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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio (29 page)

Acababa de cenar lentejas con arroz. Cogió la lata vacía de lentejas, la puso entre las llamas y la calentó hasta que se hubo quemado cualquier rastro de comida. Era su manera de fregar los platos cuando el agua escaseaba demasiado para derrocharla. Después, con un palo, sacó la lata del fuego, dejó que se enfriara y la llenó con agua de la cantimplora. La cogió por el borde y la apoyó en las vainas encendidas. El agua tardó unos minutos en romper a hervir. Ford apartó la lata, echó una cucharada grande de posos de café, removió y volvió a ponerla al fuego. En cinco minutos tuvo listo el café.

Bebió un poco sujetando la lata por el borde, y mientras disfrutaba del sabor amargo, con matices de humo, sonrió apesadumbrado al acordarse del pequeño café de Roma, a la vuelta de la esquina del Panteón, donde él y Julie solían beber unos
expresso
perfectos en una mesa enana, rodeados de gente. ¿Cómo se llamaba? La Tazza d'Oro.

Qué lejos…

Una vez hubo apurado hasta la última gota de café, tiró el poso al fuego y reservó la lata para el café de la mañana. Después volvió a apoyarse en la roca, suspirando, se arrebujó en el hábito y miró las estrellas. Faltaba poco para medianoche. Una luna casi llena subía lentamente por encima del borde del cañón. Reconoció algunas constelaciones: la Osa Mayor, Casiopea y las Pléyades. El velo luminoso de la Vía Láctea se extendía por todo el firmamento. Lo siguió con la vista y encontró la constelación del Cisne, eternamente congelado en su vuelo por el centro galáctico. Había leído, que en este había un agujero negro gigante que recibía el nombre de Cygnus Xl, y que era como cien mil soles engullidos y comprimidos hasta un punto matemático. Quedó admirado por la audacia de la pretensión humana de entenderlo todo acerca de la auténtica naturaleza de Dios.

Se acostó suspirando en la arena mientras se preguntaba si aquellas reflexiones eran propias de alguien a punto de ordenarse monje benedictino. Tenía la certeza de que los acontecimientos de los últimos días lo estaban empujando hacia algún tipo de crisis espiritual. La búsqueda del tiranosaurio había despertado antiguas ansias de rastreo, las que creía haber purgado de su cuerpo. No sería por falta de aventuras… Hablaba cuatro idiomas, había vivido en una docena de países exóticos y había conocido a muchas mujeres antes de encontrar al gran amor de su vida. Por ese amor había sufrido lo indecible, y seguía sufriendo. Entonces, ¿a qué venía esa dificultad para sacudirse su adicción al peligro y la emoción? Ahora se había emperrado en buscar un dinosaurio que ni era suyo ni le reportaría prestigio, dinero o gloría. ¿Por qué? ¿Cuál era la causa de aquella búsqueda insensata? ¿Algún defecto en la raíz de su manera de ser?

Muy a su pesar, retrocedió mentalmente a cierto día infausto en Siem Reap, Camboya. El día antes, él y Julie, su mujer, habían salido de Phnom Penh hacia Tailandia. De camino pasaron unos días en Siem Reap para visitar los templos de Angkor Wat, un rodeo turístico que formaba parte de su tapadera. Solo hacía una semana que sabían que Julie estaba embarazada. Para celebrarlo reservaron una suite en el hotel Royal Khampang. Ford nunca olvidaría el último anochecer junto a ella, en la balaustrada de Naga de Angkor Wat, viendo ponerse el sol en una de las cinco grandes torres del templo mientras el canto remoto, misterioso, de los monjes budistas llegaba a sus oídos desde un monasterio escondido en la selva, no muy lejos de uno de los flancos del templo.

Hasta entonces no habían tenido ningún tropiezo en su misión. Por la mañana habían entregado el CDROM con los datos a su agente en Phnom Penh, y creyeron que lo dejaban todo bien atado. Lo único sospechoso era que Ford se había dado cuenta de que los seguía un viejo Toyota Land Cruiser, pero antes de salir de la ciudad había conseguido despistar a su perseguidor en las calles atestadas de la capital. No parecía nada serio. Tampoco era la primera vez que lo seguían. Al contrario.

De noche cenaron sin prisas en uno de los restaurantes baratos al aire libre en la orilla del río Siem Reap, entre ranas que saltaban por el suelo y mariposas nocturnas que chocaban con las bombillas colgadas de los cables. Tras regresar al hotel, escandalosamente caro, pasaron gran parte de la noche retozando en la cama. Se despertaron a las once y desayunaron en la terraza. Luego Julie salió a buscar el coche mientras él bajaba el equipaje.

Ford oyó el eco sordo de la bomba justo cuando el ascensor llegaba a la recepción y abría sus puertas. Supuso que se había disparado alguna mina vieja, de las que Camboya seguía estando sembrada. Aún se acordaba de que al salir al patio de palmeras había visto una columna de humo al otro lado de la puerta de la recepción. Había un coche volcado, casi partido por la mitad, del que salía un humo acre. La explosión había dejado un cráter en el asfalto. Uno de los neumáticos estaba a cinco metros, consumido por las llamas en un trozo de césped cuidadísimo.

Ni siquiera entonces se dio cuenta de que era su coche. Daba por hecho que se trataba de uno de tantos asesinatos políticos, moneda corriente en Camboya. Desde lo alto de la escalinata, miraba a ambos lados de la calle para ver si Julie llegaba con el coche, temeroso de que pudiera explotar otra bomba. En ese momento vio un trozo de tela que se elevaba con el viento hacia la entrada del hotel y que cayó a sus pies. Reconoció el cuello de la blusa que se había puesto Julie esa mañana.

Volvió al presente con un esfuerzo mental desgarrador: al presente, a la hoguera, a los oscuros cañones, al firmamento tachonado de estrellas. Eran recuerdos horrendos, pero que parecían muy lejanos, como si le hubieran ocurrido en otra vida, a otra persona.

Sin embargo, ahí estaba el quid de la cuestión: ¿de verdad era otra vida? ¿De verdad él era otra persona?

19

Al acercarse a Española, Bob Biler vio parpadear las luces de la ciudad en el aire nocturno. Aún tenía detrás al policía, pero ya no estaba preocupado. Hasta se arrepentía de haber tirado la botella debajo del asiento en un momento de pánico. Había intentado sacarla varias veces con la punta de la bota, pero hacía demasiadas eses con la camioneta. Hubiera podido parar un momento para sacarla con la mano, pero no estaba seguro de que fuera legal salir de la carretera en ese tramo, y prefería no hacer nada que pudiera llamar la atención del policía. Al menos la emisora de canciones de siempre empezaba a sintonizarse bien. Subió el volumen y tarareó la música.

Cuatrocientos metros más adelante vio los primeros semáforos de la entrada de la ciudad. Si encontraba uno rojo tendría el tiempo justo para coger la botella. ¡Caray, qué sed que daba conducir!

Se acercó a los semáforos frenando suavemente y con cuidado, mientras vigilaba al coche patrulla por el retrovisor. En cuanto la camioneta estuvo parada, Biler se agachó y buscó debajo del asiento hasta que su mano pegajosa se cerró alrededor del frío cristal de la botella. La sacó, se agachó por debajo de la altura del asiento y desenroscó el tapón. Después se amorró al gollete y bebió cuanto pudo en el mínimo de tiempo.

De repente oyó un chirrido de neumáticos, mezclado con el sonido de sirenas que lo rodeaban como un coro de lamentos. Se levantó de golpe, olvidando que tenía la botella en la mano, y quedó deslumbrado por el torrente de luz blanca de un foco. Estaba rodeado de coches patrulla, todos con las lucecitas en marcha. No entendía nada. Estaba atónito. Parpadeó para intentar ver algo, mientras sus pensamientos pasaban de la simple confusión al pasmo más absoluto.

Oyó el sonido estridente de un megáfono, en el que alguien repetía:

—¡Salga del coche con las manos en alto! ¡Salga del coche con las manos en alto!

¿Se lo decían a él? Miró a su alrededor, pero solo veía la luz deslumbrante de las sirenas.

—¡Salga del coche con las manos en alto!

Sí, sí, se lo decían a él. Cegado por el pánico, buscó el tirador de la puerta, pero era de los que había que bajar, no que subir. Intentó abrir la puerta empujándola con el hombro. De repente cedió y se abrió de golpe. Biler rodó por el suelo; la botella de Jim Beam se le cayó de la mano y se rompió. Acabó encogido en el asfalto, al lado de la camioneta, demasiado atontado para poder levantarse.

Alguien, con una placa en una mano y una pistola en la otra, le tapó la luz.

—Detective Willer, de la policía de Santa Fe —dijo una voz severa—. No se mueva.

Durante unos instantes no pasó nada. Lo único que Biler veía era la silueta negra sobre un telón de luces. De fondo se oía la voz quejosa de Elvis cantando desde la camioneta, entre interferencias de estática: «
You ain't nothin' but a hound dog…».

Tras un brevísimo compás de espera, la silueta se enfundó la pistola y se inclinó para verle la cara. Después se irguió, y Biler oyó otra vez su voz, pero se dirigía a otra persona, alguien fuera del campo de visión.

—¿Este quién cono es?

20

Sally escaló la montaña inestable de rocas aguantando la cerilla con los dientes, mientras buscaba puntos de apoyo para las manos y los pies. A cada paso que daba sentía moverse las rocas. Algunas se desprendían y rodaban hasta el suelo. Parecía que temblaran todas a la vez.

La respiración de Sally era tan fuerte que apagó la cerilla con su aliento.

Tocó el interior de la caja. La última. Decidió reservarla.

—¡Que voy! —resonó la voz ronca por los túneles, con una distorsión febril.

Sally siguió trepando a oscuras, entre piedras que caían. De repente oyó un crujido de madera y rocas procedente de arriba, seguido de una cascada de piedrecitas. Otro paso. Otro crujido. Estaba a punto de derrumbarse todo, pero no había alternativa.

Levantó las manos, encontró un punto de apoyo, comprobó su resistencia y subió. Después, otro asidero, otro apoyo para el pie. Extremaba la prudencia, desplazando su peso poco a poco de una piedra a otra.

—¿Dónde estáaas, Saaally?

Le oyó chapotear por el túnel. Después de subir un poco más tocó una viga para ver si aguantaba su peso. La viga crujió y se movió un poco, pero parecía resistente. Tras una pausa en la que intentó no pensar cómo sería morir enterrada, subió a pulso. Otro crujido. Una lluvia de piedrecitas. Ya tenía la viga debajo. Levantó las manos y encontró un amasijo de madera astillada y piedras rotas.

Tendría que usar la última cerilla.

La cabeza rascó el lado de la caja y se encendió. Miró hacia arriba y vio el agujero oscuro por donde tenía que pasar. Aplicó la caja de cerillas a la llama hasta que se encendió. La llama era mucho más intensa, pero seguía sin iluminar el fondo del agujero.

Cogió la caja con una mano para subir a la siguiente viga, que se movía tanto como todas. Poco después estaba en la entrada del agujero negro, apoyada en un saliente no muy de fiar. La llama menguante de la caja de cerillas le permitió ver que el agujero llevaba a una grieta grande en forma de media luna que se desviaba unos treinta grados. Sus dimensiones parecían las justas para que pudiera pasar.

De repente oyó un golpe al fondo del túnel. Era una roca grande que se había caído del techo. La llama se apagó. —¡Ah, estás aquí!

La luz de una linterna perforó la oscuridad, barriendo el montón de rocas que quedaban por debajo de ella. Sally levantó las manos y subió a pulso al encontrar un asidero. El haz de la linterna se movía por todas partes. Sally trepó a una velocidad rayana en la imprudencia. Al llegar a las dos superficies húmedas de piedra, se escurrió por la fisura que las separaba. La grieta, que subía un poco, tenía la anchura necesaria para embutirse en ella y avanzar despacio retorciendo todo el cuerpo. Sally no tenía cerillas, ni manera alguna de saber adonde iba o si la grieta llevaba a alguna parte. Siguió empujándose hacia arriba con sus manos y rodillas, a la vez que vaciaba un poco sus pulmones para ocupar menos sitio. De repente se dio cuenta de que el trayecto era de un solo sentido y sintió pánico. Ahora ya no podía dar media vuelta. A falta de apoyo en el que hacer palanca con los pies, no podría salir por donde había entrado.

—¡Sé que estás arriba, zorra!

Oyó piedras cayendo, señal de que había empezado a trepar. Levantar las rodillas y girar el torso le permitió soltar un brazo y deslizarlo hacia delante para palpar la grieta. No parecía que se estrechara más. Hasta era posible que se ensanchase. Si conseguía pasar al otro lado, quizá encontrara un túnel al final de la grieta.

Sacó todo el aire de sus pulmones y usó los pies como punto de apoyo para encajar un poco más su cuerpo entre las rocas, aunque se le rompió el bolsillo de la blusa y se le cayeron los botones. Otro empujón. Otra espiración para afinar el cuerpo. Hizo una pausa para respirar un poco, superficialmente. Era como morir aplastada. Mientras subía oyó más piedras cayendo.

Cuando estuvo firmemente apoyada, se lanzó con todas sus fuerzas por la grieta. El miedo de quedarse atascada en la oscuridad casi era más fuerte que ella. Las gotas de agua que caían le mojaban la cara. Comprendió que era imposible retroceder. Habría sido preferible morir de un balazo que en aquella brecha, aunque si conseguía llegar al otro lado de aquel cuello de botella no había que descartar que se ensanchara. Volvió a apoyarse y a empujar, rompiéndose la ropa en el esfuerzo. Otro empujón. Tanteó hacia delante. La grieta se estrechaba de golpe dos o tres centímetros. Movió la mano como una desesperada buscando algún punto más ancho, pero no había ninguno. Volvió a tantear, casi loca de miedo, pero estaba clarísimo: la brecha quedaba reducida a muy pocos centímetros en toda su extensión, con algunas rendijas todavía más estrechas que partían en varias direcciones. Deslizó las manos por todas partes, palpando toda la superficie de roca, pero era inútil.

Se había abierto la espita de un miedo indescriptible, y Sally no pudo dominarse. Intentó retroceder con todo el cuerpo, aplicando tanta fuerza que casi no podía respirar, pero le faltaba un buen punto de apoyo y musculatura en los brazos para alejarse a pulso de donde estaba. Se había quedado atascada. No podía avanzar. Retroceder tampoco.

21

Tom probó todas las maneras de forzar el candado de la reja. Lo machacó con una piedra y le dio golpes con un tronco, pero no sirvió de nada. Dentro de la mina ya no se oía nada, ni siquiera los vagos ecos de antes. Tuvo la impresión de que el silencio lo haría enloquecer. A Sally podía estarle pasando cualquier cosa. Su vida y su muerte podían depender de un solo minuto, y aunque Tom diera gritos a través de la reja no conseguía llamar la atención del secuestrador.

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