Tierra de vampiros (28 page)

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Authors: John Marks

—¿De qué estamos hablando?

La chica impertinente le dijo que de tres cajas de media tonelada, fácilmente.

—Por dios, ¿en serio?

Ella meneó la cabeza y le acompañó fuera, hasta el hangar, entre unas turbinas gigantes envueltas en plástico destinadas a una fábrica de chocolate de Pensilvania, o eso le dijo, y montones de abrigos de piel. Le señaló tres grandes cajas de madera, puestas una al lado de la otra. Eran de metro y medio de altura, por lo menos, y casi igual de anchas.

—Para usted. — Ella tenía unos dedos bonitos, según recordó él durante nuestra conversación en el apartamento en las cataratas del Niágara.

—Esto no es para mí, según mi gente.

—Bueno, pues será mejor que les dé las buenas noticias y haga algo, porque no van a quedarse aquí.

Ella le dirigió una mirada burlona que él no había olvidado. La joven también se daba cuenta de las dimensiones del lío.

Contactó por radio con el chico de recepción de la cadena y le preguntó si había recibido noticias de otro envío; éste le confirmó lo que se temía. Cuando Bill le contó que habían llegado unas enormes cajas sin documentación, la pausa al otro extremo de la radio le provocó un escalofrío. Todo el mundo comprendió.

De vuelta en la oficina de mercancías, preguntó:

—¿Hay algún nombre en el envío?

Ella lo consultó.

—Aquí está: Austen Trotta.

—Que me jodan -estalló él-. Trastos del demonio…

—Dígamelo a mí.

Él se encogió de hombros. Las cajas parecían pesadas y estaba solo.

—¿Tiene alguna idea de qué hay dentro? — preguntó.

Ella volvió a realizar una consulta.

—Aquí dice fragmentos arqueológicos, vaya usted a saber.

—¿Y en aduanas lo han dejado pasar?

Ella asintió.

—Si no, no estarían aquí.

Bill volvió a salir y fue hasta las cajas, que eran lo suficientemente grandes como para contener seres humanos.

—¡Señor! — volvió a exclamar.

—Amigo, va a necesitar un toro, me parece.

Bill dio una propina de cincuenta dólares que no se podía permitir al conductor del toro, y lo hizo para poder decir que había recogido las cajas y que las había dejado en la emisora. Pensó que, si pertenecían a Austen Trotta, antes o después alguien iría a buscarlas, y si él las dejaba aquí y sucedía algo, solamente con que una de esas cajas desapareciera le cortarían el cuello. «Fragmentos arqueológicos» le sonaba a dinero.

—¿De dónde vienen, dice? — preguntó.

Ella levantó una ceja, pensativa y le condujo dentro otra vez. Rumania, vía París.

Hacia las siete, de vuelta a las oficinas de
La hora,
el primero de sus trabajadores ya había aparecido, y el guarda de seguridad del turno de noche se había marchado. La noche anterior, una editora, Julia Barnes, se había quedado hasta la madrugada juntando imágenes para que se ajustaran con las palabras de una productora, Sally Benchborn, que también se había quedado realizando unos cambios de última hora en el guión junto a una productora asociada. Esta última, sentada a su lado en su oficina con vistas al agujero donde habían estado las Torres Gemelas, observaba el fluir de las luces del tráfico de la parte baja de la autopista del West Side; «una vista deprimente», pensó la productora asociada, refiriéndose en parte a su propia vida. Las últimas partes del guión se negaban a cuadrar. Hacia la una, ambas se sintieron agotadas y derrotadas por una única línea, una cosa que parecía inocua pero que debía ser precisa y clara. Por la mañana, nuestra mañana del 16 de enero, su corresponsal, Sam Dambles, el querido corresponsal negro del programa, iba a leer esas líneas en la cabina de sonido y no habría manera de volver atrás. Se hablaron con brusquedad, se disculparon la una con la otra y dieron por terminada la noche, dejando que Julia Barnes terminara sola de montar las imágenes, en medio del zumbido de la vacía planta veinte.

La señora Barnes llegó a casa a la una. Durmió inquieta y tuvo una terrible pesadilla en la cual ella fabricaba una bomba en el sótano de un edificio; se despertó justo antes de que ésta le explotara entre las manos. Estuvo de vuelta en la oficina a las ocho. Todavía era temprano, pero vio a tres personas además del guarda de seguridad. Una de ellas era Menard Griffiths, lo cual la tranquilizó; ya no le gustaba estar sola en la planta, a pesar de que sabía que sus miedos eran ridículos. El temible Miggison también estaba allí, examinando informes de gastos, supervisando el pase de cintas de vídeo en la sala, controlando el pase de cinta de audio al servicio de transcripción, enfundado como un cuchillo en su camisa almidonada, su pantalón de deporte planchado y su piel del color de los higos. Miggison repartía los encargos de edición, y sabía que ella iba a hacer pronto un visionado, lo cual significaba que, si éste iba bien, pronto iba a estar disponible para otro productor.

—¡Julia! — la llamó desde su oficina, cerca de recepción. Había intentado evitarle, pero él tenía una vista aguda. Julia se detuvo en la puerta de la oficina de Miggison-. Tienes un visionado hoy, ¿verdad? — El tipo no tenía las manos encima de la mesa, las tenía desagradablemente escondidas, pensó ella.

—No es oficial, pero es posible.

—Sólo te lo pregunto porque el nuevo productor de Austen ha estado preguntando por ti. Austen te quiere para su próxima historia.

Ella se encogió de hombros.

—Depende del visionado.

Julia se dio cuenta de que había algo más: Miggison tenía algo en la cabeza. En ese momento, él se puso en pie y le hizo una señal para que cerrara la puerta.

—Permíteme que te haga una pregunta -le dijo.

Ella nunca se había ganado, ni se había querido ganar, el estatus de confidente de Claude Miggison. Y había llegado a despreciar las sorpresas. Pero él podía hacerle daño, si quería, así que obedeció y cerró la puerta detrás de ella.

—Acabo de recibir la peor de las llamadas de mensajería.

La editora sintió una oleada de desdichado
déjà vu.

—Lo cierto es que no es asunto mío, Claude.

—Es sólo una pregunta, ¿no puedes dedicarme un segundo, caramba?

Ella se sentó en una silla delante del escritorio.

—He recibido una llamada diciéndome que tienen tres cajas enormes que acaban de recoger del aeropuerto, dirigidas a Austen Trotta.

Julia sintió que emergía el viejo terror.

—¿Has llamado a Austen?

—No, leches, no he llamado a Austen. No es mi trabajo llamar a Austen. Les dije a los de mensajería que no sabía por qué me llamaban a mí. Nadie me ha contado nada acerca de eso.

—Pero ¿y si son cintas, Claude?

Al oír esas palabras, y con un crujido de los huesos de los codos, levantó los antebrazos en formación, tiesos como soldados, uno al lado del otro, y cerró los puños.

—Ese es el tema, Julia, ése es el tema: no son cintas, píllalo. Mensajería me ha dicho que el albarán califica el contenido como «fragmentos arqueológicos». Juntas, las cajas pesan más que todo el puto personal del programa.

Ella sintió los dedos helados otra vez. Eso no había sucedido en meses. Entrelazó los dedos y se los frotó.

—¿Por qué me lo cuentas? Yo no sé nada de eso.

Miggison cruzó los brazos y volvió a su asiento.

—Te lo cuento porque tú fuiste quien hizo sonar la alarma sobre el mal uso de esas cintas hace unos meses.

Julia se puso en pie; no estaba dispuesta a escuchar ni una palabra más. Su terapeuta la había avisado de que ciertos encuentros podían agudizarle el estrés y, por consiguiente, acortarle la vida. Abrió la puerta, despreciando a Miggison por su tendencia a dar malas noticias. Pero no pudo marcharse. Tenía que saberlo.

—¿Qué tienen que ver las cajas con las cintas, Claude? Sólo por curiosidad.

—Rumania.

—¿Qué pasa con Rumania?

Miggison esbozó una mueca, su expresión facial por defecto.

—Eso es lo que estoy intentando decirte. Esas malditas cajas vienen de Rumania, igual que las cintas.

—Llama a la policía ahora mismo. — La inesperada irritación dejó a Miggison boquiabierto-. No permitas que esas cajas entren en este edificio. Te lo digo en serio, Claude.

—Sal de aquí.

—No me digas «sal de aquí». Tú me lo has preguntado, y yo te respondo. Es absolutamente sospechoso. No hay manera de que Austen Trotta sepa nada sobre una tonelada de fragmentos arqueológicos enviados aquí desde Rumania. Llama a la policía ahora mismo. Diles que has recibido un envío sospechoso.

Miggison hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Lo único que sé es que Trotta es un coleccionista de arte, que nadie me ha dicho nada sobre esto, como siempre, y que no voy a hacer algo tan loco como llamar a la policía.

—Es tu cabeza la que peligra, entonces -soltó Julia, en un comentario incendiario.

—¡Y una mierda!

Nadie en
La hora
tenía una mejor comprensión de los límites exactos de la responsabilidad que Claude Miggison. Conocía, hasta el más mínimo matiz del detalle, lo que se esperaba de él y lo que no, y si alguien traspasaba las líneas, empezaba a dar señales de aviso inmediatamente. Repartía correos electrónicos a todo el mundo y montaba en cólera escupiendo adjetivos.

—A la mierda todo, a lo mejor llamo a Austen.

—Quizá deberías hacerlo.

—Quizá lo haga.

La editora le dejó en un estado de máxima alerta, aporreando el teclado del ordenador con los dedos y la oreja pegada al teléfono.

Hacia las nueve, la planta veinte bullía de vida. Los equipos habían entrado su material en el área de recepción y empezaban a prepararse para una entrevista en la llamada sala universal, donde tenían lugar la gran mayoría de afamados encuentros filmados de
La hora,
un espacio cuadrado, aséptico e insonorizado que podía ser convertido en una infinita variedad de locales, la mayoría de ellos oficinas, añadiendo sólo unos cuantos fondos y accesorios. Los mejores cámaras convertían en arte el hecho de transformar la sala universal en algo único cada vez. Otros, simplemente, esparcían las mismas lámparas, cuadros, libros y jarrones hasta que la habitación aparecía ante el objetivo de la cámara como una ficción razonablemente creíble.

Sería un error no reconocer los méritos de los equipos de
La hora
en esos momentos. Soportaban una presión y unas expectativas inhumanas, pero nunca se les permitía mucha libertad creativa.
La hora
esperaba de sus técnicos que comprendieran con absoluta precisión el estricto dogma del lugar: no se permitían iluminaciones complicadas ni movimientos de cámara; debía haber un encuadre específico para las entrevistas, y una calidad de luz muy especial. Si tuviera que encontrar la palabra exacta, creo que «elegancia» sería la que me vendría a la cabeza. Tenía que haber elegancia sin extravagancia. Bob Rogers despreciaba la extravagancia. Despreciaba los telones de fondo, los movimientos de cámara y la escenografía que llamaban demasiado la atención. Quería que el rostro y la voz del entrevistado existieran en el corazón de cada segmento, y si aparecía el más mínimo juego de manos en uno de sus visionados, se ponía iracundo. Despotricaba contra el productor e insistía en que el equipo que había filmado ese instante ofensivo recibiera un aviso. Nadie cometía el mismo error dos veces, y muy pocos lo cometían una sola vez. Todo el mundo conocía los límites. El adoctrinamiento se encontraba imbuido en las paredes; estaba hasta en la sopa, por decirlo así.

En esa mañana de enero, Bob llegó a la sala universal y sacó la cabeza por la puerta. El miembro de mayor edad del personal, Buddy Gomez, le saludó con un gesto de cabeza.

—Señor Rogers.

—Eh, Buddy. ¿Esto es por la entrevista de Dambles?

—Lo has pillado.

—Fantástico. Estoy impaciente por ver esa pieza.

Gomez le dirigió una sonrisa indulgente. Los dos hombres se conocían desde hacía tres décadas.

—Cuídate.

—Tú también, Bob.

Rogers continuó con sus ademanes enérgicos, Gomez meneó la cabeza. Era un hombre octogenario, y se podía pensar que debía de estar aburrido por todo el asunto: lo estaba. Pero el aburrimiento era el último problema de Gomez. Había empezado a oír cosas, nombres de lugares de Asia en los cuales había filmado, las tumbas, las ejecuciones, un incesante murmullo en el fondo de su cabeza, tan grave que había pensado en volarse la cabeza con una pistola militar robada a un soldado estadounidense tres décadas atrás.

Rogers no hubiera comprendido eso, ni tampoco el aburrimiento. Rogers se había construido una vida en la cual el aburrimiento y el pesar no eran ni remotamente posibles. Se puede decir que el aburrimiento aterrorizaba a Rogers más que la muerte, y si ésta le asustaba, el miedo residía en la perspectiva de una eternidad sin luces, cámara y acción. Ese espíritu era el motor de todas las cosas en el programa. Incluso a su avanzada edad, Rogers se movía a un ritmo que alarmaba y asombraba a los veinteañeros de los pasillos, que, en sus mejores días, no igualaban la ferocidad inherente y generosa del fundador del programa. Rogers hacía que esos hijos del
baby boom
parecieran octogenarios.

En ese 16 de enero cubierto por la nieve, Bob Rogers entró con paso enérgico en la planta veinte del edificio de la calle Oeste a las siete de la mañana, no mucho más tarde que Claude Miggison. Había caminado ochenta manzanas desde su edificio con portero en el Upper East Side y no mostraba ninguna irritación por el mal tiempo. Por el contrario, parecía revitalizado. Como era habitual en ese tipo de mañanas, le gustaba charlar con el abatido viejo Miggison sobre lo que había llegado, lo que se estaba esperando y lo que no habían recibido aún. Rogers se sentía unido a Miggison. Aunque no podían llamarse amigos, habían sostenido juntos esas paredes, habían visto cómo subían cabezas que luego eran decapitadas y caían en el olvido, habían visto cómo los niveles de audiencia despegaban y se hundían. Los escándalos, los desastres y los juicios por acoso sexual les habían rodeado. Habían conocido a la misma gente, habían estado en los mismos funerales, aunque raramente en las mismas bodas. En resumen, Miggison había estado con Rogers desde el principio y, en consecuencia, sus encuentros, por triviales que fueran, tenían ecos de antiguos recuerdos.

Esos recuerdos no generaban confianza. Durante la conversación de esa mañana, Miggison ocultó su consternación. «Todo va bien, Bob. Todo es fantástico. Justo según el calendario, justo en los tiempos, nada inusual», respondió a cada una de las preguntas mientras sazonaba cada palabra con una condescendencia tolerante. Apreciaba el lazo que Rogers tenía con él, y lo utilizaba confiadamente, pero al mismo tiempo desconfiaba de forma instintiva de ese hombre y sabía que si daba un mal paso, Rogers contemplaría cómo caía en las llamas con un desapego de técnico de laboratorio. Este conocimiento guió su decisión esa mañana. Miggison sabía que si involucraba a Rogers en el asunto de las cajas, si pronunciaba una palabra sobre Rumania o sobre unos fragmentos arqueológicos, la cosa cobraría vida propia y le pillaría de pleno. Sin esperar a conocer ni un solo detalle, Rogers llamaría a Trotta a casa y le gritaría que qué diablos hacía mandando sus propiedades personales a cargo de la compañía. Luego, Trotta llamaría a Miggison y le reprendería por destapar secretos. Era una existencia infernal la que se vivía en esa planta, y Miggison soñaba muchas veces con un barco en un horizonte dorado rumbo a unos cálidos cielos del sur. Igual que Trotta, se consideraba a sí mismo un artista.

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