Tierra de vampiros (26 page)

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Authors: John Marks

Me preguntó qué sucedía, y le conté una pequeña mentira. Le dije que yo estaba en el centro de la ciudad, ese día, en Nueva York, durante los ataques -lo cual era cierto-, y que había tenido un sueño acerca de ello -lo cual era falso.

—Pobrecita -dijo, pero no pareció completamente convencida-. Deja que eche otro vistazo a esas marcas.

Me levanté la camisa y ella pasó el dedo por encima de una esvástica, una medialuna y una línea de caracteres cuneiformes.

—Hay más -dijo-. Es una especie de sarpullido, pero no tiene aspecto de escritura, ¿verdad? — Levantó la mirada-. ¿Duele?

Yo negué con la cabeza. El sarpullido no me provocaba ningún dolor físico. Pero sentía esas marcas como si me hubieran sido grabadas en la mente en lugar de en el cuerpo. No se lo dije; no le dije que ese sarpullido se me metía en la sangre como las voces en la cabeza, que ambas manaban de la misma fuente.

Unos días después, mientras subíamos por la carretera por encima del Paso Borgo -una subida muy dura- ella me oyó.

—¿Qué has dicho?-preguntó.

Yo me sobresalté. Tuve la horrible idea de que podía leerme el pensamiento.

—¿De qué estás hablando?

—De esos susurros. ¿Estás rezando?

—Yo no rezo; eso es para ti.

Ella se detuvo.

—¿Qué diablos está sucediendo, Evangeline?

Yo me negué a responder. Continué caminando.

—No hagas eso. Está sucediendo algo y tengo que saberlo. Nos enfrentamos con temas serios aquí. ¿Puedo confiar en ti? — inquirió.

Yo continué caminando.

—¡Estás pronunciando nombres de lugares bíblicos! — gritó-. ¿Lo sabes?

En la parte más alta del paso había un hotel que había sido construido por los comunistas para capitalizar el turismo relacionado con las ideas que los occidentales tienen sobre los vampiros. No podíamos permitirnos pagar una habitación, pero la seguridad era escasa y esperamos hasta que apareció un autobús con turistas. Nos mezclamos con la masa, la mayoría alemanes y daneses, y nos separamos de ellos cuando llegaron a la recepción. En muchos sentidos, Clemmie tenía un don para detectar los detalles más desapercibidos. Llegamos a una parte del hotel que no tenía ni calefacción ni electricidad. Estaríamos heladas allí, pero disponíamos de nuestros cuerpos, nuestros jerséis y nuestras mantas.

Ella seguía enfadada conmigo, y durante un rato estuvimos en silencio, mordisqueando la última manzana y compartiendo una lata de Coca-Cola que habíamos reservado.

Mientras aplastaba la lata, me dijo:

—Cuando lleguemos al otro lado de esta cordillera, continuarás sola.

Tiré el corazón de la manzana. Había llegado el momento.

—Oh, ¿de verdad?

Ella adoptó una expresión de desconfianza.

—Ya no me gusta la manera en que me miras -dijo.

—¿Ah, sí?

Ella estaba sentada con la espalda apoyada en la cama deshecha y me miraba como si yo fuera a morderla.

—Te gusto mucho cuando te desvisto -le dije.

—Te aprovechas de ello.

—Te gusta.

Los ojos le brillaron con miedo y deseo. Yo me puse de rodillas, apoyé las manos en sus hombros, la empujé contra la cama y la besé en los labios.

Se le aceleró la respiración.

—No te disgusta la manera en que te beso.

Ella me empujó.

—Algo no está bien, Evangeline. Estás cambiando ante mis ojos.

Unos días antes, esas palabras me hubieran alarmado. Pero ahora la veía tal y como era de verdad, una fanática religiosa asustada que se encontraba cara a cara con su peor pesadilla. Era preciosa en su error. La sujeté contra el lateral de la cama y la besé otra vez. Ella me abofeteó. Yo la abofeteé. Intentó desasirse de mí, saltar por encima de la cama y llegar hasta la puerta, pero yo la sujeté por las piernas. Me había vuelto fuerte. La sujeté y la arrastré hacia mí. La apreté contra la cama y le arranqué el suéter y la camiseta.

—Suéltame -dijo.

—¿Te acuerdas de Todd? — le pregunté-. ¿O he hecho que le olvides por completo?

Estaba temblando bajo mis manos. Me quité el jersey. Vi las venas azules en sus sienes, en su cuello y en sus pechos. Agarré sus pechos con las manos, puse los labios sobre ellos y, por primera vez, noté el sabor de la sangre debajo de la piel. Quería comerla viva. Y sabía que, si lo hacía, oiría con fuerza y claridad la canción que sonaba en el lejano horizonte de mi conciencia, oiría por fin las palabras detrás de las palabras, y las cosas cobrarían sentido. Esa era la respuesta. Me encontraría en el interior de las visiones de mi cabeza de una manera que no había estado antes. La sujeté y le quité el resto de la ropa y le puse las manos dentro, en cada lugar que podía ser tocado, y su interior tenía la calidez de la sangre, ya cada segundo pensaba cuánto más profundo podía penetrar, cuánto más lejos podía ir, y qué requeriría eso, y qué llegaría a saber cuando ella se encontrara desparramada y desmembrada delante de mí, y en el instante previo a que este nuevo yo decidiera desmembrarla, me aparté de su cuerpo y chillé con toda la fuerza de mis pulmones para que esa cosa saliera de mi mente.

Clementine me miró aterrorizada. Yo continué chillando. No podía parar. Esa cosa no abandonaría mi mente a no ser que yo la arrancara a chillidos. Las palabras se desvanecerían solamente si yo las aniquilaba con mi voz.

Clemmie recogió la ropa precipitadamente, pero ya era demasiado tarde. Ya estaba desnuda, tal y como a ellos les gustaba, tal y como ellos querían. Yo ya oía el retumbar de los pasos. Estaban llegando. Pero no era la policía, era mucho peor que eso, e intenté decírselo. Habíamos penetrado en una parte del hotel que era inaccesible a los otros seres humanos. Habíamos entrado en la parte del hotel de Torgu. Él medraba en los hoteles, en lo efímero que había en ellos. Le gustaban. Eran su único hogar y cuanto más decrépitos y horribles, más le atraían. Clemmie me agarró del brazo y me pellizcó. Por primera vez, la vi realmente aterrorizada.

—¿Es una trampa, perra?

Lo era. Dieron unos fuertes golpes contra la puerta. Los susurros en mi cabeza se hicieron más y más fuertes, se convirtieron en los gemidos de un hombre. Me había estado comunicando con él durante días, le había dicho dónde estábamos. Él me conocía, sabía lo que yo quería. Él me había regalado ese don, también. Ahora era capaz de escuchar nítidamente las palabras de los muertos, las oía como si las gritaran desde sus tumbas.

Las bisagras de la puerta cedieron. Los hermanos estaban de pie en el umbral. Cada uno tenía un cuchillo y un enorme cubo. Esos cubos colgaban a cada uno de sus costados, mecidos por un viento de susurros que barría todo el hotel, ráfagas de una gran tormenta, los nombres de las tumbas de la raza humana.

Ahora estoy aquí sentada, con la pluma en la mano, y sé la verdad. Desearía que Torgu hubiera venido. Desearía que los hermanos hubieran recorrido esa distancia y hubieran acabado con ella con sus cuchillos. Desearía, desearía. Pero es una mentira, por supuesto, como tantas otras. Torgu había abandonado Rumania. Los hermanos se encontraban a trescientos kilómetros de distancia. Clementine Spence y yo estábamos solas en esa habitación. Ella era mi solicitud del idioma de los muertos, el líquido de mi libación vertido en el suelo. Era mi trinchera de tierra sagrada. Me senté a horcajadas sobre su cuerpo desnudo y coloqué una mano implacable sobre su pecho. Saqué el cuchillo del bolso. Ella me imploró. Las mujeres que se acuestan con otras mujeres siempre han sido pasto de trabajos sagrados, y los cristianos nacieron para morir violentamente. Ambos crímenes son punibles. Le corté el cuello. Bebí su sangre. La vi morir.

Treinta y uno

M
iré el cuerpo destrozado de Clementine a través de los barrotes y lloré. Intenté pedir perdón una y otra vez, pero no parecía que le importara. Mis sollozos resonaban en el túnel de piedra antigua y me parecían lo bastante fuertes para sacudir el claustro hasta los cimientos, pero al cabo de un rato murieron en mi pecho y el suave silencio de la nieve recobró sus dominios. Clemmie esperó, como si mi emoción fuera una formalidad que debiera soportar. Mientras me secaba los ojos, tuve la sensación de que ella consideraba que ese episodio era incómodo, aunque eso no fue una reacción manifiesta por su parte; no había nada manifiesto de Clementine ya. Todo lo referente a ella reposaba enterrado bajo el manto de muerte. Estaba más blanca que la nieve a sus pies, unas sombras cenicientas le cerraban los ojos, los labios estaban flácidos y se veían azules, y esa horrible herida en el cuello ya no sangraba ni mostraba más señales del trauma que las obvias. Envuelta en esas pieles de lobo, parecía haber emergido de una tumba antigua, y esto me pareció horrorosamente apropiado. Clementine Spence siempre había tenido algo primario, arcaico.

—¿Por qué has venido? — le pregunté, por fin.

—No hay mucho tiempo -murmuró.

—Tengo miedo de irme -dije.

—No tienes nada que temer. Él se ha marchado.

Esas palabras deberían haber sido un alivio. Quedaron colgando en el aire helado como una amenaza. Las sombras del bosque se alargaban detrás de ella.

—Tú eres la única que puede destruirle -dijo-. Eres la única que sabe.

—¿Qué es él, Clemmie? ¿Qué es lo que has averiguado por fin?

Un suspiro se le escapó de los labios. Estaba siendo extraordinariamente paciente conmigo, teniendo en cuenta que yo la había asesinado.

—Sólo sé lo que ellos dicen.

—¿Ellos?

Hizo un gesto en dirección al bosque. Las sombras de los bosques se habían alargado otra vez, y entonces me di cuenta de que se habían separado por completo de los árboles. Los árboles se habían vuelto como ella, y se desplazaban hacia la entrada del claustro, en dirección a mí.

—Oh, Dios.

—No tengas miedo.

—No comprendo.

Ella se acercó un poco más, hasta que la nariz le sobresalió entre los barrotes. Abrió los labios azules y fláccidos.

—Sangre.

—No.

—Tú quieres lo que él quiere: ver a los muertos, invocar a los muertos. Nosotros lo sabemos. Nosotros lo queremos, también -me dijo.

Yo negué con la cabeza.

—Yo no quiero eso. No quiero nada de eso. Pero las voces no abandonan mi cabeza. Y el conocimiento, lo que sé. Las tumbas del otro lado de los muros.

Clemmie asintió.

—Sólo es el principio. Hay tumbas que queman con un fuego brillante, asesinatos espectaculares que reclaman reconocimiento, pero también existen los evidentes. Los turcos, los dacios, los judíos. Cuanto más lejos vas, más cosas ves y mayor es la inmensidad. La tierra es un campo amasado de muertos. Un gran libro de masacres. Nosotros lo vemos también, pero cuando uno está dentro, la carga es distinta.

Yo oía lo que decía, pero no podía captar el significado.

—¿Sois fantasmas?

La nieve caía en copos más grandes. El ejército de sombras se apiñó alrededor de ella, y se levantó un quejido de la multitud. En ese momento pude ver unos rostros poco definidos, despedazados, arrancados, deshechos; el rostro perdido de un sipahi, uno de los caballeros decapitados que llevaba la cabeza en la mano.

—No hay ningún fantasma -dijo Clemmie-. Es otra cosa.

—Es la tierra -interrumpió el sipahi.

—La tierra -dijo Clemmie- tiene un alma, y el alma respira, y su respiración sopla a través de nosotros de tal forma que somos como burbujas levantadas hacia el aire de este mundo. Eso es lo que dicen algunos de nosotros.

—¿Estás diciendo que estáis en el infierno?

Sus manos agarraron los barrotes.

—El infierno -suspiró- es donde tú vives. — Apretó las manos alrededor de los barrotes-. No hay tiempo. Pregúntate a ti misma qué es lo que está sucediendo dentro de ti. Mira las marcas de tu cuerpo. Dime lo que ves.

Yo sabía qué quería decir. Eran esos pájaros por la noche, los sueños y los susurros. Era el llanto cada vez que la hermana Agathe me bañaba.

—Es como si los muros que separan las cosas se hubieran adelgazado.

—Sí.

—Hay vidas distintas que se pueden vivir, que todos nosotros podemos haber vivido, otros pasillos que corren paralelos a los nuestros, y. lo único que tenemos que hacer es alargar la mano y ya estamos en ese otro pasillo, o en el que se encuentra al lado de éste. Creemos que somos una cosa, pero en otra vida somos asesinos.

Mantuvo los ojos fijos en los míos. Se lamió los labios. Yo sentí un escalofrío.

—Quiero decir -continué- que no se trata de otra dimensión. Está aquí a mi lado, y sé que yo ya he atravesado uno de esos muros, y lo hacemos todo el rato, ¿verdad? Atravesé un muro invisible y me convertí en tu amante. Atravesé otro, y te quité la vida. Pero podría no haberlo hecho. Es como una calle tras otra tras otra en una ciudad enorme y desierta.

Ella susurró.

—La ciudad no está desierta.

—¿Qué es Torgu? Dímelo.

—Dos millones de años de asesinatos en forma humana.

Las sombras que tenía a su alrededor habían empezado a alejarse hacia el bosque. Yo no les había proporcionado sangre. No tenía nada para ellas, y ellas no iban a decirme nada más.

—Él trae la sangre, y nosotros le contamos nuestros secretos.

—Cuéntamelo todo, Clementine.

—Ya sabes lo que tienes que hacer antes de que te lo cuente. No tengas miedo. Ya lo has hecho una vez.

Me di cuenta de qué quería.

—Pero estas mujeres me han dado cobijo.

Sus manos soltaron los barrotes.

—¿Qué me importa eso? — Empezó a retirarse-. Bebe y, a través de ti, yo beberé, y cuando haya bebido, te lo contaré todo. Yo soy solamente una, pero somos muchos. Nunca encontrarías la sangre suficiente para compartirla con todos los de este valle.

—Tú no viniste para ayudarme, ¿verdad?

Los susurros me pillaron por sorpresa, una repentina corriente de palabras que salía de entre las piedras, a mis pies, como el estallido de una risa burlona. «Otumba, Tabasco, Queretaro, Olinto.»

Conseguí terminar de formular una idea con dificultad.

—Tú querías que yo bebiera.

«Kosovo, Micenas, Tannenberg, lass.»

La nieve unía el cielo y la tierra en una tristeza infinita. Clementine Spence se había ido.

LIBRO 6

Un día en la vida

Adenda a la primera parte del texto
encontrado entre los papeles personales
de James O'Malley, post mortem

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