Tirano IV. El rey del Bósforo (60 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Y entonces vio a Eumeles. Aprovechando su estatura, Eumeles luchaba con una maza, un arma de mango largo con la cabeza de oro macizo. Aunque tuviera otros defectos, aquel hombre no era un cobarde.

Si Sátiro hubiese tenido una jabalina, podría haberlo matado fácilmente, pero nada que mereciera la pena se hacía con facilidad.

Sátiro hizo avanzar a su caballo prestado y embistió al de Eumeles por el flanco, de modo que el otro caballo dio un traspié; un magnífico corcel blanco, seguramente niceno.

Eumeles se volvió y blandió la maza, asestando un golpe tremendo al caballo de Sátiro en la cabeza, y entonces se miraron a los ojos.

—Ahora es cuando se decide la batalla —dijo Eumeles.

El caballo de Sátiro estaba herido; corcoveó, se alzó sobre los cuartos traseros y dio una sacudida. Sátiro hizo un esfuerzo para que no lo tirara de la silla y Eumeles lo golpeó con la maza, aplastándole la mano izquierda contra las riendas.

Sátiro espoleó al caballo sin resultado. Asestó un mandoble a Eumeles, pero Eumeles no solo era más alto sino que tenía un caballo mejor y se las arregló para quedar fuera de su alcance. Le dio otro mazazo pero Sátiro consiguió no perder la espada.

—Te mataré, y el resto será pan comido —dijo Eumeles.

Sátiro no lograba dominar a su montura, y Coeno estaba enzarzado en un combate de espada contra espada. Sátiro tuvo la impresión de oír a Safo: «¡Eumeles podría decir lo mismo de tu madre! ¡La mató porque lo temía!»

El caballo de Sátiro se estremecía. El mazazo lo había herido y le salía sangre por una oreja.

—Mátame, y aún así perderás la batalla. —Sátiro tuvo que gritar, pero Eumeles lo oyó—. Y también perderás tu reino. Eres un idiota, Eumeles.

Eumeles se puso rojo de ira. Ser más listo e inteligente que los demás hombres era la medida de su valía. La palabra «idiota» surtió efecto. Fue como si encajara un golpe.

Sátiro se lo dio como si lo hubiese preparado adrede. Por un momento, los dioses le dieron el control sobre su caballo. Le golpeó los costados como un niño al montar por primera vez y la bestia dio un salto hacia delante, chocando de frente contra el enorme corcel niceno. Sátiro soltó las riendas y empujó el hombro de Eumeles con la mano izquierda mientras él se echaba para atrás para arrearle el mazazo final; el más simple de los movimientos del pancracio. Acto seguido estampó la empuñadura de la espada de su padre en la cara abierta del yelmo de Eumeles.

El caballo de Sátiro trastabilló, pero él se las arregló para abrir un tajo en el muslo del tirano por debajo de su guardamano, luego agarró a Eumeles y lo tiró de la silla mientras su propio caballo se desplomaba. El tirano gritó, con los dientes delanteros rotos, y rodó por el suelo para alejarse. Sátiro lo agarró de un tobillo y Eumeles le dio una patada en la cabeza con la pierna libre. Sátiro cayó al suelo pero dio un mandoble por encima de la cabeza, empuñando la espada con la mano derecha, que rebotó contra el peto de Eumeles. Eumeles desenvainó la espada y dio otra patada a Sátiro. Sátiro rodó por el suelo y paró el golpe. Aferró sus piernas en torno al torso de Eumeles y se sentó encima de él. El costado le dolía lo indecible, pero hundió la punta de su espada en la axila de Eumeles y…

Una flecha atravesó el cuello de Eumeles. Sátiro levantó la vista y vio a Melita agachada para coger otra flecha.

—¡Ya es nuestro! —gritó Melita—. ¡Ha llegado nuestra hora!

Sátiro se quedó quieto un momento, mirando los ojos vacíos de su enemigo. Allí, verdaderamente, no había nada.

—Necesitas un caballo —dijo Coeno.

Sátiro se obligó a ponerse de pie. El vientre le palpitaba. Coeno tenía el niceno del tirano. Parecía más alto que una montaña.

«Tengo que intentarlo enseguida», pensó Sátiro. «Luego no seré capaz.»

Se apoyó en un
aspis
para darse impulso y saltó a la silla pese a la fatiga, el vientre dolorido, el brazo herido y todo lo demás. Alcanzó el lomo del caballo con la rodilla derecha y se quedó aferrado un momento que se eternizó, supuso que dando un pobre espectáculo, tratándose de un rey, pero al cabo sus rodillas sujetaban los costados del corcel y tenía las riendas en las manos. Se quitó el yelmo y respiró a bocanadas. Nadie lo miraba salvo Coeno, que parecía preocupado, y Sátiro se las arregló para sonreír.

Miró a su alrededor. El centro de la formación de Eumeles se retiraba tras verlo morir. Los sármatas habían tenido suficiente y se vinieron abajo, y los olbianos y los mejores caballeros sakje fueron a por ellos, destrozando su formación y hostigando a los supervivientes. Sátiro dejó que se marcharan, frenando en medio de la polvareda para comprobar el estado de su herida. Se sentía débil, pero estaba vivo.

La sangre del vientre le manaba hasta la entrepierna, pero cada vez menos. Salvo que la punta estuviera envenenada…

La idea lo asustó.

Coeno se detuvo a su lado.

—¿Es grave, mi rey?

Sátiro no tuvo más remedio que sonreír.

—¡Nunca habías llamado rey a nadie, viejo!

Coeno señaló hacia detrás de ellos.

—Eumeles ha muerto. Tú eres el rey. Mi deber es sacarte del campo de batalla.

Sátiro negó con la cabeza.

—Ningún rey digno de ser respetado abandonaría el campo de batalla hasta haber vencido. Upazan sigue en el campo —dijo— y Nicéforo también. Busca a ese trompetero y reagrupa a los olbianos para que vuelvan a formar. Alguien necesitará ayuda, y apuesto a que será Ataelo.

Coeno encontró al hipereta y las llamadas resonaron por encima del estruendo de la huida en desbandada.

Melita oyó las llamadas y aflojó el paso de
Grifón
. Ella estaba ilesa, y el caballo conservaba la misma energía que cuando lo había montado por la mañana. Le dio unas palmadas en el cuello y buscó a Scopasis, que la seguía de cerca.

Detrás de él iban Laen, Agreint, Bareint y el resto de sus caballeros. Al parecer no faltaba nadie.

Excepto su hermano.

—¿Dónde está mi hermano? —preguntó.

Scopasis negó con la cabeza. Su yelmo tracio le cubría el rostro, convirtiéndolo en un siniestro monstruo con la cabeza de bronce.

—He visto que volvía a montar —contestó—. Coeno le ha dado el caballo de Eumeles. —Se encogió de hombros—. Tú cabalgas. Yo te sigo.

El sindi levantó un hacha.

—¡Los hemos vencido! —gritó.

Melita deseó tener un trompetero propio. El hipereta olbiano repitió la llamada desde un estadio detrás de ella, pero la mitad del cuerpo central estaba con Melita, y el resto más adentrado en el campo.

—Deberíamos ir hacia la izquierda —dijo.

Nadie la cuestionó. De modo que hicieron girar a sus caballos hacia el este, haciendo caso omiso de la llamada de la trompeta. Los hombres acudían a formar con ella. Muchos eran sakje, como Parshtaevalt, que se situó a su lado en cuanto hubieron virado.

—¡Señora! —llamó Parshtaevalt.

—¡Parshtaevalt! —respondió Melita—. ¡Necesito saber qué está ocurriendo en la izquierda!

Tomó prestado al trompetero y entre los dos reunieron a buena parte del centro y lo hicieron girar a la izquierda. Les llevó tiempo, y Melita oía el fragor de la batalla, una lucha encarnizada, oculta en la polvareda que impedía ver el frente oriental.

Kairax fue a ver qué sucedía y cuando regresó ya había trescientos caballeros en formación, todos de cara al este, con el sol poniente en la espalda.

—Los griegos luchan de frente, lanza contra lanza y hombre contra hombre —dijo Kairax—. Nadie cede terreno. Los granjeros repelen el ataque, pero no acometerán contra el flanco de la falange. Y tampoco es de extrañar.

Melita respiró profundamente. Con una orden suya, tiraría el dado por última vez. ¿Lograrían vencer a Nicéforo sus trescientos caballeros?

La víspera no lo habían conseguido.

Avanzó al paso y dio media vuelta al caballo para quedar de cara a los caballeros sakje.

—Atacaremos la retaguardia de la falange —dijo Melita—. No debe haber el menor titubeo. Ninguna advertencia. No tendremos una segunda oportunidad ni el apoyo de los arqueros. ¿Estáis listos?

Los hombres, en su mayoría, asintieron, sacudiendo los penachos de sus yelmos, que parecieron un rizado mar de plumas.

—Hagámoslo —dijo Parshtaevalt.

Sátiro sintió que el dolor del vientre se le extendía a los miembros y volvió a preguntarse si estaba envenenado o si era la cobardía la que le bajaba hasta las ingles en forma de dolor. Mientras la caballería olbiana se reagrupaba despacio, pues no eran los hombres de su padre por más que reclamaran ese título, tuvo tiempo de pensar en su herida y en la buena voluntad de Coeno para sacarlo del campo de batalla, para que se tendiera en una tienda a la espera de novedades.

La batalla estaba ganada. Nada quedaba por lo que luchar, salvo la propia reputación.

¿Y si estaba envenenado?

Sátiro montaba el caballo de su enemigo muerto, rodeado de cadáveres. «Si la flecha tenía veneno», pensó, «ahora corre por mis venas y estas son mis últimas horas».

Levantó la cabeza y enderezó la espalda. Era un hijo de Heracles y el hijo de Kineas, y no iba a retirarse para morir envenenado en una tienda.

Cuando los olbianos se hubieron reagrupado, los hizo formar en romboide, formación que conocían bien, y los dirigió hacia el oeste, hacia el sol poniente, avanzando lentamente, en busca de otro enemigo.

Al cabo de un estadio, encontraron uno.

Upazan no había derrotado a Ataelo, pero lo superaba en número y tenía flechas, y solo la cólera de Ataelo y diez años de amarga resistencia mantenían alto el ánimo de sus jinetes. Luchaban como demonios, como hombres muertos. Y cuando se veían acorralados contra el río y no podían huir, morían.

Sátiro no vio caer a Ataelo. Upazan lo derribó con un hacha, por detrás, mientras el menudo caudillo sakje lanzaba una flecha al tanista de Upazan en el remolino de la melé.

Sátiro no vio morir a Graethe. El Señor de los Lobos cayó cubierto de heridas y los hombres de su clan rodearon su cuerpo y murieron con él.

Tampoco vio morir a Urvara, prácticamente la última guerrera que resistía mientras su estandarte atraía a los enemigos, resueltos a cabalgar por el flanco para cambiar las tornas de la batalla. A ella también la mató el filo del hacha de Upazan; estaba demasiado cansada para parar un golpe más.

Sin embargo, los guerreros no se desmoronaron. Algunos de sus caballos estaban dentro del río con el agua hasta los corvejones, pero siguieron luchando, desesperados, a menudo sin una sola flecha en el carcaj, espada contra espada, hacha contra hacha.

Sátiro oyó los gritos de los griegos antes de dar la orden de cargar, y supo que Abraham encabezaba un ataque contra el flanco de Upazan con cuantos le hubiesen seguido desde el campamento. Su acción sin duda influiría en el resultado.

Sátiro se había situado en la punta del romboide. Sonrió pese al daño que le hacía el vientre. Oía el fragor de la batalla y supo que quienes gritaban eran sármatas, y no necesitó una avanzada para saber dónde había que seguir combatiendo.

Levantó la espada.

—¡Adelante!

Los olbianos gritaron el nombre de su padre y cargaron, y en un abrir y cerrar de ojos estuvieron combatiendo contra los hombres de Upazan.

Sátiro daba un mandoble tras otro, ni débil ni endiosado, sino como el guerrero que le habían enseñado a ser, y la espada de su padre destellaba como el fuego reflejando la luz roja del sol, y de vez en cuando recibía un golpe en el yelmo, pero siguió luchando, buscando el yelmo dorado de Upazan. Ahora aquel era su objetivo.

Le faltaban hombres. Lo notaba. Tan solo con unos cientos más los sármatas habrían cedido a su impacto, pero los olbianos eran demasiado lentos y demasiado pocos, y aunque la cuña penetraba cada vez más en las huestes de los sármatas, estos no se daban por vencidos.

Ahora oía a Abraham y a Pantero. Estaban a menos de un estadio, prácticamente rodeados, y su carga también había perdido ímpetu, viéndose obligados a retroceder hacia el campamento.

Sátiro veía la batalla en su conjunto como si la estuviera sobrevolando; interpretaba los sonidos, los gritos, los chillidos. El flanco de Ataelo no resistiría mucho más. Upazan quizá venciera allí, pero no se alzaría con la victoria.

Hombres cansados blandían pesadamente sus armas contra hombres igualmente cansados. Los olbianos iban mejor armados y estaban más descansados.

Aunque con eso no bastaba. Pero, por el momento, mejor eso que nada, y los olbianos dieron muestras de crecerse, tal vez por el mero hecho de ser ciudadanos de Olbia que antaño fueron hombres de Kineas. Avanzaban con brío, aun cuando tendrían que haberse detenido.

Sátiro abatió a un hombre que portaba un estandarte con una cola de lobo, y rezó para que fuese del bando de Upazan. Tenía el brazo de la espada ensangrentado hasta el codo, y el hombro debilitado; los músculos le ardían por el esfuerzo de un millar de mandobles asestados por encima de la cabeza, y apenas lograba dominar a su caballo capturado.

Pero sentía la presencia de Heracles a su lado.

«Voy a morir bien», pensó.

Paró un golpe, alcanzando la pesada hacha en el mango, de modo que su espada se deslizó por este y el filo del adversario le abrió un tajo superficial en el hombro. Levantó la mano de la brida hasta el mango del hacha, con intención de asestar un mandoble a la empuñadura, pero de pronto se encontró con la muñeca inmovilizada por el hombre del hacha.

Upazan.

Se miraron a los ojos mientras ambos trataban de dar el golpe mortal; brazo contra brazo, mano contra mano.

Upazan se irguió sobre su caballo, intentando servirse de su inmensa fuerza para derribar a Sátiro.

A lo lejos, Sátiro oyó el canto de unos griegos, y se preguntó qué significaba. Luego volvió a concentrarse en Upazan. Forcejeó con él, y sus caballos se movían con ellos, y de pronto los brazos de Sátiro comenzaron a debilitar la sujeción de Upazan. Upazan redobló sus esfuerzos y dio un grito tremendo al abalanzarse contra Sátiro.

Sátiro resistió y se lo quitó de encima.

Perdió la mano de Upazan, pues sus caballos se estaban separando, y le dio un golpe rápido con la espada. Lo alcanzó, hundiéndola profundamente en el brazo izquierdo de Upazan al tiempo que este le hincaba una daga con la izquierda, que le cortó en el brazo, y Sátiro soltó la espada egipcia, que quedó colgando de la cadena que la sujetaba a su muñeca.

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