Tierra de Lobos (43 page)

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Authors: Nicholas Evans

Lovelace volvió a enfocar el arroyo hasta encontrar el pedregoso islote donde había dejado al cervatillo, cuyo cadáver permanecía intacto. Lovelace lo había matado al anochecer, junto al curso superior del arroyo; después lo había arrastrado corriente abajo, caminando por el agua con sus botas de goma para no dejar huellas. El lecho del arroyo era resbaladizo, peligro al que se añadía el del hielo en la parte menos honda. El esfuerzo había sido tan agotador que lo había obligado a hacer varios altos para recuperar el aliento.

Al llegar al islote había extraído la bala con sumo cuidado, antes de sajar la barriga y el cuello para que la sangre se mezclara al agua. Acto seguido había dispersado las tripas alrededor, a fin de que el olor se difundiera más fácilmente por el cañón.

Las posibilidades de que funcionara a la primera eran escasas. Las huellas que Lovelace había encontrado por la mañana demostraban que los lobos habían rondado la zona la noche anterior, pero nada les impedía haberse alejado treinta o cuarenta kilómetros. Podía pasarse varias semanas vigilando sin conseguir nada. Además, aun en el caso de que apareciera algún lobo, la distancia hacía difícil dar en el blanco.

La había medido el día anterior, al encontrar la cueva. El arroyo estaba a unos doscientos cincuenta metros, buena distancia para disparar de día pero excesiva para un tiro nocturno. Lovelace había ajustado la mira a la trayectoria parabólica de la bala, pero el ángulo planteaba dificultades, agravadas por un viento lateral que soplaba a más de treinta kilómetros por hora. Habría que calcular al menos sesenta centímetros de desvío.

Lovelace estaba casi seguro de que la bióloga y el muchacho no estaban de ronda, y aunque lo estuvieran no podían subir por el cañón sin que el ruido de la motonieve o la luz del faro delataran su presencia. No obstante, cabía la posibilidad de que otra persona oyera el ruido del silenciador. Quizá hubiera sido más acertado poner trampas.

Después de tres horas de vigilancia continua Lovelace empezaba a tener sueño, además de que se le enfriaban los pies. Dejó la escopeta en el suelo, apoyó la cabeza en el codo y cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos para consultar su reloj de pulsera vio que había pasado una hora. Recriminándose su estupidez, cogió el rifle y encendió el dispositivo de visión nocturna. El ciervo seguía intacto. Sin embargo, al mover la mira un poco a la derecha, Lovelace vio pasar una sombra por el foco invisible de luz verde.

Había dos. Tres. Cuatro. Trotaban en fila india por un recodo del camino. Lovelace supuso que el que iba delante debía de ser prácticamente blanco, aunque él lo veía de un verde lechoso. A juzgar por su tamaño, posición en el grupo y altura de la cola, debía de tratarse de la hembra dominante. Lovelace vio que llevaba collar, al igual que el siguiente. Los otros dos todavía no habían alcanzado la corpulencia de la edad adulta.

Lovelace notó que el corazón le latía más rápido. Le parecía increíble haber tenido tanta suerte. Quitó el seguro sin hacer ruido y activó la mira de láser.

Como Calder le había dicho que la manada constaba de ocho ejemplares, siguió vigilando el recodo en espera de que pasaran los demás. No vio nada. Le pareció extraño que no cazaran todos juntos, pero al menos tenía dos para empezar. Su intención era dejar para el final a los que llevaban collar; así, mientras siguiera oyendo la señal, la bióloga juzgaría a salvo a toda la manada. Además podían llevarlo hasta los otros. ¡Si lograra encontrar de una vez las malditas frecuencias!

Los lobos se detuvieron antes de internarse por un bosquecillo de sauces poco crecidos. El ciervo estaba a unos veinte metros corriente arriba. La loba blanca permaneció inmóvil con el hocico en alto, haciendo temer a Lovelace que el viento hubiera llevado su olor hasta la nariz del animal. Apuntó al pecho de la loba con el punto rojo del láser, preguntándose si no sería mejor matarla ya y olvidarse de lo del collar. Lo malo era que los sauces le impedían ver bien a los que iban desprovistos de él. Disparar sólo serviría para ahuyentarlos. Pero ahí estaba de nuevo la loba blanca, avanzando con mayor lentitud al frente del grupo.

Tras diez minutos rondando por la orilla la loba decidió que no había peligro en cruzar la extensión de hielo y agua que los separaba del altar de piedra, y por ende del ciervo. Lovelace podría haber disparado diez o doce veces, pero prefirió esperar y observar. Quería que toda la manada llegara al ciervo y comiera lo suficiente para que quien encontrara el cadáver atribuyera su muerte a los lobos.

Dejó que comieran y, pasado un buen rato, puso el dedo en el gatillo. Los dos lobos sin collar estaban hombro con hombro, hurgando en el ciervo con el hocico. Lovelace colocó el punto rojo del láser a la altura del que tenía el pecho más a la vista. El lobo levantó la cabeza para tragar. Lovelace vio en su hocico un brillo verde de sangre.

Apretó el gatillo.

El impacto de la bala echó al lobo hacia atrás, dando con él en el agua. Lovelace no esperaba matar a más de uno; pensaba que los demás huirían asustados. En lugar de ello se limitaron a dejar de comer y quedarse mirando a la víctima del disparo, llevada por la corriente hasta detrás del islote, donde Lovelace ya no podía verlo. El viejo lobero se apresuró a meter otra bala en la recámara.

Alcanzó al segundo en plena cabeza, y lo vio derrumbarse sin vida junto al ciervo. Esta vez los otros dos saltaron como gatos escaldados. Se tiraron al agua sin perder ni un segundo, y una vez alcanzado el hielo de la orilla salieron disparados en dirección al bosque.

Lovelace casi tardó una hora en bajar al arroyo y arrastrar a los lobos fuera del agua, cogiéndolos por las patas traseras. Aun siendo todavía cachorros cada uno pesaba entre veinticinco y treinta kilos, y el esfuerzo de cargarlos en la parte trasera de la motonieve y subir hasta la mina apenas le dejó fuerzas para apearse del vehículo.

Los dejó al lado de su hallazgo del día anterior, un conducto de ventilación medio obstruido por la maleza. Después apartó con tiento los troncos de pino en proceso de putrefacción, colocados tiempo atrás para cubrir el pozo.

Arrastró a los lobos uno por uno hasta el borde del conducto y los bajó cogiéndolos por la cola. Cada vez que soltaba a uno prestaba atención a su caída, acompañada por un desprendimiento de rocas y coronada por un chapuzón que subía de lo más hondo de la mina.

Después se quedó quieto, escuchando el silencio.

«—Joseph, ¿tú crees que tienen una vida como la nuestra? Lo que llevan dentro, esa chispa, o espíritu, o lo que sea... ¿Tú crees que es igual que la que tenemos dentro nosotros?

»—No, cariño, por supuesto que no. ¿Cómo va a ser igual?»

Ya no hacía viento, pero volvía a nevar. Por la mañana todas sus huellas se habrían borrado.

Le seguía costando asumir que Helen se marchara.

El avión tenía que salir a las seis de la mañana. Luke había insistido en llevarla en coche al aeropuerto, sin ceder a sus protestas. La bolsa de viaje ya estaba en la litera.

El padre de Helen había enviado un folleto con fotos del hotel donde iban a alojarse. Se llamaba Sandpiper Inn y tenía un aspecto paradisíaco, con palmeras y césped hasta la playa. Y el mar, por supuesto; un mar azul claro que hasta superaba al de sus sueños (de los que no había hecho partícipe a su hija). El comedor, abierto por los lados, estaba rodeado de plantas exóticas. El padre de Helen decía haber intentado no idealizar demasiado su estancia en la isla, con su hija.

Teniendo en cuenta el madrugón que lo esperaba, hacía tiempo que Luke debería haber vuelto a casa, pero le apetecía tan poco que fingía hacer algo importante en el ordenador. Helen cosía al otro lado de la mesa, mordiéndose el labio. Estaba tan absorta que no se daba cuenta de que la miraban. A veces alzaba la vista y sorprendía a Luke in fraganti, aunque no parecía darle mayor importancia. Después de comprarse el vestido había aprovechado su estancia en Great Falls para ir al peluquero, y el nuevo peinado le prestaba un aire más juvenil.

Ya había entrado los lados del vestido, y le faltaba poco para acabar de acortarlo. Antes de cenar se lo había probado con los zapatos nuevos, subiéndose a una silla en el centro de la cabaña para que Luke prendiera los alfileres. Tardaron una eternidad, en parte por ser la primera vez que Luke hacía algo por el estilo, pero sobre todo porque ninguno de los dos era capaz de aguantarse la risa. La escena no cuadraba mucho con el emplazamiento, una cabaña en pleno invierno. Para colmo Helen se empeñaba en inclinarse hacia un lado u otro, y después se quejaba de que Luke no había sujetado bien el vestido.

Iba a pasar diez días fuera.

Lo tenían todo planeado. En ausencia de Helen Luke se instalaría en la cabaña para cuidar a
Buzz
y ocuparse del rastreo. Helen le prometió que si se portaba bien tendría derecho a unas horas libres el día de Navidad. Los padres de Luke no habían puesto ningún reparo, y Helen se lo había explicado todo a Dan Prior, a quien le pareció muy bien siempre y cuando fuera «extraoficial» (según Helen, se refería a no tener que pagar nada). Dan se había ofrecido a llevar a Luke en avioneta un día de la semana siguiente y sobrevolar la zona en busca de señales.

Helen dio la última puntada y rompió el hilo con los dientes, antes de sostener el vestido en alto para examinarlo.

—Todavía me hago cruces de que lo encontraras. ¡El único vestido de verano de todo el estado de Montana!

—Debe de ser que soy un comprador nato.

Helen rió, al tiempo que
Buzz
rompía a ladrar con todas sus fuerzas, sin duda por haber olido el paso de algún animal por fuera de la cabaña. Sucedía a menudo. Helen le mandó callar. Después se levantó y llevó el vestido a la cama, donde lo dobló para meterlo en la bolsa.

—¿No piensas probártelo?

—¿Tú quieres?

Luke asintió con la cabeza. Helen se encogió de hombros.

—Bueno.

Luke se volvió y aparentó interés por la pantalla del ordenador, igual que cuando Helen se había cambiado. Siempre hacía lo mismo, porque nunca le había resultado fácil oír a Helen cambiándose, e imaginársela, y sentir una mezcla de excitación y vergüenza. Desde el beso era como una tortura china, algo casi superior a sus fuerzas. Estaba sumido en el desconcierto. ¿Cómo saber lo que sentía Helen por él?

Quizá su experiencia en esas lides fuera prácticamente nula, pero nadie podía acusarlo de tonto. El beso de Helen le decía que ya eran algo más que amigos. Bien, pero ¿y en adelante? ¿Qué tenía que hacer?

Tal vez lo mejor hubiera sido tomar la iniciativa cuando estaban juntos en la litera. Acaso fuera lo que Helen había esperado de él. Sin embargo, para Luke era la primera vez, y no estaba seguro de cómo actuar. En definitiva, que no había pasado nada, ni entonces ni más tarde, y Luke tenía la intuición, triste y casi desesperada, de que la partida de Helen ponía punto final a toda posibilidad de que sucediera.

Oyó acercarse por detrás un taconeo de zapatos nuevos.

—¿Me subes la cremallera?

Luke se levantó, al tiempo que Helen le daba la espalda. Hacía un rato, al probarse el vestido para entrarlo, ella se había dejado puesto el sostén, pero él reparó en que esta vez se lo había quitado, igual que en la tienda. Subió la cremallera y contuvo el estúpido impulso de besarle los hombros desnudos. Ella caminó en dirección a
Buzz
, que estaba echado delante de la estufa. Después se volvió y adoptó una pose burlona en espera del veredicto.

—¿Qué?

—Estás gu... guapísima.

Helen rió.

—Lo dudo.

—¡En serio!

Luke sacó del bolsillo el regalo que le había comprado. La dependienta se lo había puesto en una cajita, envuelta a su vez en un bonito papel dorado. Se acercó a Helen con el regalo en la mano.

—¿Qué es?

—Nada, sólo un... Toma.

Ella lo cogió y quitó el papel bajo la mirada de Luke. La caja contenía una cadena con un colgante en forma de lobo, todo ello de plata y con un envoltorio de papel de seda blanco. Helen lo admiró.

—Luke...

—Es una tontería...

Ella siguió contemplando el colgante. Luke pensó que tal vez no le gustara.

—Se pu... puede cambiar; o sea que si no te...

—¡Si me encanta!

—En fin... —Luke sonrió e hizo un gesto con la cabeza—. Fe... feliz Navidad.

—Yo no te he comprado nada.

—Da igual.

—¡Oh, Luke!

Helen le echó los brazos al cuello. Al abrazarla, él le tocó la espalda desnuda. Se inclinó para besarla dulcemente en el hombro.

—Ojalá no te fueras.

—No me agrada nada. Voy a echarte de menos.

—Te quiero, Helen.

—¡Luke! ¡No digas eso!

—Es verdad.

Se separó de ella para mirarla a los ojos. Helen frunció el entrecejo.

—Soy demasiado mayor para ti. No está bien. Lo de la otra noche fue un error...

—¿Que no está bien? ¿Po... por qué? Tampoco me llevas ta... tantos años. Además, ¿qué más da?

—No sé, pero...

—¿Aún estás enamorada de Joel?

—No.

—Te hizo sufrir. Yo no sería ca... capaz.

—Pero es que... —Helen dejó la frase a medias.

—¿Qué?

—Yo podría hacerte sufrir.

Se miraron largamente. Luke sentía su presencia en todas las fibras de su cuerpo. La atrajo hacia sí, sintiendo la presión de sus pechos. Entonces la besó, temiendo que lo rechazara, pero no fue así. La boca de Helen se relajó y ella respiró entrecortadamente. Él notó que le apretaba más los brazos.

—No me importa —susurró.

Se despidieron una hora más tarde, y Luke emprendió el camino a casa bajo una intensa nevada. De haberse fijado aún podría haber reconocido las huellas que pasaban por debajo de la ventana de la cabaña, medio cubiertas por la nieve. Su cabeza, sin embargo, había emprendido el vuelo por otras esferas, en pos de su corazón.

Capítulo 28

Courtney Dasilva tenía tanto talento para ejercer de novia como para todo lo demás. Era de esas novias a cuya vista se derrite el más curtido hombretón, aunque siempre hay quien, menos generosa, se retuerce de envidia. Helen se contaba entre estas últimas, sin que ello le produjera graves problemas de conciencia.

El vestido, un modelo de raso color marfil abierto por los hombros, había sido diseñado para insinuar la rodilla y el escote de la novia, sin por ello alejarse del buen gusto. Lo había confeccionado un diseñador italiano de Madison Avenue cuyo nombre, desconocido para Helen, arrancó exclamaciones de embeleso a los demás invitados (también el precio era para quedarse boquiabierto). El efecto de conjunto venía a ser como si alguien hubiera metido en una licuadora a la buena de Courtney y después la hubiera vertido por el cuello del vestido, como quien sirve un daiquiri de plátano. Era como un plato de nata, y hasta un marciano de vacaciones habría visto en el padre de Helen, con su sonrisa de despistado, al gato que lo saboreaba.

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