia Ruth, advirtió con sorpresa que la estaba mirando a ella, no a la guirnalda.

—No sé si lo sabes, Eleanor, pero eres una mujer increíble.

—No digas tonterías.

—¡En serio!

—Pues tú tampoco estás nada mal.

Ruth esbozó una reverencia burlesca.

—Gracias, señora.

—Ya que estamos, ¿puedo hacerte una pregunta personal? —dijo Eleanor con tono risueño, mientras plegaba la escalera. Se daba cuenta de que no era justo decir lo que iba a decir, y se sentía un poco mezquina, pero hay momentos en la vida que no pueden desaprovecharse.

—Faltaría más.

—¿Cuánto hace que te acuestas con mi marido?

Capítulo 25

El pequeño Buck Hicks mamaba del pecho de su madre como si no fuera a comer nunca más. Clyde llevaba semanas insistiendo en que Kathy le diera el biberón, porque había leído un artículo donde decían que dar de mamar demasiado tiempo estropea el tipo de la madre. Kathy, sin embargo, no tenía prisa. Disfrutaba tanto como el bebé. Además, ¡qué caray!, ¡si ni siquiera había cumplido un año!

Lo que le pasaba a Clyde era que estaba celoso. Por lo demás, Kathy encontraba rarísimo que se hubiera puesto a leer artículos de esa clase. Seguro que se había confundido con algún comentario publicado en una revista de vacas.

Pese a llevar bastante tiempo despierta, Kathy todavía no se había quitado su acolchada bata rosa. Estaba sentada en el sofá de la salita, hojeando la revista People en espera de que el niño se diera por saciado.

Había un artículo de tres páginas sobre Jordan Townsend y Krissi Maxton, que posaban con atuendo vaquero delante de un bisonte, en su «rancho de ensueño» de Hope, Montana. En sus declaraciones, Krissi afirmaba no haberse sentido «centrada» en ningún otro lugar; aun así daba la impresión de no querer acercarse mucho al bisonte. Había otras fotos donde salían de punta en blanco durante el estreno de la nueva película de Krissi Masacre en el espacio. Ella llevaba un vestidito de lentejuelas que mostraba todos sus encantos. Jordan tenía cara de haberse sometido a un
lifting
, y aparentaba unos ciento cinco años.

Kathy bostezó y cambió al niño de pecho.

Por la noche había vuelto a nevar. Clyde estaba quitando la nieve de la carretera que unía la casa al rancho Calder. Los rayos del sol matinal entraban por la cocina y casi tocaban el calzado de Kathy, unos cómodos botines de borrego. En la radio habían vuelto a poner aquella canción de uno que se queda sin novia y pasa las Navidades solo en casa.

De pronto vio pasar una sombra por la parte de suelo iluminada por el sol. Después oyó ruido de pasos en los escalones del porche, y dos golpes fuertes en la puerta de la cocina. El bebé rompió a llorar en cuanto su madre se levantó para arreglarse un poco. Kathy se lo llevó al hombro y le dio unas palmaditas en la espalda mientras se dirigía a la cocina.

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