Tierra de vampiros (25 page)

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Authors: John Marks

—¿Dicen qué aspecto tiene esa criatura? — pregunté.

Se oyó otro trueno, un chasquido y un latigazo, y la lluvia se desplomó desde el cielo. Tuvimos que refugiarnos en una portería de piedra y pronto estuvimos empapadas. El dolor del pie me había subido hasta el tobillo. Al cabo de poco tiempo tendría que rendirme a las necesidades físicas, y ella también. Ella temblaba, mojada y con frío, pero continuó hablando sin dejar de mirarme. Todas las palabras que le salían de los labios se habían convertido en una pregunta.

—No existe ninguna descripción en el folclore, ni ninguna mención en los textos relevantes la sugiere. Pero vi al hombre con quien te encontraste en el hotel, y en ese instante supe que me encontraba ante el Ab de los sajones.

Me asaltó un impulso salvaje. Quería estrangularla. Las voces me latían en las sienes como si fueran mi pulso. Ella se inclinó hacia delante. Tenía una gota de agua en la punta de la nariz.

—¿No puedes decirme nada más, Evangeline?

Por primera vez me di cuenta de que llevaba la misma camisa rosa de niña bien que vestía la primera vez que nos encontramos. El agua le había empapado la ropa y se le había pegado al cuerpo. Me volví para mirarla a la cara y me di cuenta de que, en verdad, era unos dos centímetros más alta que yo. Los ojos le brillaban con suspicacia. A mí me castañeteaban los dientes. El frío se me había metido en los huesos. En mi defensa, levantó un puño amenazador al cielo.

—Maldito seas -le dijo a Dios.

—No es posible que seas cristiana.

Me cortó con una mirada oscura.


Au contraire.
Mi fe se enraíza en lugares más profundos de lo que puedan imaginar los más virtuosos de este mundo. — Esbozó una sonrisa cruel y torcida-. Soy la merodeadora del Señor, Evangeline. Ten cuidado.

Nos preparamos para empaparnos otra vez y corrimos bajo la tormenta. Ella me tomó de la mano. El agua corría formando remolinos entre las piedras antiguas y nos lamía los tobillos. Llegamos ante un hotel en ruinas. Clemmie le dio un fajo de billetes al recepcionista y pidió una habitación. Él nos miró y nos dio una gruesa llave de metal. La habitación era húmeda y mohosa, tenía aspecto de no estar en uso, pero yo me quité la ropa mojada. Estaba a punto de meterme debajo de las sábanas cuando ella me puso la mano en la cadera.

—No tan deprisa. Voy a echarle un vistazo a tu pie, primero. Túmbate de espaldas.

Ella no se había desvestido y yo me sentía avergonzada de mi desnudez, pero hice lo que me había dicho. Se sentó en el extremo de la cama con un tubo de Neosporin que había sacado de la mochila empapada y, con cuidado, me levantó el tobillo. Mientras me lo sujetaba con la mano, utilizó un extremo de su camisa mojada para limpiarme la tierra y las agujas de pino de la herida. Yo chillé, y ella me acarició el pie y se disculpó. Cerré los ojos y le permití continuar con su lento trabajo. Terminó con la herida y continuó limpiándome las piernas con la camisa húmeda con un movimiento ondulante que no se detenía. Yo la dejé hacer. Había perdido la capacidad de resistirme. Me frotó todo el cuerpo, haciéndome rodar hacia un lado y luego hacia el otro. Cuando hubo terminado, se detuvo y me puso un dedo sobre el abdomen.

—¿Qué es esto? — preguntó, otra vez con ese tono de ansiedad en la voz. Yo miré hacia abajo y vi algo parecido a una marca de nacimiento, pero no era posible. Nunca la había visto antes. Me recordaba vagamente la forma de una esvástica, y pensé que debía de ser un moratón.

—No lo sé -dije.

La examinó más de cerca, con el ceño fruncido. Se quitó la ropa y vi su cuerpo por primera vez, desgarbado y delgado, pero fuerte y de un vigor que yo nunca había tenido. Era una chica de pelo liso, pura y simple.

Se metió debajo de las sábanas, se acurrucó a mi lado y, mientras la lluvia caía, continuó con su interrogatorio. No dejaría de perseguirme. Quería obtener algo precioso de mí.

—¿Te sientes mejor? — preguntó.

La miré fijamente a los ojos.

—¿Dijeron los sajones cómo matar a esa cosa de la que hablabas? — le pregunté yo.

Estábamos tumbadas de costado, de cara la una a la otra, dándonos calor. Me acarició la mejilla.

—Tenía la esperanza de que tú podrías contarme alguna cosa sobre eso.

Noté que el pánico me encendía las mejillas.

—Si lo hubiera matado, lo habría dicho.

Las voces aleteaban como alas de pájaro en mi cabeza. Ella volvió a acariciarme la mejilla y yo aparté sus dedos. La lluvia golpeaba las paredes exteriores.

—Quizá no lo mataste, pero te escapaste. ¿No puedes decirme cómo?

Yo aparté la mirada. Ella me puso un dedo en la barbilla y me obligó a mirarla a los ojos.

—Vaya, ¿te estás ruborizando? ¿Qué es lo que no me estás diciendo?

El rostro le brillaba por la lluvia. Tenía los labios entreabiertos, como si pronunciaran una pregunta constantemente. Yo quería que se callara. Quería hacerle daño. Quería que dejara de hacer preguntas. Me rozó el vientre con la más suave de las caricias.

—No se lo dirás a nadie -le dije-. Mientras vivas.

—Nunca.

Acerqué los labios a su oreja, húmeda y fría. Posó las manos en mi cintura mientras escuchaba.

—Lo sabía-susurró.

Sus manos se desplazaron desde mi cintura hasta mi abdomen, donde había descubierto la extraña marca. Me besó en los labios.

Treinta

N
ada en esta narración pretende ser frívolo. He intentado, en lo posible, ser simplemente honesta. Mi sexualidad es un tema importante en este asunto, relevante para el resultado de los sucesos. Diré que, durante las pocas semanas de nuestra relación amorosa, sentí un profundo afecto por Clemmie, aunque nunca tuve la sensación de que nuestra situación fuese duradera. De hecho, tuve premoniciones de lo que estaba por venir. Quizá fue Torgu, incluso entonces, que me susurraba nuestro futuro. Mientras hacíamos esas cosas en esa cama, me decía a mí misma que a mí no me gustaban las mujeres en general, pero la experiencia en el hotel de la montaña había desbloqueado ciertas cosas en mí, me había desviado de las líneas de fuerza y de los conceptos que habían marcado la mayoría de mis elecciones durante la vida. Esas líneas eran falsas. Todos nosotros somos todo aquello que la especie ha sido siempre. Ahora lo sé.

Pero no me equivocaría si dijera que, en esos momentos, permití que me pusiera las manos encima por la misma razón por la que me exhibí ante Torgu: por una cuestión de supervivencia. Clemmie quería algo más que sexo. Quería respuestas, y yo no iba a ofrecérselas. Lo que podía darle era otra clase de respuesta. Podía protegerme a mí misma distrayéndola. Si ella quería disfrutar de mí, en esas horas de absoluto miedo y confusión, yo se lo permitiría. Me parecía muy poco, en señal de agradecimiento, permitir que tuviera lo que deseaba. Soy mucho peor que cobarde, ahora lo veo, pero me perdono el error. Lo perdono todo. Yo quería vivir.

A la mañana siguiente salimos a buscar comida, evitando la mirada hosca del recepcionista, y Clemmie formuló una pregunta práctica.

—Y ahora ¿qué?

Nos estábamos quedando sin dinero. Esa iba a ser nuestra última noche en el hotel. Nos iríamos y venderíamos el coche de alquiler. Antes o después, yo tendría que enfrentarme al mundo.

—No puedo, todavía -repuse, pensando en Torgu. A cada día que pasaba, yo me sentía más como su seguidora y menos como su víctima. No puedo explicar esa transformación de mis sensaciones, pero era como si me estuvieran dando caza, y Clemmie, sin saberlo, se había convertido en uno de los cazadores. Ella todavía no sabía que había conseguido su presa-. ¿No podemos deambular un poco, sin más? Hasta que sea capaz de saber qué voy a decir. ¿Te gustaría?

—Lo que hemos hecho no es ningún pecado -me dijo en tono cortante, como si yo la hubiera acusado-. Jesús no lo menciona ni una sola vez.

—Por supuesto que no. No lo decía en ese sentido. Sólo he querido decir… me gustaría…

—Lo siento. — Se había ruborizado. Me dirigió otra de esas miradas ansiosas-. Quizás eso no te parezca muy cristiano, pero ¿por qué no mientes? Di que te encontraste con un gánster, que te violó, que te golpeó y que te encerró hasta que pudiste escapar. ¿Quién lo pondría en duda?

Si hubiera sido simplemente cuestión de mi inocencia, pensé, hubiera ido a la policía en ese mismo momento. Pero era esa otra cosa lo que me impedía hacerlo, el nacimiento de ese oscuro y nuevo yo. No quería rendirlo, no quería perder el poder. Pensaba que mi rostro delataría mi complicidad; que la policía lo vería. Clemmie ya lo había visto, aunque no lo sabía. Todavía no quería creerlo. Pero al final lo creería, y yo tendría que manejar la situación. En lugar de mentir a la policía, le dije una media mentira a ella.

—No soy buena mintiendo.

En general, eso era verdad. Siempre he dicho lo que pienso, incluso cuando mis palabras han ofendido a la gente. No se lo conté a Clemmie, pero una vez Robert me hizo un gran cumplido; me dijo que él sabía cuándo me había complacido en la cama porque yo no decía nada hasta que no pasaba algo de verdad, y ése no era un hecho frecuente. En esos momentos todo se había convertido en su contrario. Mi historia se había convertido en una mentira. Mi rostro, mis ojos y mis labios disimulaban la mentira. La verdad discurría como un río por mi mente, inundándome. Ella no lo veía, engañada por su conocimiento limitado, pero mis colegas en
La hora,
que me conocían, lo verían. Detectarían cada laguna de mi historia antes que yo. Si me habían golpeado, ¿dónde estaban las marcas? ¿Dónde me habían retenido? ¿Quién había sido mi secuestrador, el criminal más famoso del hampa de Europa del Este?, un hombre a quien muchos creían muerto; un hombre que, para otros, era un mito. ¿Por qué no había ido directamente a la policía? ¿Por qué había estado vagando por Rumania con esa mujer? No podía enfrentarme a ellos sin tener respuestas contundentes.

—Cuando vaya a las autoridades -le dije-, voy a contarles exactamente lo que me ha sucedido. Se lo voy a contar con exactitud. Si no, no tiene sentido.

Entrecerró los ojos con expresión dubitativa. Me di cuenta de que había empezado a cuestionar mis motivos, pero ella también estaba dividida. «Debo mantenerla a mi lado un poco más», pensé. Ella dijo que deberíamos volver a Bucarest, pero le dije que era demasiado arriesgado. Había demasiados policías en la carretera, demasiada actividad en general. Y si íbamos hacia el sur, tendríamos que atravesar las montañas de Torgu otra vez, y yo no podía hacerlo. Recordé los mapas del país que había visto y creí que era mejor ir hacia el norte, en dirección a la cordillera este de las montañas. Al otro lado de la cordillera estaba la autopista nacional y podríamos tomarla hacia el sur, hacia la capital. Para entonces, le dije, yo estaría preparada para entregarme. Ella me creyó.

Octubre terminaba, y el tiempo se hizo más frío. Compramos gasolina, recuperamos el BMW y lo vendimos por quinientos dólares al propietario del hotel donde nos habíamos escondido de la lluvia. Él no hizo preguntas. Con ese dinero, Clemmie y yo compramos unas botas de segunda mano, calcetines y unos suéteres a una vieja gitana. También necesitábamos provisiones y, en las afueras de la ciudad, entramos en un campo de manzanos cargados de frutos rojos y crujientes y llenamos la mochila. Las carreteras de Transilvania tienen dos carriles y son estrechas, y están pobladas por un tipo de tráfico propio de distintas épocas históricas: camiones de gasóleo, carros tirados por caballos, pastores a pie con sus rebaños. Nos mantuvimos alejadas de los vehículos motorizados y nos subimos a la parte trasera de los carros de paja. El ritmo era lento, pero la gente era amable y nos ofrecían cebollas, lomo curado y otros alimentos sencillos. Por la noche, dormíamos en graneros, almiares o silos; en cualquier parte que pudiéramos. El tiempo empeoró, y algunos días nos quedábamos dentro. En un pueblo húngaro pasamos una semana realizando tareas en una granja, cuidando de los niños pequeños, barriendo suelos, pelando maíz. No hablamos mucho. No había nada que decir. Yo me sentía como si hubiera pasado de un sueño, una pesadilla, a otro, un idilio en el que las cosas tenían tan poco sentido como antes.

Presencié por primera vez una nevada rumana. Estábamos acurrucadas la una junto a la otra en un granero que tenía una cruz en el tejado, a punto de dejar atrás la llanura y de iniciar el ascenso a la cordillera. Clemmie me abrazaba y me hablaba de ella. Su madre estaba en Chicago, pero su padre murió cuando ella era pequeña. De joven, tuvo la oportunidad de ir a West Point, pero renunció al final del segundo año. Era demasiado religiosa para muchos de los otros cadetes, y la vida militar no estaba hecha para ella. La vida de misionera, sí. Las situaciones sociales le resultaban difíciles. Le gustaba encontrarse en el límite de las cosas; vivir en lugares donde terminaba una cultura y empezaba otra. Siempre había salido con chicos y con chicas, y nunca se había sentido cómoda sólo de una manera o de otra; Dios amaba a todas sus criaturas. Sólo había estado enamorada una vez, de una mujer, otra cristiana, pero no habían sido capaces de manejar las contradicciones. De todas formas, la mujer había muerto de cáncer. Yo lloré mientras la escuchaba, pero Clemmie no quería compasión. Me pidió que le hablara más de mí. No pude. No había nada que decir. Yo ya no era yo. Los susurros de mi cabeza se habían hecho más potentes y parecían señalar en una dirección. Antes, en la montaña de Torgu, me habían parecido malignos. Pero, poco a poco, los susurros se habían convertido en algo íntimo, y algunas veces en que habían remitido yo había sentido la angustia de una pérdida inefable. El suave e insistente goteo de esos nombres de lugares se convirtió en una canción que yo deseaba cantar, pero, por mucho que lo intentara, todavía no era capaz encontrar las palabras. Cuando Clemmie no podía oírme, yo intentaba repetir esos susurros, recitarlos con los labios de la misma forma en que fluían por mi mente, con el mismo ritmo. A veces me movía al ritmo de esa canción, pero entonces ella me dirigía una penetrante mirada y ese impulso moría.

Empezó a suceder algo incluso más seductor. Al cerrar los ojos, empecé a ver esas palabras, a verlas de verdad, como un panorama del desastre. Al cerrar los ojos, empecé a notar cosas. Podía tocar la piel de esas palabras, que era como la piel de los caídos. Podía observar los ojos de los moribundos; me arrodillaba a su lado en las calles, en las trincheras, en sus casas, y les tomaba de la mano. Una noche, me desperté gritando de un sueño que reposaba entre las sílabas de unas palabras como serpientes en un saco. En ese sueño, yo me encontraba en una casa en un valle. La puerta se abría con un crujido y oía unos pasos en el vestíbulo, los de unos hombres que hablaban en un idioma que no comprendía. Entraban en la habitación y un hombre, Robert, saltaba fuera de la cama. Ellos le sujetaban, torciéndole los brazos detrás de la espalda, y le cortaban el cuello. Entonces se dirigían hacia mí y mientras yo gritaba, me violaban. Y mientras el último intruso me violaba, me clavaba un cuchillo entre las costillas, hasta el corazón. Creí que acababa de despertarme de un sueño que hablaba de mi propia muerte, pero no era eso. Abrí los ojos y tenía el cabello de la mujer en la boca. Yo me había convertido en el último de los violadores. Tenía el cuchillo de Torgu en la mano, y lo estaba empujando entre las piernas de la mujer. Con un gesto mecánico, clavé el cuchillo entre las costillas de la mujer hasta su corazón. Me desperté gritando, y Clemmie me abrazó.

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