Tirano IV. El rey del Bósforo (59 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Sátiro asintió.

—Es verdad, y no ofenderé a los dioses pidiendo más. ¿Te apetece asistir a la negociación?

Pantero asintió.

—Sí. A lo mejor inclino la balanza.

Cruzaron el campamento con las primeras luces del día. Sátiro tenía los hombros entumecidos, pero el masaje le había ido bien.

—Helios, necesito un escudo nuevo.

—Estoy en ello, señor —contestó, Helios.

Melita se había levantado y estaba bebiendo vino. Sátiro nunca bebía vino tan temprano y se preocupó al ver que su hermana se bebía dos copas de vino sin aguar a modo de desayuno.

—¿Negociamos? —preguntó Sátiro, y Melita reunió a sus caudillos. Eumenes y Menón se unieron a ellos, y todos estrecharon la mano y abrazaron a Parshtaevalt y a Ataelo, a Coeno e incluso a Graethe.

—Como en los viejos tiempos —dijo Graethe.

—Falta Diodoro para que estemos todos —comentó Eumenes. De pronto parecía mayor, más alto, con un quitón blanco y una clámide del mismo color ribeteada de púrpura. Lucía una corona dorada de hojas de roble.

—Vas mejor vestido que yo —señaló Sátiro, y sonrió porque, cuando eres rey, los hombres confunden el humor con la agresión.

Eumenes sonrió a su vez, siendo de nuevo el joven con quien se había criado.

—Sabía que estaría en augusta compañía —dijo.

Vertieron una libación con una copa vieja que tenía Eumenes.

—Esta copa era de Kineas —explicó—. Cada vez que íbamos a luchar, derramábamos vino con esta copa y todos bebíamos de ella. Por todos los dioses —dijo, y uno tras otro bebieron.

Cuando le tocó el turno a Sátiro, vio que era una simple copa de arcilla como las de los soldados, pero la apuró, y en el fondo vio el nombre de su padre en letras de oro, y le asomaron lágrimas a los ojos.

Miró a su alrededor. Alargó el brazo y tomó a su hermana de la mano.

—Este era el sueño de mi padre —dijo—, y el de mi madre. Un reino en el Tanais, donde hombres y mujeres libres pudieran vivir sin miedo. Upazan y Eumeles decidieron destrozar ese sueño.

Melita tomó la palabra, como si hubiesen planeado juntos el discurso.

—Hoy pondremos fin a sus quince años de maldad —dijo—. Muchos de vosotros ya lleváis varios días combatiendo. Esto se va acabar. Y cuando miremos el kurgan que se alza junto al río, recordaremos a Kineas y a Srayanka como los fundadores, no como los derrotados.

Pantero tomó la palabra.

—¿Aceptaríais algún término de las negociaciones? —preguntó—. Como hijo de Rodas, soy lo más parecido a una parte neutral.

Sátiro y Melita se miraron.

—Veamos qué tienen que decirnos —dijo Sátiro, pero él y su hermana se transmitieron un mensaje bien distinto.

—Ratificaríamos vuestro reino —dijo Eumeles, en un tono razonable. A sus espaldas tenía a Upazan, a Nicéforo, a su consejero Idomeneo y a una docena de oficiales sármatas y griegos—. Recuperaréis todo el reino que poseía vuestra madre, y reconoceríamos a tu hermana como reina de los asagatje en el mar de hierba. Y mi amigo Upazan regresará a su tierra, conservando solo el altiplano que media entre el Tanais y el Rha.

Melita observaba a Eumeles tal como un labriego vigila a una serpiente mientras repara una cerca. El labriego sabe que, si se acerca demasiado, la serpiente lo morderá, pero que a cierta distancia la serpiente es meramente… fascinante. Miró a su hermano, él la miró y se transmitieron un pensamiento como si lo hubiesen pronunciado en voz alta.

Y Sátiro cedió la palabra a su hermana.

Melita dio un paso al frente. Eumeles hizo una reverencia; Eumeles, que había asesinado a su madre. Se permitió mirarlo de frente y, mentalmente, dejó que el Olor de la Muerte disolviera el semblante de Melita, de modo que su cara pasó a ser una máscara, y la máscara fue su rostro ante el mundo.

—No —dijo en voz baja. Habló con serenidad, más como una madre tranquilizando a un bebé que con la voz de la fatalidad—. No —repitió otra vez, aún en voz baja, de modo que Upazan se inclinó hacia delante para escuchar.

Eumeles se encogió de hombros.

—Dinos lo que quieres —propuso.

—Tu cabeza en mi lanza —contestó Melita, y lo miró de pleno a los ojos para que viera el odio, para que lo percibiera a través del aire que los separaba y le llegara al espinazo.

Y así fue.

—Nada de paz, asesino de mi madre. Nada de paz, asesino de mi padre. Sois hombres muertos. Largaos de aquí y morid.

Incluso Upazan se encogió.

—Tendremos paz cuando Upazan y Eumeles yazcan muertos en su propia sangre y se pudran —prosiguió Melita, con la misma calma—. Si el resto de vosotros nos los queréis entregar, que así sea. Firmaremos la paz. De lo contrario —sonrió por primera vez—, pongámonos manos a la obra.

—Estás loca —dijo Eumeles. Dio un paso atrás. A Sátiro le temblaban los labios.

—Adiós, Eumeles —dijo Sátiro en voz baja.

—¡Estáis locos! —dijo Eumeles de nuevo, levantando la voz.

Upazan negó con la cabeza.

—Eres un idiota, y lamento tener a un idiota como aliado. Pero soy fuerte. —Se volvió hacia Melita—. No te será fácil encontrarme. Y si vuelvo a tenerte debajo de mi lanza, serás tú quien alimente a los cuervos. —Sus ojos eran astutos, y era un hombre alto, fuerte y audaz—. Podríamos firmar la paz. Maté a Kineas de un flechazo en justa lid, no apuñalándolo por la espalda durante una negociación.

Miró a Eumeles con desdén. Luego miró a Nicéforo y el comandante griego le sostuvo la mirada.

La voz de Melita no vaciló.

—¿Cuántas veces tendré que deciros que no? —preguntó.

—De acuerdo —dijo Upazan, irguiéndose.

Nicéforo habló por primera vez.

—Entonces habrá que combatir.

Eumeles recobró la dignidad.

—No esperes clemencia —dijo.

Y así concluyeron las negociaciones.

Sátiro y Melita organizaron sus ejércitos en el mismo orden en que habían acampado. Eumenes se quedó en la izquierda, enfrentado a Nicéforo, con toda la infantería, incluidos los infantes macedonios. Sátiro se situó en el centro con Melita y los mejores caballeros sakje, en perfecta formación, frente al estandarte de Eumeles y la aristocracia de Pantecapea y de todas las ciudades del Euxino excepto Olbia, flanqueados por miles de guerreros de Upazan. Pero Upazan se hallaba frente a Urvara, Parshtaevalt y Ataelo a la derecha, junto a la playa y los restos del campamento fortificado, ahora lleno de marineros provistos de jabalinas y con el ánimo suficiente para irritar a los jinetes de Upazan cuando intentaran avanzar.

Ambos bandos estaban cansados, y ninguno formó rápidamente. Los hombres de Nicéforo se desplazaron hacia la derecha y luego de nuevo hacia la izquierda, y la falange de Olbia los imitó, moviéndose hacia el este y el oeste a lo largo de la ribera.

—¿Debería preocuparnos tener el río a nuestra espalda? —preguntó Melita a su hermano.

—Sí —contestó Sátiro, y le sonrió—. Has conseguido que Eumeles se cagara de miedo.

Melita asintió.

—He estado en algunos lugares oscuros. —Volvió a atarse el fajín de la cintura por enésima vez—. Pero me alegra que me enseñaran algunas cosas útiles.

—A mí también —dijo Sátiro asintiendo a su vez. Le cogió la mano, se la levantó y vociferó a los hombres y mujeres que los rodeaban—: Si caigo, nombro heredero a Kineas, hijo de Melita.

Nadie lo aclamó, pero el pueblo asintió. Era bueno saber que habría continuidad. Un hombre que lo viera caer quizá seguiría luchando si pensaba que la muerte de Sátiro no significaba la derrota.

—¿No vamos a dar un discurso? —preguntó Melita.

—Si tardan más en formar, no entablaremos combate hasta mañana —contestó Sátiro. Buscó a Coeno y resultó que lo tenía justo detrás. Ninguno de sus compañeros, Helios, Abraham, Neiron y Diocles, eran jinetes. Pero Sátiro lucharía a caballo en medio de los aristócratas de Olbia porque allí era donde debía estar el rey. Melita contaba con toda su guardia para respaldarlos, así como con Sátiro y Coeno.

Coeno se adelantó a lomos de su enorme yegua.

—¿Debería pronunciar un discurso? —preguntó Sátiro.

Coeno señaló hacia donde Upazan estaba intentando que su flanco rechazara el ataque para no perder más hombres por las jabalinas y las flechas que lanzaban los marineros. Mientras Sátiro lo observaba, vio que el cretense Idomeneo se ponía de pie sobre la empalizada del campamento y derribaba de la silla a un caballero de Upazan desde una distancia de doscientos pasos. Toda la línea sármata se movió.

Sátiro se volvió hacia Melita.

—¿Tú o yo?

Melita dio un toque al costado de
Grifón
.

—Tú habla. Yo saludaré.

Recorrieron la línea de frente de una punta a la otra. En el extremo oriental estaban los granjeros, casi trescientos, frente a los pocos peltastai de Nicéforo y el campo abierto de detrás. Estaban impacientes. Se pusieron a vitorear. Sátiro levantó su espada y Melita se quitó el yelmo y sacudió la melena para que ondeara al viento, y siguieron cabalgando.

Después de los granjeros estaban los hoplitas de Olbia y el
taxeis
de veteranos de Draco. Los olbianos gritaron con bastante entusiasmo, y los macedonios fueron más comedidos, resignados a otro día de combate por unos extranjeros. Sátiro se detuvo delante de Amintas.

—¡Macedonios! —dijo Sátiro—. ¡Si hoy triunfamos, mañana cada uno de vosotros será un granjero del Euxino!

Eso sí que suscitó una aclamación, y Sátiro y Melita siguieron adelante, pasando ante el centro de su formación. Allí, Sátiro saludó con la mano.

—¿Recordáis a mi padre? —gritó a los olbianos, y su respuesta fue un rugido—. ¡Decid Kineas! —y rugieron el nombre, y Sátiro ya se alejaba de ellos con Melita pisándole los talones, cabalgando por delante de los sakje. Sátiro frenó, pero fue Melita quien habló. Hizo corvetear a
Grifón
y señaló a su hermano.

—Os prometí a Eumenes, y aquí lo tenemos. Os prometí a Sátiro, y aquí lo tenemos. Os prometí una última batalla, y aquí la tenemos. ¡Vengad a mi madre! ¡Vengad a mi padre! ¡Hoy!

Y la vitorearon; aquellos hombres y mujeres llevaban siete días luchando, pero la vitorearon.

—Tiene que venir o está acabado —dijo Sátiro, señalando el yelmo dorado de Upazan—. Los marineros le están haciendo daño. O carga o se marcha.

Hincó los talones en su caballo y cabalgó hacia el campamento, donde Abraham estaba de pie encima de la empalizada con Demóstrate, Pantero y Diocles. Sátiro frenó debajo de la empalizada.

—Haced lo que podáis —dijo—. Los arqueros están ayudando mucho.

Pantero asintió.

—Haremos cuanto podamos —respondió.

Abraham llevaba puesta la armadura y un escudo en el brazo.

—Tengo doscientos infantes —dijo—. Si puedo, arremeteremos por su flanco. Ahora mismo, cubrimos a los arqueros.

Sátiro les hizo el saludo militar y Melita envió un beso a Abraham, que se puso rojo como un tomate, y los hombres se burlaron de él. Y entonces vieron que la línea de combate de Upazan iniciaba el avance.

—¡Volvamos a nuestro sitio! —gritó Melita, y galoparon como el viento. Sátiro montaba un caballo nuevo porque el suyo estaba hecho polvo, pero
Grifón
seguía estando tan fuerte como un buey, y Melita se quedó con él. Tenía cuarenta flechas. Aflojó la correa de la vaina de su
akinakes
y vio que su hermano comprobaba sus armas.

—Hace mucho que no combato a caballo —dijo Sátiro.

Y entonces Eumeles levantó el brazo a un estadio de allí, y todo el frente enemigo avanzó.

Sátiro miró al cielo.

—Ya es tarde —dijo. Desenvainó su espada, la espada de Kineas, y el mero hecho de verla hizo que los olbianos gritaran.

—¡Niqué! —respondió Sátiro a voz en cuello.

El trompetero de Eumenes dio la llamada, y comenzó el avance.

Sátiro se puso al trote con la primera línea, resuelto a obedecer como un soldado de caballería más. Vio el rostro serio de Melita, con los ojos clavados en Eumeles.

Igual que los suyos.

Se desvió para cubrirle el flanco y vio que Scopasis, el jefe de su escolta, hacía lo mismo por el otro lado.

Estaban a diez largos de caballo del enemigo y eran una oleada de jinetes, con las bocas abiertas, los corceles tan aterrados como los hombres. Eumeles iba varias filas por detrás, no en la línea de frente.

Ambos bandos dispararon sus arcos, pero los arcos sakje estaban secos y eran recios, y las flechas sármatas cosecharon la mitad de almas que las de los sakje.

Sátiro notó un golpe cuando una flecha le dio en el pecho y lo dejó sin aliento. Intentó levantar el brazo pero algo le golpeó la cabeza, amenazando con derribarlo de la silla. Cuando su caballo rompió la primera línea de jinetes enemigos, él todavía se esforzaba en respirar pero se las arregló para levantar la espada y parar el mandoble de un hombre con el que se cruzó.

Coeno estaba con él, y su brazo se movía tan deprisa como la zarpa de un gato enojado. Un caballero sármata cayó, y el estrépito de su armadura se oyó pese al fragor de la batalla, y acto seguido el aire se llenó de polvo.

Sátiro finalmente logró insuflar un poco de aire en sus pulmones y el daño casi le hizo vomitar, luego se llevó la mano de la rienda al vientre, bajó la vista y…

Tenía la punta de la flecha clavada en el diafragma. Tiró de ella. Las lengüetas le desgarraron la carne y la saeta se enganchó en el forro de cuero del
thorax
. El dolor y el miedo crecientes le fortalecieron el brazo hasta que logró arrancarla, y la sangre manó, pero podía respirar y no había muerto.

Tiró la flecha al suelo. Estaba en medio de la batalla. Apretó las rodillas contra su montura, tiró de las riendas y un caballero sármata le hizo un tajo con la punta de la espada. Sátiro arremetió contra él y lo derribó de la silla de un mandoblazo; la hoja de la espada penetró fácilmente en el cuero de su coraza. Ya se había adentrado bastante en la formación enemiga, cosa que tampoco era culpa suya, pero los hombres que tenía alrededor no parecían demasiado interesados en luchar contra él. Abatió a otros dos, cabalgando sin dejar de blandir la espada, y vio el penacho azul de Coeno. Se inclinó y su caballo obedeció al cambio de postura, girando bruscamente. Paró un golpe y se acercó a Coeno.

Y allí estaba Melita. La vio derribar a un hombre de un flechazo. Melita usaba el arco como otro guerrero usaría una lanza: de cerca. Mientras la observaba, Melita puso una flecha casi contra el pecho de un hombre y soltó la cuerda sin dejar de avanzar, y el soldado enemigo salió despedido hacia atrás, cayendo por encima de la cola de su caballo.

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