Tirano IV. El rey del Bósforo (52 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

—Y entonces llegamos nosotros con más y mejores tripulantes e infantes, acometemos de frente y nos lo comemos vivo. —Diocles meneó la cabeza—. Ya es nuestro, señor. Y cada día que pasa tenemos más ventaja. Está huyendo; sus remeros tienen miedo. Y ni siquiera intentan mantener la formación mientras huyen, de modo que no hacen más prácticas que la de huir. —Diocles derramó vino en la arena—. No lo digo con orgullo desmedido. Salvo que intervengan los dioses, ya es nuestro.

Sátiro negó con la cabeza.

—Ojalá no hubieses dicho eso —comentó.

Al día siguiente, Eumeles no hizo el menor intento por defender los estrechos que los griegos llamaban Bósforo Cimerio. Y cuando el
Loto Dorado
apareció al frente de la columna, un enjambre de barcas se hizo a la mar desde ambas orillas, con pescadores meotes al timón.

—Dejad que unos pocos suban a bordo —gritó Sátiro—, pero no desviéis el rumbo del barco. Seguimos adelante. ¡No quiero perder de vista a Eumeles!

Oyó el golpe sordo de una barca al abarloarse, pero él y Terón estaban desnudos, en mitad de un asalto de pancracio, en la zona de cubierta aneja al timón, ofreciendo su fuerza y su sudor en sacrificio a Poseidón y Heracles. Eran luchadores del mismo nivel, Terón seguía teniendo las espaldas más anchas, pero Sátiro había mejorado la velocidad de sus movimientos, y todos los hombres que no estaban de servicio se habían congregado a mirar, de modo que el
Loto
llevaba la popa un tanto sumergida.

Forcejeaban en el suelo cuando Sátiro se percató del silencio. Y era obvio que ninguno de los dos lograría zafarse.

—¿Tablas? —gruñó Sátiro.

Terón dio una palmada en la cubierta y ambos se pusieron en pie de un salto.

—¿Así es como cuidas de mi buque insignia? —preguntó una voz familiar—. ¿Celebrando eventos deportivos en el mar?

Y entonces Sátiro y su tío León se dieron un fuerte abrazo. Detrás de él, Nihmu parecía diez años más joven y Darío irradiaba cierta satisfacción. Sátiro también los abrazó.

Darío arrugó la nariz ante el sudor de Sátiro.

—He sido esclavo durante un mes, querido —dijo—. Solo deseo oler cosas buenas.

Terón se rio.

—¡Eres demasiado maniático, persa!

—Le debo la vida —intervino León—, que no es poco. Por todos los dioses, Darío, ¡nunca pensé que sería tu rostro el que vería! ¡Y tendríais que verlo con la espada!

—Kineas siempre decía que era el mejor —terció Nihmu, asintiendo.

Sátiro recogió su quitón y se echó a reír.

—Ahora sí que siento el favor de los dioses —dijo.

En realidad, León estaba espantosamente flaco y daba la impresión de haber envejecido. Tenía el pelo entrecano y había perdido la musculatura. Sus brazos eran como varas.

—Pareces un joven dios —dijo León.

Sátiro agradeció el cumplido con una reverencia.

—Me alegra mucho tenerte de vuelta entre nosotros, tío —dijo.

—Yo no parezco un dios joven, ¿verdad? —León meneó la cabeza—. No me dieron de comer durante… algún tiempo. No me torturaron, pero de pronto dejaron de tratarme como a un cautivo por el que se espera cobrar un rescate, y mi situación empeoró. Poco después me enteré de que Melita había desembarcado y sublevado a los sakje, razón por la que me convertí en un lastre.

Se tapó la boca al toser.

Darío puso una mano en el hombro del númida.

—Te rescatamos en cuanto pudimos organizarnos —dijo.

Sátiro meneó la cabeza.

—Me siento culpable, tío. Te abandoné en la batalla y luego dejé que otros fueran a rescatarte.

—Muchacho, estás vivo, y yo también, y ahora… —León sonrió y se le borraron algunas arrugas—. Ahora nos vengaremos.

La historia del rescate fue desgranándose a lo largo de dos días; cómo se infiltró Darío entre los esclavos persas del palacio, cómo insinuó sus intenciones, reclutó a una docena, los armó, masacraron a los guardias y abrieron las celdas.

—Sospecho que también liberamos a verdaderos criminales —dijo Darío—. Aunque lo cierto es que me trae sin cuidado. Pero media docena de caballeros persas han venido conmigo, y agradecerían una recompensa.

—¿Saben montar? —preguntó Sátiro.

—Acabo de decir que son persas —contestó Darío.

—Me los quedo —dijo Diodoro, que subía de la bodega con un odre de vino al hombro—. ¡León, cabrón, nos has dado un montón de trabajo!

Sátiro era uno de ellos pero, en ciertos aspectos, no lo era. Se sentó con las rodillas debajo del mentón, apoyando la espalda contra la de Abraham, y los escuchó; León y Crax, Diodoro, Nihmu, Darío y los demás hombres que habían cabalgado con Kineas. Los escuchó contar historias hasta bien entrada la noche.

Abraham se rio.

—¿Así es cómo seremos nosotros? —preguntó.

Sátiro meneó la cabeza.

—Solo si tenemos suerte —contestó.

—¡Escucha cómo alardean! —repuso Abraham—. ¡Parecen piratas!

Sátiro alargó el brazo y cogió el vino que su amigo estaba acaparando.

—Darío entró en el palacio de Eumeles y rescató a León. León sobrevivió un mes sin comer. Nihmu encontró a Darío disfrazado de esclavo y se unió a él. Estas personas no son meros mortales, Abraham. Son como los hombres de la antigüedad, o al menos a mí siempre me lo ha parecido así.

Abraham dio un gruñido.

—Igual que Filocles, entonces —dijo.

Sátiro se quedó callado un rato.

—Sí —dijo—. Todos son como Filocles.

—Uno se pregunta cómo era tu padre —dijo Abraham.

—Sí —dijo Sátiro—. Sí.

—Creo que tengo una idea bastante buena —anunció Abraham. Tomó aire y se levantó—. ¿Dónde piensas que tu padre encontró a estos semidioses?

Sátiro se agarró a la mano de su amigo para ponerse de pie.

—Son ellos quienes te encuentran a ti —dijo.

Por la mañana Diodoro pidió permiso para desembarcar a los caballos.

—Los Exiliados pueden cabalgar desde aquí —dijo—. Nuestros caballos se pondrán gordos y contentos en tres días, pero si los hacemos navegar un día más, solo tendremos carne de caballo podrida.

Todos los Exiliados asintieron. Sátiro se encogió de hombros.

—¿Sabréis llegar a Tanais?

Diodoro se rascó la cabeza.

—Creo que me las arreglaré —dijo.

Crax se rio a carcajadas. Diocles intervino.

—Si nos ponemos en marcha de inmediato, aún es posible que le demos alcance hoy. Tenemos el viento en contra, pero Eumeles también, y a remo somos mejores.

—Si hoy no combatimos, mañana avistaremos Tanais —dijo Sátiro—. No me gusta dividir mis fuerzas.

—¿Mañana? ¿En serio? —preguntó Diodoro. Miró a Crax.

—Los transportes no hacen más que demorarnos —señaló Diocles—. Dejémoslos aquí y redoblaremos las probabilidades de alcanzar a ese cabrón.

—Prueba por el Coracanda —dijo León.

—¡Exacto! —respondió Sátiro—. Necesito a uno de esos pescadores. ¡Darío! ¿Siguen a bordo?

—Se han quedado por el vino. Y por la recompensa. —Darío estaba comiendo pan, cosa inusitadamente humana en él—. Voy a buscarlos.

Los pescadores estuvieron encantados de recibir una mina de plata cada uno por su participación en el rescate.

—Y lo mismo si nos pilotáis en torno a la isla por el Coracanda.

Los miró expectante. León les habló en su idioma y ellos se encogieron de hombros.

La isla de Fanagoria se hallaba en medio del extremo norte del estrecho. El canal principal discurría hacia el noroeste, alejándose de Tanais. Sátiro recordaba de su infancia que existía otro canal mucho más estrecho que rodeaba la isla por el este, canal que iba derecho hacia la desembocadura del Hipanis. La flota enemiga también conocía aquellas aguas, o tendría pilotos que las conocieran, pero habrían optado por la ruta más segura.

—¿Qué es el Coracanda? —preguntó Diocles.

Los pescadores arrastraron los pies.

—Es un viejo canal entre bancos de arena. Pasa por el este de la isla y nos ahorrará muchas horas —dijo Sátiro en tono enfático.

Diodoro asintió

—No te ahorrará tanto tiempo —dijo—, pero sí trescientos estadios. Llegaríamos al Hipanis esta noche.

Diodoro había marchado y navegado por la zona tiempo atrás.

El portavoz de los pescadores se rascó la barba.

—Son aguas someras, señor. En muchos sitios la profundidad es como la estatura de un hombre, o incluso la de un niño. Y si un barco embarranca, es imposible reflotarlo.

—¿Podéis hacernos pasar? El
Loto
es el que tiene más calado.

Sátiro hablaba con los pescadores, pero envió a Helios en busca de los rodios y los piratas.

Los pescadores lo discutieron en su idioma, y cuando su jefe habló, Pantero y Demóstrate estaban presentes.

A Sátiro lo divirtió ver que el rey pirata y el rodio se acercaban juntos, riendo. Y también lo alivió.

Saludó a los dos capitanes y entonces el pescador habló.

—Solo puedo intentarlo, señor. Puedo hacer pasar a un pesquero por la garganta a oscuras. Pero estos monstruos son harina de otro costal. No sé qué decir. Dudo que se haya hecho antes.

León meneó la cabeza.

—Yo lo hice —dijo en voz baja, y los demás hombres se callaron, incluso Demóstrate. León era un explorador nato, había caminado y navegado por todas partes—. Hace diez años, llevé un trirreme garganta arriba. Y otro en el año olímpico. —Miró a Sátiro y asintió—. Podemos hacerlo.

Diocles torció el gesto.

—¿Es realmente imprescindible? —preguntó.

Sátiro asintió.

—Necesito esos caballos. Un día de mal tiempo y todos morirán.

Diocles levantó la vista al cielo y no respondió.

Una hora después el
Loto
viró, apartándose de la columna para poner rumbo al este, hacia un canal que de lejos parecía más estrecho que el casco del barco. Y detrás de ellos, las otras sesenta y cinco naves se ordenaron en una sola hilera con los transportes de caballos delante, todos ellos reforzados con remeros de los barcos más ligeros.

Neiron negó con la cabeza.

—¿Pones a los más pesados delante? Si embarrancan bloquearán el canal.

—Si sucede echaremos a los caballos por la borda y los sacaremos a flote —contestó Sátiro—. León es el mejor navegante que he conocido en mi vida. Dejemos que nos dirija.

Antes de que el sol hubiese ascendido la anchura de una mano en el cielo, la hilera de barcos se abría paso por el canal. Sátiro miró hacia atrás y había naves hasta donde alcanzaba la vista; una única fila, como bailarinas en un festival, y todas copiando los movimientos que hacía el
Loto
.

—Esto es una locura —protestó Neiron.

Sátiro notó el cambo de viento en las mejillas, una brisa suave que le revolvió el pelo y soplaba en sus popas.

—No puedo creerlo —dijo Neiron.

El pescador tosió tapándose con la mano y escupió por la borda agradeciendo la suerte. Helios se acercó a su amo por detrás.

—¿Por qué están todos tan contentos? —preguntó.

Sátiro sonrió.

—Los dioses nos envían viento —explicó, vertiendo una libación por la borda—. Sopla en contra de nuestro enemigo, que debe navegar hacia el noroeste. Pero es un viento ligero, de modo que podemos usarlo para costear hacia el este. —Se rio—. Ojalá sople todo el día.

Helios hizo un signo y la flota siguió adelante.

22

Upazan los siguió por el Tanais, y cada paso de su avance conllevaba represalias, y los hombres morían.

Los arqueros tiraban desde los bosques y los graneros. Los bosques eran quemados, los graneros, tomados por asalto. Y los hombres morían.

Junto al río, en los campos, en los bosques y en los altos riscos los hombres luchaban; un tajo de bronce o de hierro, una lluvia de flechas con puntas mortíferas. Los sakje utilizaban veneno y los granjeros nunca se daban por vencidos. Había escaramuzas en todos los espacios abiertos. Grupos de sakje hostigaban a grupos de sármatas que a su vez hostigaban a los refugiados, matando a los más débiles. Morían mujeres y niños.

Los cuervos se daban festines hasta hartarse, y los cadáveres yacían en los caminos sin que los animales los tocaran porque había demasiados.

Aquella no era la guerra que Melita había previsto en Egipto. Aquello era una guerra de todos contra todos. Los granjeros luchaban para no ser aniquilados y los sármatas luchaban para exterminarlos.

En la tarde del tercer día Ataelo estaba sentado con Temerix y Melita en lo alto de una loma, observando la retirada de su exhausta retaguardia bajo una llovizna que favorecía al enemigo con cada gota, haciendo que los recios arcos sakje devinieran casi inútiles.

Ataelo se encogió de hombros.

—Matamos a dos hombres de Upazan por cada granjero, y a diez por cada sakje.

—Y aun así nos quedaremos sin hombres antes que él —dijo Temerix.

Melita miró a uno y a otro.

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó.

Ataelo apartó la mirada hacia el otro lado del gran río, donde un águila ascendía aprovechando una corriente térmica. Su rostro era inexpresivo. Después de cuatro días de duros enfrentamientos y bajas constantes, había perdido toda la energía que le había insuflado la emboscada.

—Los hombres de los barcos nos están matando —dijo Temerix.

Melita asintió. Le constaba que los barcos que subían por el río para hostigar a los granjeros habían sido una sorpresa desagradable. Nicéforo había regresado, tal como había dicho Coeno, y establecido un campamento fortificado en la ribera opuesta a la del fuerte de Melita. Usándolo como base, los hombres de Nicéforo navegaban río arriba y abajo, desbaratando sus planes de defensa.

—Si los hombres de Upazan realmente cooperaran con los soldados del tirano, nosotros sufriríamos más bajas —dijo Temerix.

Ataelo suspiró.

—Era un buen plan —dijo—, pero no está dando resultado. Upazan es demasiado fuerte; debía tener quince o veinte mil jinetes. ¿Y dónde están los otros clanes? —preguntó amargado.

—No lo sé —contestó Melita.

—Tenemos que rendir el valle —dijo Ataelo—. Enviar a los granjeros al fuerte y que los sakje se retiren al mar de hierba.

Temerix negó con la cabeza.

—No, hermano. No vas a hacer eso.

Ataelo enarcó una ceja. En sakje, preguntó:

—¿Por qué no?

Temerix lo miró de hito en hito. Ambos habían sido amigos y compañeros de armas durante más de veinte años, pero ahora tenían un conflicto.

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