Tirano IV. El rey del Bósforo (50 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Dos muchachas, dos chicas un tanto traviesas de los Gatos Esteparios, habían cabalgado hasta divisar el viejo fuerte que Crax había levantado tiempo atrás en el gran mar interior que unos llamaban Caspio y otros Hircano. Allí, en los buenos pastos al norte del fuerte, habían contado no menos de cuatro mil jinetes.

—Contar jinetes es difícil —admitió la mayor de las chicas—. Mi padre siempre me dice que cuente las estrellas. Ahora sé por qué.

Un grupo de chicos se adelantó. Habían visto a Upazan y su yelmo de oro, dijeron.

—Breyat murió —dijo uno—. Era mi amigo. Vimos a los sármatas y ellos nos vieron a nosotros, y huimos a galope tendido por la pradera, pero el caballo de Breyat tropezó y él murió.

Hubo decenas de informes semejantes y los más recientes fueron los más detallados.

Cuando el último escolta y la última exploradora hubieron contado sus relatos, Ataelo se levantó.

—Upazan está viniendo a las tierras altas con todo su poderío —dijo Ataelo—. Diez mil guerreros, más o menos. Cinco veces ese número en caballos. La hierba está verde, el suelo está duro y ahora vendrá. —Ataelo sonrió—. Ya lleva retraso. Todos los granjeros están en los fuertes. Todo el grano, almacenado o quemado. —Ataelo hizo una reverencia a Melita—. Le has hecho una buena faena, señora. Sin haber vaciado una silla, ahora tendrá que marchar sobre un desierto.

—Un desierto con hierba verde —respondió Melita.

Ataelo sonrió, y no de un modo agradable.

—La hierba verde es buena para una o dos noches, ¿eh? Pero no si tienes que quedarte en un sitio más de un día. Entonces los caballos se comen la hierba. Entonces necesitas grano.

Buirtevaert asintió.

—Y si pasaran diez días seguidos sin llover —dijo—, podríamos quemar la hierba.

—¡Sí! —gritaron varias voces.

—¡Sí! —dijo Ataelo—. Eso sería el fin de la campaña de Upazan. Hace ocho años, lo apostó todo en pillarnos desprevenidos y ganó. Upazan piensa que los sakje somos blandos. Cree que vivimos en los valles y que hibernamos en casas. Nos pilló dormidos junto al fuego el año de la inundación, y piensa hacerlo otra vez.

Ataelo asintió, como para sí mismo.

—Esta vez, contamos con toda la gente de este lado del Borístenes, y somos un solo pueblo —agregó.

—Será una gran batalla —dijo Scopasis.

Thyrsis levantó el puño. De pronto, él y Scopasis eran amigos; algo de lo más inesperado.

Melita miró en derredor. Todos eran muy… masculinos.

—No deseo una gran batalla —anunció—. Lo que quiero es conducir a Upazan a la muerte. Acosarlo como una manada de lobos hace con un ciervo en invierno. Quiero mordisquearlo como los gusanos de un cadáver.

Ataelo sonrió.

—¡Al estilo de tu padre! —dijo. Se volvió hacia los demás—. Muchos de vosotros sois demasiado jóvenes para haber estado en el Vado del Río Dios. Kineas y Marthax… siempre trabajaban en equipo, esos dos, pasara lo que pasase después.

Melita identificaba un buen discurso político en cuanto lo oía. Ataelo estaba buscando el apoyo de los Caballos Rampantes atendiendo a su versión de los acontecimientos.

—Juntos, sangraron a los griegos, matando a los rezagados, robándoles la comida, quemando la hierba. Cuando llegó el momento de la lucha, sus caballos eran como caribús al final del invierno. —Ataelo miró en derredor, y todos los caudillos asintieron—. Melita lleva razón. Nada de batallas; o solo una batalla para rematar al ciervo cuando los lobos lo hayan derribado.

Buirtevaert levantó la mano pero Graethe, su jefe, lo interrumpió.

—Ataelo, aquí nadie duda de ti ni de la señora, pero siguiendo el río Tanais solo hay trescientos estadios hasta el fuerte. No es mucha distancia para desangrar al ciervo. No es como el mar de hierba.

Ataelo se rascó la barbilla.

—Tienes razón, pero en cuanto entre en el valle y deje atrás el final del mar de hierba, cada árbol esconderá a uno de los arqueros de Temerix. El valle está lleno de nuestro pueblo de la tierra, y todos tienen arcos.

Melita se puso de pie.

—Es verdad. Si Upazan baja por el Tanais, y rezo para que así lo haga, cada estadio que avance lo irá metiendo en nuestras redes. Vosotros veis una guerra a caballo porque sois jinetes, pero esto pronto será una guerra de granjeros, una guerra en la que una andanada de flechas sale volando de una arboleda. ¿Y qué podrán hacer los sármatas? ¿Cabalgar entre los árboles?

—¡Los muchachos de Temerix los segarían como trigo maduro! —dijo Gaweint.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó Scopasis.

—Ahora mismo —dijo Melita, y Ataelo asintió—. Esta noche. Avanzaremos esta noche a la luz de la luna y, cuando por la mañana emprendan la marcha, caerán en nuestra emboscada.

Melita se tendió arrimada a
Grifón
sobre la hierba mojada, con frío, abatida y más nerviosa de lo que había estado en su vida, y preocupada de que el enemigo pudiera oír los latidos de su corazón. Y eso que no se trataba de su primera emboscada en mucho tiempo. Recordaba estar tendida en un hoyo que había cavado ella misma cerca de Gaza; recordaba haber aguardado a los sármatas en la nieve, a pocos valles de allí.

Grifón
tenía los ojos abiertos, las orejas tiesas, atentas. Hacia el norte, un pájaro volaba en círculos.

Melita hizo girar la cabeza despacio, sintiendo el dolor en el mismo punto en cada rotación, una y otra vez. Luego flexionó los dedos con los guantes del sármata muerto, tratando de calentarlos.

La humedad de la hierba había traspasado todas las capas de ropa que llevaba. «¿Cómo hace esto una y otra vez, este pueblo?». Quería levantar la cabeza, quería hacer algo. Se preguntó si la cuerda de su arco estaría mojada. Se preguntó si parecía una estúpida, tendida en la hierba mojada en medio de sus caballeros. «Seguro que a mi madre nunca le preocupó parecer tonta», pensó.

Los oyó de muy lejos. Curiosamente, lo primero que oyó fueron los ladridos de los perros entre los carros, y luego oyó el tintineo de los arneses; los sármatas eran conocidos por las bridas de sus animales, muy ornamentadas y ruidosas.

Aquella era la batalla de Ataelo. Melita era poco más que la comandante; así lo había autorizado, dejando que él se encargara del resto. Tenía su lógica: se hallaban en su terreno, por el que había conducido a su banda durante cinco años, del que conocía cada pliegue y cada monte. Y el lugar era espléndido, una especie de cuenco circundado de altos riscos, los últimos herbazales antes de los bosques que comenzaban en el gran meandro del Tanais. Los árboles les proporcionaban un lugar al que huir, y los diminutos pliegues de las colinas, cada uno a una docena de largos de caballo del siguiente, permitía a Ataelo ocultar a mil jinetes en un terreno que parecía tan vacío como el sobre de una mesa.

El plan de Ataelo dependía de la arrogancia enemiga. Confiaba en que Upazan tuviera pocos exploradores y que estos se centraran en la ruta comercial; al fin y al cabo, los sakje no habían reclamado aquel territorio a los sármatas desde hacía más de cinco años. Y Ataelo había ordenado que cuando atacaran lo mataran todo; todo. Animales y personas. Aquello, aseguró, no era solo venganza. Era el tipo de golpe que debían asestar a Upazan para ganar la guerra.

Mientras Melita escuchaba los ruidos que se aproximaban, se preguntó acerca de Upazan, el hombre que había matado a su padre. Su madre lo había odiado pero nunca juró vengarse. Lo había descrito con desdén pero también con cierta admiración. Era un caudillo hábil pero un rey avaricioso que gobernaba infundiendo miedo en lugar de amor.

Mientras Melita revivía los relatos de su madre sobre Upazan, vio a un jinete que cruzaba el risco. No era Upazan. Solo una mera exploradora.

«No es tan arrogante. ¡Esta muchacha está lejos del camino y justo en medio de nosotros!»

La chica cabalgaba a ciegas, dejando que su caballo buscara su propio camino cuesta abajo, hacia los caballeros de Melita. El corcel ya estaba olisqueando el aire.

Melita sacó su arco del
gorytos
y dio gracias a Artemis por haberse tumbado sobre el costado derecho.
Grifón
se movió y el caballo sármata levantó las orejas.

La chica parecía sumida en una ensoñación. «¿Un amante? ¿Alguna otra cosa puede enajenarte tanto?» Compadeció a la chica, mientras se arrodillaba.

La chica se volvió con la boca abierta.

La flecha de Scopasis la alcanzó en el costado y la de Melita en la boca abierta, y la chica cayó al suelo con un ruido sordo.

Su caballo permaneció a su lado. Al cabo de un momento, se puso a pastar.

Melita colocó otra flecha en la cuerda. Ya no tenía frío. Miró a derecha e izquierda. Sus caballeros estaban agazapados junto a sus caballos, empuñando los arcos. Las armaduras húmedas reflejaban la luz anaranjada.

Melita se volvió y miró hacia el risco más alto, tratando de ver a Ataelo. Ataelo se había construido un escondite de hierba, donde podría sentarse sobre pieles de borrego con un silbato en la boca. Melita no logró verlo. Confió en que él la viera a ella.

El caballo comenzó a alejarse pero Scopasis se deslizó con sigilo y lo agarró antes de que la bestia subiera de nuevo al risco y alertara al enemigo. La chica tenía los ojos abiertos. Al caer se había golpeado la cabeza contra una piedra, y sus ojos azules parecían observarlos con la mirada idiota de la muerte.

Melita oyó pezuñas delante de ella y una voz gritó.
Grifón
volvió a menearse, reaccionando, sin duda, a las voces sármatas.

Nada durante unos segundos. ¿Estaban cerca? ¿Lejos? ¿La emboscada ya había fallado?

La infancia acudió en su ayuda.

—¡Estoy aquí! —gritó Melita en sármata. Scopasis le lanzó una mirada, deleitado con su astucia.

Un joven guerrero surgió en lo alto del risco que los encubría. El caballo se lanzó cuesta abajo con el chico apoyado en su cuello, exhibiéndose ante su chica.

Esta vez todos los caballeros estaban preparados, y el chico murió antes de que el caballo pudiera detenerse. El propio caballo recibió doce flechazos, cayó de rodillas, soltó un relincho estridente de sorpresa y agonía y se desmoronó.

Se quedaron inmóviles, como si la muerte del caballo los hubiera hechizado. Una vez más, Melita volvió la cabeza, buscando a Ataelo, atenta a su silbato, pero no vio ni oyó nada. Melita rezó a la Cazadora para sus adentros, suplicando que la matanza de niños terminara. Los griegos tenían un mito horrible, en el que Apolo y su hermana asesinaban a la prole de una mujer que había osado decir que sus hijos eran tan guapos como los de Leto. Estaba representado en cientos de vasijas, pintado en los murales de los templos, bordado en tapices, gravado en armaduras… una historia verdaderamente horrible.

Melita la detestó más que nunca después de haber matado a aquellos dos chicos. «Artemis, líbrame de esta carga. Deja que mi próximo enemigo sea un adulto, hombre o mujer.»

En algún lugar por debajo de donde se encontraban, un bocado hizo un ruido metálico y un hombre dio una orden.

«¿Cuán cerca están?», se preguntó Melita. El corazón le palpitaba en el pecho. También se preguntó por qué se había puesto tan nerviosa antes, cuando ni siquiera se oía al enemigo. Ahora le temblaban las manos, y
Grifón
seguía moviéndose inquieto.

Más arriba, oyó gritar a una mujer que sin duda era madre:

—¡No los encuentro!

«¡Artemis!», chilló Melita para sus adentros. ¡Matar a la madre después que a los hijos!

Contestó una voz masculina, diciendo que estaban colina arriba. Se oyeron unas carcajadas y entonces…

El silbato de Ataelo.

En un abrir y cerrar de ojos estuvo montada a lomos de
Grifón
, sin saber cómo lo había hecho, sujetando las riendas y el arco. Todos los caballeros habían montado, subieron raudos por el desfiladero y allí, a sus pies, estaban las huestes sármatas, un mar de caballos en el mar de hierba.

Una hilera de carros avanzaba delante de ella, tirados por bueyes como los de los carros sakje.

Scopasis soltó un estridente alarido y todos sus caballeros lo imitaron antes de lanzarse cuesta abajo para iniciar la matanza.

Melita tiraba automáticamente, con la intención de abatir a los arrieros, tal como Ataelo había sugerido. Disparó a los conductores y luego se aproximó y mató bueyes con su hacha de mango largo. Scopasis mantenía unidos a sus caballeros, que no obstante dejaban un rastro de cadáveres a sus espaldas; y aquello no era una batalla. Los hombres contra quienes tiraba Melita iban desarmados y algunos de sus cuerpos eran muy pequeños.

Bloqueó sus sentimientos. Aquello era cuestión de vida o muerte para los sakje. «Soy la reina de los asagatje», se dijo a sí misma, y tiró contra otra madre joven que iba en un carro. «Soy Artemis, y vosotros no sois mi pueblo.»

Cruzaron las hileras de carros como barcos surcando las olas, y a su derecha y su izquierda había otros grupos haciendo lo mismo. Antes de que el sol se hubiera alzado la anchura de un dedo, los sármatas habían perdido más personas y animales de los que podrían reemplazar en diez años. Los sakje no cogían nada, solo masacraban, tal como Ataelo había ordenado.

Más allá del caos de la masacre, Melita vio que el enemigo reagrupaba a sus guerreros. No habían defendido los carros, pero ahora iban a por ellos.

Ataelo había participado en mil combates y su astucia era un océano insondable, comparada con la de la mayoría de hombres. Había tendido emboscadas para quienes acudieran al rescate, situándolas cuidadosamente, y ahora les dio rienda suelta, de modo que cuando los primeros hermanos, hermanas y maridos vengadores dieron media vuelta para rescatar a sus seres queridos, cabalgando ciegos de ira por la masacre, fueron atacados por los flancos y por detrás, acribillados a flechazos y abatidos sobre la tierra empapada en la sangre de sus familias.

Melita había dejado de matar. Dejó que
Grifón
la alejara de aquel campo de muerte, y solo volvió a usar el hacha contra un caballo que relinchaba agonizante, arrastrando sus entrañas por el suelo.

De pronto Ataelo estuvo a su lado. Melita lo fulminó con la mirada, odiando por un instante a aquel sakje tan jovial como nunca había odiado a Upazan o siquiera a Eumeles.

Ataelo enarcó una ceja.

—Ahora toca retirarse —dijo. Eso fue todo.

—¡Estamos ganando! —replicó Melita indignada. Indignada por un montón de razones. Perfectamente consciente de que Filocles diría que no existía una verdadera diferencia entre aquello y su guerra particular contra los sármatas en los valles invernales. Ninguna en absoluto.

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