Tierra de Lobos (27 page)

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Authors: Nicholas Evans

Como el camino era demasiado estrecho para dos caballos, Clyde siguió a Buck sin hacer comentarios, cosa que su suegro siempre le agradecía. La conversación no era el punto fuerte de Clyde; a decir verdad, cabía preguntarse en ocasiones si tenía alguno. Buck siempre había tenido la sensación de que Kathy podía haber aspirado a más, aunque casi todos los padres piensan lo mismo de sus hijas.

La sumisión de Clyde lo irritaba. A veces le recordaba a un perro. Siempre estaba atento a los cambios de humor de Buck, y se excedía en sus esfuerzos por complacerlo. Clyde daba por buenas todas las opiniones de su suegro, fueran de la índole que fuesen; y si Buck cambiaba de postura, si algún día se le ocurría decir que, bien mirado, lo negro no era negro sino blanco, Clyde se apresuraría sin duda a discurrir trabajosamente por tonos grises cada vez más claros, hasta llegar a la misma conclusión.

¡Pero qué demonios! Si ése era el peor defecto de Clyde, Buck podía darse por satisfecho. Kathy tenía inteligencia de sobra para los dos, y su joven marido la adoraba tanto a ella como al bebé. Tampoco tenía miedo de trabajar duro. Hasta podía ser que acabara convirtiéndose en un ranchero aceptable.

Oyó un zumbido de motores, como abejas chocando con una ventana. Al llegar al final del bosque vio a Wes y Ethan, los hijos de Abe, haciendo surcos por el barro con sus motos de trial.

—¿Se puede saber qué mosca les ha picado? —dijo en voz baja.

Un grupo pequeño de vacas y terneros asustados había echado a correr hacia el bosque, y Ethan, el menor de los muchachos, intentaba cortarles el paso. Se metió en el bosque, dejando a su paso una humareda azul.

Abe, montado a caballo, observaba a sus hijos desde el borde del prado. De vez en cuando daba instrucciónes a voz en cuello, pero quedaban enmudecidas por el estruendo de los motores. Viendo acercarse a los dos jinetes, los saludo con un hosco movimiento de cabeza.

—Buck.

—Hola, Abe. Perdona que lleguemos tarde.

—No importa.

—Estábamos buscando a Luke.

—Lo he visto hará una hora, al subir. —Volvió a mirar a sus hijos, que se dedicaban a esquivar árboles a velocidad suicida—. Iba hacia Wrong Creek con la de los lobos.

—¿Qué diablos estará haciendo con ésa? —dijo Clyde.

Abe volvió la cabeza y lanzó un escupitajo negro de tabaco.

—A mí no me preguntes.

Guardaron silencio. Buck no quiso que se le notara en la voz lo furioso que lo había puesto la noticia.

—¿Y qué, cómo va? —dijo al cabo de un rato.

—De momento cuatro vacas sin ternero. Se le han secado las ubres.

—¿Crees que han sido los lobos? —preguntó Clyde.

—¿Si no, qué?

Buck y Clyde pusieron manos a la obra e hicieron lo que habían intentado hacer Wes y Ethan. En menos de una hora habían recorrido el terreno en toda su extensión, reuniendo al pie de los pastos a todas las vacas y terneros vivos. Al término de la faena Abe tenía contadas seis vacas sin leche. De los terneros no se veía ni rastro, ni siquiera un hueso.

Abe no había vuelto a abrir la boca, salvo para gritar algo a las vacas o a sus hijos. Se había puesto pálido y le temblaban las comisuras de la boca, como si le estuviera costando trabajo contenerse.

Comparado con el de Buck su hato era pequeño, y una vez hubieron dejado atrás la parte alta, donde las vacas podían perderse entre los árboles, la tarea se hizo lo bastante fácil para que Abe y sus hijos pudieran llegar al rancho sin ayuda. Buck llamó a Clyde y los dos se pusieron al lado de Abe.

—¿Te importa que nos vayamos? Me gustaría dar otra vuelta para ver si encontramos al chico.

—Sí, claro. Gracias por la ayuda.

—Descuida. Cuando todos hayamos bajado el ganado quizá conviniera que nos reuniésemos para hablar un poco del tema de los lobos.

—No creo que hablando se consiga nada.

—Por intentar que no quede.

—Ya.

—Bien, Abe, ya nos veremos.

—Eso.

Enfilaron un sendero lleno de curvas que subía hasta el lago, donde tenía su cabaña la bióloga. Buck pensó que valía la pena ver si Luke estaba allí, y en caso contrario dejarle un mensaje en la puerta diciéndole que volviera a casa de una puñetera vez. Iba a tener que dar algunas explicaciones, y fuera cual fuese el motivo que lo había apartado del ganado más le valía que resultara convincente.

Capítulo 17

Luke se quedó al lado de la camioneta, siguiendo a Helen con la mirada. Ella avanzaba a paso lento, dando vueltas a una antena en forma de hache que llevaba por encima de la cabeza y cambiando las frecuencias de un pequeño receptor de radio colgado del hombro en una funda de cuero.
Buzz
, sentado en el asiento del copiloto, observaba y aguzaba el oído, como si supiera qué esperaba oír su dueña por los auriculares.

Habían aparcado la camioneta a un lado del camino de leñadores que serpenteaba peligrosamente por la ladera oeste de Wrong Creek, frondoso cañón que debía de haber hecho alguna jugarreta cruel al responsable de su nombre. Luke se asomó al borde del camino, que daba a un barranco muy poblado de abetos. Se oía el murmullo del agua treinta metros más abajo. El sol todavía no había llegado a aquella vertiente del cañón, y el aire era frío y húmedo. En la otra ladera, aproximadamente a un kilómetro, una franja de luz se ensanchaba por momentos, haciendo resplandecer las hojas amarillas de los álamos temblones.

Habían tardado día y medio en volver a colocar todas las trampas, y tocaba revisarlas. Wrong Creek era el primer arroyo importante hacia el norte, y Luke tenía motivos para creer que los aullidos habían procedido de ahí. Su ronda con Helen Ross había comenzado por aquel cañón, llegando lo más lejos posible con la vieja camioneta antes de recorrer el último tramo a pie.

No habían tardado en encontrar excrementos y huellas recientes de lobo. Después una bandada de cuervos los había guiado hasta el cadáver de un viejo alce macho. Aunque apenas quedaba carne, Helen juzgó probable que los lobos regresaran. Extrajo algunos dientes de la mandíbula, a efectos de llevarlos a analizar para determinar la edad. Explicó a Luke que bastaba serrarlos y contar los anillos, igual que con los troncos de los árboles. Acto seguido, ella misma serró algunas muestras de hueso y dijo que la mala salud del alce se deducía de la poca consistencia de la médula, blanda como mermelada de fresa.

Luke había disfrutado colocando las trampas, pese a tratarse de una tarea dificultosa. Además de enseñarle a enterrarlas, Helen le había explicado todo el proceso. Dijo que meterlas en un agujero servía para que el lobo creyera haber topado con las reservas de comida de otro animal. El mejor emplazamiento era el lado del camino donde llegara antes el viento, a fin de que el lobo lo oliera al pasar. En primer lugar detectaría el olor del cebo (tan fétido que lo lógico habría sido salir corriendo), y después el de los excrementos y la orina de otro lobo. Esto último le haría pensar: ¡Ajá! ¡Un intruso!

Una vez captado el interés del lobo había que asegurarse de que solo tuviera una manera fácil de acercarse a inspeccionar más a fondo. Helen dijo que el busilis de la cuestión era obligarlo a seguir un recorrido concreto, lo cual se conseguía poniendo ramas o piedras para que pasara por encima y cayera justo en la trampa.

La tarde anterior, una vez colocadas todas las trampas, Luke la había llevado a la guarida y lugar de reunión abandonado de los lobos. Al llegar delante de la primera Helen se puso su linterna en la cabeza y, cinta métrica en mano, se metió por el agujero como un topo. Tardaba tanto que él empezó a inquietarse, pero poco después vio salir un par de botas por el agujero. Helen salió dando marcha atrás, cubierta de polvo y desbordante de entusiasmo.

—Te toca —le dijo, tendiéndole la linterna.

Luke sacudió la cabeza.

—¡No, no!

—Vamos. Te desafío.

Así pues, él le entregó el sombrero e inició el descenso. El túnel se internaba unos cinco metros en línea recta por la ladera, y era tan estrecho que tuvo que encoger los hombros y avanzar trabajosamente con la punta de las botas.

A la luz de la linterna, las paredes tenían un color claro y una textura suave, como si estuvieran hechas de barro. Luke esperaba una atmósfera apestosa o húmeda, pero sólo notó olor a tierra. No había huesos ni excrementos; no se veía ni rastro de lobos, salvo algunos pelos blanquecinos prendidos a las raíces que colgaban por arriba. El final del túnel se ensanchaba hasta formar una cueva de un metro de ancho aproximadamente. Al llegar a ella Luke se quedó inmóvil, jadeando un poco por el esfuerzo de arrastrarse. Pensó en la loba madre acurrucada en aquel frío seno de la tierra, dando a luz a sus cachorros. La imaginó limpiando con la lengua sus ciegas cabecitas, y amamantándolos.

Apagó la linterna y contuvo la respiración, arropado por el silencio y la oscuridad. Entonces, sin saber por qué, recordó haber leído algo sobre que la vida es un viaje circular de la tumba del seno materno al seno de la tumba. Nunca había entendido que se pudiera tener miedo a la nada perfecta de la muerte. Él no habría puesto reparos a morirse ahí mismo.

Dando vueltas al mismo tema, salió del cubil y quedó deslumbrado por el sol. Lo primero que vio fue la sonrisa de Helen, que dijo haber empezado a temer que se quedara dentro para siempre. Luke expresó sus reflexiones a bocajarro. Era una tontería, pero Helen asintió con la cabeza y lo miró con cara de haber entendido. ¡Qué extraño! Ya era la segunda o tercera vez que Luke tenía la impresión de que se parecían. Como miembros de una misma tribu, o algo por el estilo.

Debían de ser imaginaciones suyas.

Helen lo ayudó a quitarse el polvo de la espalda y los hombros, y a él le gustó que lo tocara. Después hizo lo mismo por ella, obteniendo sensaciones todavía más agradables.

Como ella le daba la espalda, Luke no tuvo más remedio que fijarse en su nuca, donde el pelo se convertía en un vello desteñido por el sol, en contraste con el color dorado de su piel.

Y ahí estaba, caminando por el sendero y sosteniendo la antena por encima de su cabeza. Siguió mirándola. Llevaba pantaIones de montaña color caqui y el jersey azul claro. Dio media vuelta y regresó lentamente al punto de partida, mordiéndose el labio, como siempre que estaba concentrada.

De repente se detuvo. Viéndola tensa, tuvo la seguridad de que había oído algo. Helen gritó de alegría.

—¡Sí!

—¿Cu... cu... cuál es?

—Cinco sesenta y dos. La que pusiste tú, donde había tantos arbustos. ¿Te acuerdas?

Corrió hacia él con una sonrisa en los labios, tendiéndole los auriculares para que también pudiera oírlo.
Buzz
empezó a ladrar dentro de la camioneta hasta que Helen le hizo callar. Luke se puso los auriculares.

—¿Lo oyes?

Al principio no oyó nada. Después Helen ajustó el receptor, y él oyó el chasquido rítmico de la señal. Asintió con una sonrisa, y ella le dio una palmada en el hombro.

—¿Qué, trampero? Has atrapado un lobo, ¿eh?

Tardaron veinte minutos en llegar al final del camino. Ella iba tan rápido que Luke consideró una suerte seguir vivo para contarlo. Helen se pasó todo el trayecto bromeando sobre la suerte del principiante, y diciendo cómo aparecía de repente y le ganaba por la mano, después de todo lo que se había esforzado ella. Él rió y prometió no contárselo a nadie.

Aparcaron al borde de un claro y fueron a preparar las mochilas en la trasera de la camioneta. Al otro lado del claro había dos leñadores de la compañía de postes, fumando contra un remolque a medio cargar. Luke no los conocía. Helen los saludó con la mano y les dijo hola, pero los leñadores se limitaron a hacer un gesto con la cabeza, seguir fumando y mirarlos con descaro sin siquiera esbozar una sonrisa.

Mientras cerraba la mochila, Helen puso en boca de los leñadores una conversación fingida que sólo pudo oír Luke.

—¡Vaya, si es Helen! ¿Cómo va eso? ¿Has pillado algún lobo? ¿En serio? ¡Qué bien! Gracias, gracias. Igualmente. ¡Adiós!

—¿Ya los habías visto? —preguntó Luke en voz baja.

—¡Por supuesto! ¡Casi me sacan del camino un par de veces! —Ató las correas de la mochila y, sonriendo, se la echó a la espalda—. ¿Te has fijado en lo que han hecho con la cabeza? La han movido un poquito. Tú espera, que aún acabaremos siendo la mar de amigos. Dentro de cada leñador hay un amante de la naturaleza esperando el momento de salir.

—¿Tú crees?

—No.

Dejaron a
Buzz
en la camioneta y echaron a caminar.

Helen no había necesitado oír la señal para estar segura de haber atrapado un lobo. Su sueño nunca le había fallado.

Nunca se había atrevido a contárselo a nadie. Resultaba demasiado absurdo. Además, bastante difícil era ya ser mujer en un mundo tan machista como el de la investigación sobre lobos para que encima sospecharan que se había vuelto
tururú
, expresión con que su madre se burlaba de varias cosas, desde la astrología a los complejos vitamínicos. Y a decir verdad, aunque no dudaba de que hubiera más cosas en el cielo y la tierra que las que captaba el microscopio, Helen ocupaba el extremo escéptico de la escala
tururú
.

A excepción, claro está, de sus sueños sobre lobos.

Había empezado a tenerlos en Minnesota, poco después de aprender a poner trampas. Cada sueño era distinto a los demás. Los había muy claros, como cuando veía un lobo en una trampa, esperándola. Otras veces eran más crípticos, hasta el extremo de tocar temas que no tenían nada que ver. En esos casos, el lobo no asomaba la oreja pero su presencia flotaba en el ambiente. Tampoco había un sueño para cada captura. Helen podía pasarse meses cogiendo lobos sin soñar ni una vez. Ahora bien, cuando soñaba siempre tenía un lobo esperándola a la mañana siguiente.

Y por si eso no fuera lo bastante
tururú
, solía darse el caso de que se despertara sabiendo en qué trampa iba a encontrarlo. A veces veía la localización exacta; otras se trataba de algo más simbólico, y sólo disponía de pistas. Tanto podía ver árboles como piedras o agua, y deducir de ello en qué trampa buscar. Esa parte del sueño no era infalible. Podía suceder que el lobo apareciera en otra trampa. Sin embargo, la confianza de Helen en sus sueños era tal que, cuando ocurría esto último, no atribuía el fallo al sueño sino a su interpretación.

En tanto que científica, se recriminaba con dureza tales tonterías. Trataba de convencerse de que sólo era un caso de autosugestión u otras jugarretas de la mente, una especie de equivalente soñado de cuando se tiene la sensación de haber hecho algo antes. Durante su colaboración con Dan Prior se había pasado todo el verano apuntando sus sueños en secreto y cotejándolos con los resultados de las trampas. La correlación era irrefutable, pero no tuvo arrestos suficientes para decírselo a Dan.

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