Tirano IV. El rey del Bósforo (58 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

La bahía estaba llena de barcos.

Y más cerca, junto a las defensas del campamento que daban al mar, había fuego.

—Nada de tregua —le espetó Melita. A Coeno le dijo—: ¡Vámonos!

Dejaron a Nicéforo envuelto en una nube de polvo y galoparon de regreso entre los muertos hasta donde su pueblo había desmontado. La mayoría estaba bebiendo vino con avidez. Tameax escupió un trago y fue como si le saliera sangre de la boca; un mal augurio, pensó Melita.

—Mi hermano está aquí —anunció a voz en cuello.

Coeno se detuvo detrás de ella.

—¡Por supuesto! —dijo.

—Sátiro está atacando el campamento de Nicéforo —dijo Melita—. Tenemos que hostilizarlo para retrasar su retirada en la medida de lo posible, y a lo mejor lo derrotamos antes de que caiga la noche.

A un guerrero le cuesta creer que ha terminado la jornada, que ha sobrevivido un día más, que puede beber, sentarse en el suelo, disfrutar de los pequeños placeres que hacen que la vida valga la pena incluso en medio de la tensión cotidiana de la guerra… y que luego lo llamen para correr otra vez el riesgo de una muerte inminente. Resulta muy duro, y solo los mejores hombres son capaces de levantarse y arrostrarlo.

—¡Es la hora de la venganza! —gritó Thyrsis, poniéndose de pie de un salto como si no hubiese tirado un flecha ni cabalgado un estadio en todo el día.

—Una incursión más —gritó Scopasis, y de pronto todos estaban en pie. Muchos cambiaron de caballo. Otros tantos maldijeron.

Urvara se apoyó en la empuñadura de su espada, dirigiendo la punta hacia la hierba.

—Nosotros hemos terminado.

Melita lo lamentó, pero forzó una sonrisa.

—He visto a Eumenes —dijo, señalando hacia el otro lado del río, donde una larga columna de jinetes estaba adentrándose en el río—. Envíamelo a mí.

Luego reunió a sus hombres y atacó de nuevo a los piqueros.

Nicéforo tuvo tiempo de sobra para verla venir, y, obedeciendo las órdenes de Melita, los sakje apuntaron con cuidado y sin prisa, cabalgando cerca del enemigo para asegurarse de que cada saeta llegara a su objetivo, y los piqueros se detuvieron y se apretujaron aún más. Melita fue al encuentro de Graethe.

—Coge a tus Caballos Rampantes y que los Gatos Esteparios os den flechas —dijo—. Luego regresa.

Graethe blandió el hacha a modo de respuesta y se fue.

Con la mitad de sus hombres, barrió de nuevo la línea de frente de la falange. Solo volaron cincuenta flechas, pero hubo bajas enemigas.

La falange reinició su lento avance.

Melita maldijo la escasez de flechas y cabalgó delante de ellos una tercera vez. En esta ocasión, algunos piqueros salieron del muro de escudos y mataron guerreros sakje, derribando a sus víctimas con el ímpetu de sus lanzas, pero todos esos valientes piqueros cayeron a su vez, ensartados o asaetados por los jinetes que venían detrás.

Y la falange se retiró de nuevo, abriendo una brecha.

Melita cabalgó una cuarta vez pero apenas lanzaron una docena de flechas, y la falange ni siquiera se detuvo. Nicéforo había descubierto su estratagema. Se batiría en retirada.

Pero Graethe regresó y condujo a sus hombres directamente al ataque, y su primera carrera ocultó las estrellas con una nube de flechas, abatiendo a otros cincuenta piqueros. La falange volvió a detenerse y a cerrar filas.

—Quizá sea la mejor infantería que he visto en mi vida —dijo Coeno—. No flaquearán. Por los dioses, qué buenos que son.

Graethe regresó.

—¿Y ahora qué?

—Entrega una flecha a cada guerrero —dijo Melita—. Atacaremos los dos flancos a la vez e intentaremos que se replieguen.

Graethe se mostró de acuerdo y salió galopando hacia los flancos. Desde el izquierdo, donde cabalgaba Melita, vio que unos jinetes cruzaban la última colina. No tenía ni idea de quiénes eran, pero se recortaban nítidamente contra la última luz del sol.

—¡Si no vencemos a los griegos, nos reunimos en el vado! —gritó.

No obtuvo respuesta. Su pueblo estaba exangüe; se limitaban a montar y obedecer. Nada más. Todos los rostros presentaban las arrugas propias del agotamiento.

Los condujo hacia la izquierda dando un rodeo y los griegos comenzaron a marchar, y entonces giró hacia ellos, tal como los hombres de Graethe hacían por la derecha. Esta vez irían derechos hacia los griegos en lugar de cabalgar frente a su formación. Si los piqueros retrocedían, si la tormenta de flechas segaba suficientes vidas, un jinete podría penetrar entre las filas, y luego otro, y luego…

Los Manos Crueles habían cruzado el vado. Melita vio a Parshtaevalt al frente de sus guerreros; mil sakje en plena forma y con los carcajes llenos.

Pero el sol se había escondido, y la poca luz que quedaba la reforzaban la almenara del fuerte y los fuegos que ardían en la playa. Les quedaban unos minutos de luz rojiza y luego caería la noche.

Nicéforo había dado el alto y estaba cerrando filas de nuevo.

Melita hincó los talones en
Grifón
e inició el avance.

Y la infantería los repelió. No murió ni un sakje, pero estaban cansados. Un joven guerrero, que por la mañana podría haber arriesgado la vida para abrirse paso por el hueco que había dejado el filarco al morir con una flecha en el cuello, frenó y dio media vuelta. Y cuando la luz ya fenecía, los sakje se marcharon.

No fue porque sí. A lo largo de toda la playa, la segunda escuadra de Eumeles iluminaba el cielo nocturno con el fuego de sus barcos incendiados. Y Nicéforo, expulsado de su propio campamento sin haber opuesto resistencia, hizo dar media vuelta a su todavía invicta falange ante las puertas en llamas y marchó hacia el noreste. Un jinete se sumó a la falange, un único hombre con una capa púrpura. Melita lo observaba mientras la capa pasaba del púrpura al negro a la luz crepuscular.

—¡Eumeles! —llamó una voz a su lado. El jinete miró hacia atrás y siguió cabalgando, uniéndose a la retirada de la falange. Melita se volvió para ver quién había gritado.

—Al Tártaro con él —dijo Sátiro, y dio un abrazo a su hermana.

25

Acamparon en el campo entre los muertos. Temerix llegó una hora después del ocaso con sus hombres e informó de que Upazan había cruzado el río por el norte y que se dirigía hacia ellos bastante deprisa.

Sátiro era más corpulento de lo que Melita recordaba. Parecía haberse hinchado hasta dar la talla para el papel de rey. Melita le dejó interpretarlo. Los hombres lo llamaban
Wanax
, el título antiguo, y
Basileo
, y era como un semidiós. Melita se sentía cansada y sucia junto a su armadura magnífica, su físico perfecto y su rostro sin cicatrices.

Antes de transcurrida una hora el campamento estuvo montado y, juntos, los dos hermanos anduvieron de fogata en fogata, visitando a sakje y a olbianos, a granjeros y a marineros.

—Mis hombres están enfadados porque tienen que apagar los fuegos que encendieron —bromeó Sátiro. Sus barcos seguían trabajando, transportando a la infantería olbiana de una margen del río a la otra, después de haber desembarcado a todos los macedonios que habían servido como infantes de marina—. Podríamos haber capturado todos los barcos de Eumeles, pero no sabíamos que tú y Urvara pudierais hacer frente a tantos hombres durante tanto tiempo.

Melita sonrió.

—Lo hicimos con uñas y dientes —dijo—. ¿No duermes?

—Por la mañana vamos a luchar —respondió Sátiro—. No quiero errores. Hoy ha combatido casi toda nuestra gente, Lita. Si no les infundimos ánimo…

—Podrías comenzar por levantarme el ánimo a mí, hermano —dijo Melita—. Si creyera que puedo hacerlo, desertaría. Estoy acabada.

Sátiro la tomó entre sus brazos.

—Estás espléndida —dijo—. Ibas a hacerlo todo sin mí, ¿verdad?

—Pensábamos que habías muerto hasta que desembarcamos y recibimos noticias —contestó Melita.

Sátiro sonrió.

—Escucha, dulzura. Ya son nuestros. ¡Ya son nuestros! —Echó los omóplatos para atrás bruscamente y flexionó los brazos—. Su flota se ha ido al garete. Upazan no es nadie; un señor de los caballos con su base de operaciones a mil estadios de aquí, adentrado en nuestro territorio.

Melita meneó la cabeza.

—El espíritu lo es todo, Sátiro. Si mañana perdemos, los derrotados seremos nosotros. —Hizo una pausa—. Ojalá Diodoro estuviera aquí.

Se hallaban entre dos fogatas. Detrás de ellos, los olbianos gritaban y vertían libaciones. Estaban descansados, y Menón, el amigo de su padre, canoso por la edad pero todavía más firme que un roble, les hizo cantar el himno a Ares.

Menón fue a su encuentro y los abrazó.

—Mañana haremos morder el polvo a Eumeles, que es lo que se merece ese bellaco —sentenció.

—Que Ares te proteja, Menón —dijo Melita—. Te has hecho mayor a su servicio y… ¡pocos de sus servidores llegan a viejos!

Menón miró en derredor.

—Tenía que venir —respondió—. No podía perderme esto. Mi último combate, sospecho… un crío me clavará una lanza en la garganta y maldeciré la oscuridad cuando caiga sobre mí. —Se dio unos golpes en el pecho—. Yo estuve en Issos con el Gran Rey. Esta será mi décima batalla en primera línea.

Las palabras de Menón conmovieron a Sátiro. Apoyó gentilmente una mano en su hombro.

—Que Heracles te proteja. Mereces algo mejor que morir en combate.

Menón se rio y regresó junto a sus hombres.

—Mejor una lanza en el cuello en plena tormenta de bronce que morir de cagalera siendo un viejo inútil, muchacho —vociferó.

En el extremo norte del campamento, el clan de Ataelo formaba una triste y silenciosa piña; al menos los que estaban despiertos. Mientras caminaban hacia allí, Sátiro se detuvo y miró hacia el mar iluminado por la luna. Se oían los ruidos de los carroñeros que daban cuenta de los cadáveres.

Sátiro se puso serio.

—En cuanto a Diodoro, tienes razón, y haces bien en recordármelo. —Meneó la cabeza—. Dejé que los transportes dieran caza a Eumeles por mar. Tuve que hacerlo, pero mil soldados profesionales de caballería igualarían las fuerzas en esta batalla.

Melita se vio obligada a sonreír a su hermano.

—Personas y espíritu —dijo—. Con o sin Diodoro, lo que vencerá mañana será el espíritu. De modo que hablemos con todos los hombres y mujeres, aunque nos quedemos sin dormir.

En la fogata de Ataelo, el caudillo sakje estaba despierto con su hijo al lado. El hombrecillo abrazó a Sátiro.

—Te ves por tu padre —dijo Ataelo, enigmáticamente.

Sátiro asintió.

—¿Me parezco a él? —preguntó.

—Por él —dijo Ataelo—. Tienes aspecto por él.

Melita presentó a su hermano a Tameax como su
baqca
, y a Thyrsis, y a todos los nómadas con quienes había vivido antes de intentar convertirse en reina.

Y mientras estaban reunidos en la loma, Urvara acudió con Eumenes de Olbia y mucha de su gente, todos provistos de antorchas. También se vinieron Nihmu y Coeno, y los olbianos Likeles y Licurgo. La vieja guardia, los que habían viajado a oriente con Kineas y Srayanka veinte años atrás.

Sorprendieron a Sátiro entonando una canción. Primero cantaron los sakje, que daban palmadas marcando el ritmo al cantar, y Melita se sumó a ellos, uniendo a la perfección su voz grave a las de los miembros de la tribu que la rodeaban. Cantaron sobre Srayanka y su caballo, y en cómo sus ojos tenían el azul de los ríos en los días soleados de invierno. Y luego cantaron sobre Samahe, y en cómo había criado a sus hijos, y a cuántos hombres había matado en combate, y en cómo había abatido a un leopardo de las nieves en las altas montañas del norte de Sogdiana. Y otra canción sobre cómo ella y Ataelo habían cazado una bestia monstruosa en oriente y vivido para contarlo.

Luego Coeno y Eumeles se levantaron y cantaron, y muchos de los jóvenes de Eumeles también participaron. Abraham apareció con Pantero y Demóstrate, Diocles, Neiron… docenas de marineros e infantes del campamento establecido en la playa. Conocían todas las canciones griegas. Sátiro dejó el sitio que ocupaba junto a su hermana y fue a plantarse al lado del arconte de Olbia. Entonaron un cántico de la
Ilíada
, y otro sobre Penélope, y un tercero sobre Atenea, la diosa guerrera, que los hombres atribuían a Hesíodo o tal vez al propio Homero. Cantaron bien, para ser hombres que no solían cantar juntos, y cuando terminaron, Ataelo se acercó a la luz de las llamas.

—A veces, un sakje se pierde —dijo. Tenía la voz tomada de tanto llorar y no intentó hablar en griego, de modo que Eumenes, que en tantas ocasiones había sido el intérprete de Ataelo, volvió a asumir esa tarea—. A veces, un jinete desaparece en la nieve, o durante una patrulla, y nunca encontramos su cuerpo. Así se perdió mi amada, aunque cayó ante los ojos de mil personas.

Caminó hasta Melita y la condujo hasta Sátiro.

—Nuestro espíritu vuelve a estar con nosotros —dijo. Señaló la espada que llevaba Sátiro—. Esa es la espada de Kineax, que ha regresado. Las historias de esta primavera vivirán para siempre. Vosotros, cada uno de vosotros, ahora estáis en las canciones. ¡Estáis en las canciones! —Asintió—. Samahe estuvo en las canciones desde su juventud. Si mañana perdemos, todas esas canciones caerán en el olvido. Si vencemos, ella vivirá para siempre.

Soltó las manos de los gemelos.

Y entonces los sakje hicieron correr el vino y bebieron.

—Mi padre no cuenta con salir vivo de la batalla —dijo Thyrsis a Melita.

Sátiro negó con la cabeza.

—He oído lo mismo demasiadas veces —respondió.

Sátiro se sentía como si no se hubiese acostado, pero había dormido en un camastro de paja, envuelto en dos gruesas mantas, y con Helios dándole masaje en los músculos del brazo.

—Nicéforo ha pedido otra negociación —informó Helios.

Melita había insistido en dormir con el pueblo de Ataelo, y Sátiro dudaba entre ir a buscarla en persona o mandar a alguien a hacerlo, pero eso era una estupidez. Se puso el quitón por la cabeza, arregló los pliegues y se abrochó la clámide.

—Botas, Helios. Seguramente, montaré. Pantero, ¿tus marineros servirían como
pestalta
[12]
?

Pantero estaba bebiendo vino junto a la hoguera de Sátiro. Tenía una herida; todos las tenían. Pero sonrió:

—Sátiro, en estos diez últimos días he luchado más que en los últimos diez años, y ahora me pides que vuelva a combatir. Los armaré y defenderemos el campamento. Si nos envalentonamos, quizás hostilicemos un flanco. Piensa en cómo remaron para ti esos hombres ayer.

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