Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
—¿Cómo estamos de gasolina?
—Mal.
Aceleró cuesta arriba, por debajo de unos altos árboles.
—Da igual. Alejémonos de aquí tanto como podamos -dije.
Ella asintió con la cabeza con un gesto que me pareció demasiado rápido. Su miedo parecía inundar el coche. Se agarraba al volante como si éste fuera la única rama en un despeñadero.
—Deberíamos encontrar una estación de esquí -dije mientras pasaba las manos por el tejano y el suéter y sentía, por primera vez, una conexión entre mis sentidos y algo que se parecía al mundo real. Tomé incluso mayor conciencia del estado en que ella me había encontrado. ¿Qué demonios debió de pensar?
Ella asintió con la cabeza.
—Nos pararemos allí para pasar la noche.
—No. Seguro que él espera eso. Tenemos que bajar de estas montañas.
—Ya te lo he dicho. Se ha marchado.
El coche tenía calefacción, pero yo tenía mucho frío en mi interior. Me rodeé el cuerpo con los brazos y sentí, de repente, una gran pesadez. Me di cuenta de que le decía:
—Por favor, no te detengas. — Me enrosqué un poco de costado-. Discúlpame.
—Estás disculpada -oí que respondía.
Me desperté. El coche se había detenido y vi las siluetas de unos edificios tipo chalet. Clemmie se había ido. La llamé con un grito. Su cabeza apareció por la ventanilla trasera del lado del conductor.
—Relájate. Estoy preguntando.
Estaba muy oscuro. Las estrellas habían desaparecido. Ella me dejó y caminó unos pasos en dirección a un hombre que llevaba un destrozado sombrero y un bastón en la mano izquierda. Parecía un pastor, y no creía que hablara ni una palabra de inglés.
Miré hacia atrás, hacia ese embrujo de bosques. Vi de dónde veníamos, una irregular carretera que serpenteaba desde unos valles envueltos en la noche, más allá de la estación de esquí. Los pálidos hermanos podían aparecer desde esa quietud en cualquier instante.
Me tomé el pulso de la muñeca; lo tenía desbocado. Recordé que tenía cacahuetes en el bolso; éste se encontraba a mis pies, y casi lo destrocé mientras los buscaba. Encontré la bolsa y la rompí, esparciendo los cacahuetes por todas partes. Los recogí del suelo y me los metí en la boca, tenía un hambre repugnante.
Clemmie volvió al coche y me vio. Apartó la mirada.
—No hay gasolineras abiertas a estas horas. Podemos quedarnos en uno de estos hoteles hasta la mañana para llenar el depósito, o podemos aventurarnos en la oscuridad, pero quizá nos quedemos sin gasolina en la carretera. Tú decides.
—Nos aventuramos.
Ella se despidió del pastor con la mano y nos marchamos. Cuando hubimos dejado atrás la estación de esquí, sentí que el miedo iba abandonándome de forma gradual, y que el suyo, también.
—Quince kilómetros para Brasov -dijo-. Quizá lleguemos.
Despierta y alerta, con un hambre rabiosa, empecé a pensar.
—¿Qué estás haciendo aquí arriba? — pregunté.
—Buscarte.
—¿Cómo? ¿Por qué? No me lo creo.
Me miró de reojo mientras conducía, con una expresión de profunda interrogación.
—¿Tienes idea de cuánto hace que has desaparecido?
Yo negué con la cabeza.
—¿Una semana?
—Tres. — Hizo una pausa para permitir que yo lo digiriera.
—Imposible -dije.
—Has perdido la noción del tiempo. La policía rumana ha estado batiendo estas colinas. Ha habido una investigación por parte del FBI y del Departamento de Estado. No puedes imaginarte el lío que has armado.
Intenté contar los días que sabía que habían transcurrido mientras estaba en la montaña. No hubo forma de que sumaran tres semanas.
Pero, por alguna razón, creía a Clemmie. Parecía que Torgu había aprisionado al tiempo allí arriba también.
—¿Cómo es posible que tú me hayas encontrado y que ellos no? — le pregunté.
—Yo sabía a quién y qué buscar.
La miré, confusa. No lo comprendía. Ella dirigió la mirada hacia el indicador de gasolina y, luego, a la carretera, que descendía en unas curvas amplias y suaves. Casi hubiera podido apagar el motor.
—¿Recuerdas esa noche en el hotel? — me preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Justo en ese momento supe que tenías problemas. Sabía que ese hombre… ¿cómo se llamaba?
El nombre me resultó repugnante en los labios.
—Torgu.
—Supe que era algo malo. Y él sabía que yo lo sabía. ¿Te diste cuenta de cómo me miró?
Yo recordé ese momento.
—¿Por qué no me lo advertiste?
Se hizo un silencio y supe que había sido una pregunta tonta. Yo no la hubiera escuchado.
—Lo intenté, a mi manera -dijo. Y lo había hecho. Me había dado el crucifijo-. Lo siento. Me hubiera gustado hacerlo mejor.
El coche inició otro descenso, otro nivel en la montaña. Clemmie continuó explicándose con un tono de culpa en la voz.
—Esperé fuera a que te marcharas del hotel. Cuando subiste a su coche, yo me encontraba en un taxi a un bloque de distancia, y te seguimos todo lo que pudimos. — Sus palabras me evocaron recuerdos de esa noche, antes de que pasara nada-. Llegué hasta la estación de esquí. Le vi detenerse y escupir por la ventanilla, y entonces, no sé cómo, mi taxista os perdió. Recorrimos las carreteras durante horas, pero… nada.
—Posiblemente el taxista trabajara para él -dije yo.
—Quizá. Sí. Se me ocurrió más tarde.
Mientras descendíamos en coche, tuve la sensación de estar volando; no era la clase de sensación que se tiene en un avión, sino más bien la que le sobreviene a uno después de un largo sueño, un suave aterrizaje dormido.
—Bueno -continuó Clemmie-. Sabía que estabas allí arriba. Y me imaginé que volverías al hotel; tenía la esperanza de que lo hicieras. Así que esperé, pero no volviste.
Sentí que me embargaba una ola de emoción. Apoyé la cabeza entre las manos y lloré.
—Deben de creer que estoy muerta… -sollocé-. Todos.
—Yo lo creí -dijo Clemmie en voz baja, con pena-. Incluso cuando apareciste entre la hierba, no tuve la seguridad de que no lo estuvieras. Ni siquiera ahora la tengo.
Levanté la mirada hasta Clemmie y ella me puso la mano en la rodilla con ternura. La sensación de pesadez se escapó por las rendijas y conductos del coche y mis sentidos se apagaron hasta que volví a quedarme dormida. Cuando me desperté, estaba amaneciendo. El coche se había detenido. Una luz limpia y azul atravesaba el cristal. Me incorporé y estiré las piernas. El pie izquierdo me dolía terriblemente. Sentí un pinchazo muy fuerte en la cabeza y una desagradable sensación en el pecho. Me precipité por encima del muro de contención y vomité los cacahuetes. Clem corrió a mi lado, me sujetó el cabello con una mano y, con la otra, me masajeó la espalda. Después, a la luz del amanecer, miramos las llanuras de Transilvania.
—La gasolina se ha terminado, Evangeline. Tendremos que poner el coche en punto muerto para bajar desde aquí. — Me dio un masaje en el cuello-. ¿Quieres que eche un vistazo al pie?
Hice un gesto negativo con la cabeza. No quería que me tocaran más. Sólo quería que me dejaran sola.
—¿Vas a decirme alguna vez qué te ha sucedido?
Negué otra vez con la cabeza.
—Tú todavía no me lo has contado todo. ¿Cuándo viste a Torgu?
Clemmie me observó detenidamente con una expresión de suspicacia benigna.
—Muy bien. Tienes un aspecto infernal, y eso no es asunto mío, y Dios es testigo de que nunca diré nada sobre esa vestimenta que llevabas cuando te encontré, pero antes o después tendrás que explicarle a alguien dónde has estado durante todo este tiempo. Lo sabes, ¿verdad?
La verdad es que no se me había ocurrido. Ahora que Clemmie lo mencionaba, no tenía ni idea de qué decirle, ni a ella ni a nadie más. Todo ese asunto parecía indescriptible, y me di cuenta, con un escalofrío, de que no me era posible volver con mis seres queridos. Lo verían. Lo sabrían. Yo había cambiado. Mi encuentro con esa Cosa me había cambiado de una manera que resultaba visible y evidente. Sentí náuseas al pensar en Robert, mi prometido, me pregunté qué vería él en mi rostro, qué notaría en mi voz. Me preguntaría por el anillo de compromiso, y tendría que mentirle y decirle que lo había perdido. Y él se daría cuenta de la mentira y querría saber más, y yo tendría que decírselo. ¿Y si intentaba tocarme? ¿Qué, entonces? ¿Sería yo la mujer que él recordaba, u otra persona capaz de exhibiciones que él nunca había imaginado? ¿O me quedaría helada de terror?
Y más allá de todas esas consideraciones había otra cosa, la corriente de palabras en mi cabeza, ese flujo y reflujo, como una grieta de locura en la distancia. No sería posible revelar la verdad de esos sonidos sin dar a entender a todo el mundo que había perdido la cordura. No podía contarles que el hombre que me había atacado había cobrado vida en mi mente. Ni yo misma podía creerlo.
Ella pareció leerme el pensamiento.
—Vale. Vi a ese hombre, Torgu, ayer por la tarde. Para serte sincera, yo había dejado de ir al hotel. Con ayuda de Todd… -se interrumpió, desbordada por la emoción. No lloró, pero se llevó una mano a los labios y esperó un momento a que se le pasara.
—Lo siento -dije.
Quitó importancia a mis palabras con un gesto.
—Él era como yo. Trabajamos juntos en Jordania hace mucho tiempo. Le encontré en un café. Estaba llevando a cabo una pequeña misión en algún centro, al estilo de la vieja iglesia. Le hablé de ti y se ofreció a ayudarme.
Se quedó callada un rato más. Era mi turno de ofrecer consuelo. Le puse una mano en el hombro. El sol, desde las montañas, nos calentaba.
—Bueno -dijo finalmente, levantando la vista hacia el BMW-, eso fue más o menos una semana después de que te hubieras marchado, y de repente se me ocurrió que tu coche de alquiler todavía debía de estar aparcado en el garaje del hotel. El mozo recordaba que yo había estado en ese coche, aceptó un regalo y me dio las llaves, y Todd y yo empezamos a recorrer las colinas. Él hablaba un poco de rumano, así que íbamos ofreciendo la descripción de ti y del tipo, y cada vez me sentía más preocupada. En cuanto mencionábamos a ese tipo, cuando le describíamos, la gente se quedaba en silencio. Se santiguaban, ya sabes, como en las películas…
Yo me acerqué al precipicio y miré hacia abajo. Allí se encontraban los tejados rojos de una vieja ciudad. Más allá, la llanura se perdía.
—Me lo creo -dije.
—Eso continuó así durante una semana más o menos, y entonces empecé a ver muchos coches aquí arriba y a todo tipo de hombres, y me pareció que empezaba a ser un poco peligroso continuar conduciendo un coche que había pertenecido a una mujer desaparecida. Hace cinco días, tu foto apareció en las calles de la ciudad. Aparqué el coche en un bosque y Todd y yo nos turnamos en el hotel, él durante la mañana y yo durante la tarde. Fue un encanto.
—Continúa.
—Bueno, yo estaba sentada en el vestíbulo del hotel, leyendo un prospecto que Todd me había dado, cuando ya sabes quién entró por la puerta. Tenía un aspecto horroroso, como si estuviera consumido, pero era el mismo tipo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—¿Estás segura?
—Positivo. — Incluso el brillante sol de la mañana pareció palidecer. Oí su voz en mi cabeza, como un viento que recorriera unos profundos cañones de emoción. Le noté. Quería notarle-. Fue hacia el recepcionista y le dio unos cuantos billetes. Yo me levanté; no quería que me viera. Salí del vestíbulo por la puerta principal y esperé. No había pasado mucho rato cuando él salió del hotel y se subió a una limusina que se había detenido delante. En cuanto ésta hubo arrancado, fui a buscar al botones que se había encargado del equipaje, tres o cuatro bultos, y le di mi último fajo de dólares americanos. Le pregunté quién era, y él me miró de forma extraña. Le dije que era estadounidense, y que bailaba en un bar de la ciudad, y que a ese hombre se le había acumulado la cuenta y yo estaba muy cabreada. Era un chico amable. Quizá se pensó que yo bailaría para él. Me dijo que era un tipo rico, y que se dirigía a Bucarest. Y supe que ésa era mi oportunidad.
Yo meneé la cabeza, asombrada. Estaba sucediendo de verdad.
—Se va a Nueva York -dije.
—¿A Nueva York?
Lo dijo en un tono de incredulidad, y no podía culparla. No parecía posible que ese hombre intentara de verdad llegar a Estados Unidos, no ahora, no con su expediente criminal. Pero no podía decirle nada más a Clemmie. No estaba preparada.
—Todavía no lo comprendo -dije-. ¿Cómo es que estabas en esa carretera ayer por la noche?
Me miró con una expresión de cierto orgullo.
—En parte fue por suerte, y en parte, a causa del botones. Le pregunté si sabía dónde vivía ese tipo rico y él soltó una carcajada y me dijo que tenía un hotel arriba, en las montañas. Nadie va allí ya, pero se encuentra en la carretera, al otro lado del valle de esquí. Todd y yo subimos al coche y recorrimos toda la zona. — Su rostro se ensombreció otra vez-. Nos detuvimos sólo porque vimos algo en la carretera. Evidentemente, esos hombres te estaban buscando.
Se inclinó hacia delante y recogió unas piedrecitas del suelo. Las tiró contra las ramas de los árboles que se extendían por debajo de nosotras. Me miró con expresión de súplica.
—Yo también tengo preguntas, Evangeline.
—Lo sé.
Arqueó una ceja.
—¿De verdad quieres tener secretos conmigo? ¿Después de que te haya encontrado en la oscuridad vestida solamente con unos andrajos? — Recogió unas cuantas piedras más y las tiró hacia abajo-. Sé quién soy, sé lo que hice. Provoqué la muerte de Todd. Pero ¿qué has hecho tú? — Suspiró con impaciencia-. Tenemos que tomar una decisión, Evangeline.
Fue hasta el coche y sacó la mochila. Se la colgó de la espalda. Pusimos el coche en punto muerto y lo empujamos colina abajo hasta unos matorrales. Con un mudo acuerdo, consideramos que el vehículo se había convertido en una carga. Las hojas de los árboles habían empezado a cambiar de color, pero el día era caluroso. Empezamos a caminar.
A
l fin, empecé a sentir necesidad de hablar, aunque solamente fuera para decirme a mí misma que todo eso había ocurrido de verdad, y Clemmie estuvo contenta de escuchar. No hizo ni una pregunta. Le conté casi todo, aunque no mencioné la parte de mi último encuentro con Torgu. Ella era una cristiana devota, me dije, y no lo comprendería. O quizá sí lo comprendiera, pero yo no quería que lo supiera. Si lo sabía, me pondría en peligro, me decía una voz interna; no quería que nadie lo supiera hasta que yo comprendiera qué era lo que tenía dentro.