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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio (31 page)

—¡Agáchate!

Tom se echó hacia un lado, metió la primera y pisó a fondo el acelerador, con el resultado de que el camión salió a la pista dando bandazos bajo una lluvia de grava. Entonces metió la segunda marcha y, justo cuando aceleraba, oyó más balazos en el camión. Las ruedas giraban solas. La parte trasera dio bandazos. Tom levantó la cabeza, pero no vio nada. El parabrisas era una trama de cristales rotos. Lo rompió de un puñetazo, haciendo un agujero bastante grande para tener un poco de visibilidad, y siguió acelerando.

—¡No te levantes! —dijo, mientras avanzaban coleando por la pista de tierra.

Al llegar al otro lado de la primera curva, los disparos se interrumpieron un momento, pero el ruido de un motor le dijo a Tom que los perseguían. Justo después, el Range Rover derrapó por la curva y les dio caza con la luz de sus faros.

¡Bang! ¡Bang! Los disparos dieron en el techo de la cabina, provocando una lluvia de plástico roto de la lámpara sobre la cabeza de Tom. El camión iba ya muy deprisa y Tom empezó a hacer eses con el volante para no ofrecer un blanco fijo. De repente el vehículo dio un bandazo, y supo por la vibración que habían recibido como mínimo un balazo en los neumáticos traseros.

—¡Gasolina! —gritó Sally—. ¡Huelo a gasolina!

El depósito estaba agujereado.

Otro disparo, seguido por un sordo fogonazo. Tom notó el calor poco antes de ver la luz de las llamas.

—¡Nos quemamos! —chilló Sally, con la mano en el tirador de la puerta—. ¡Salta!

—¡No, aún no!

Otra curva. El tirador les dio un respiro. Viendo que la pista bordeaba el precipicio, Tom pisó a fondo el acelerador para llegar lo antes posible.

—Voy a tirarlo por el precipicio, Sally. Cuando diga «¡fuera!», salta. Apártate rodando de las ruedas y corre. Ve cuesta abajo, hacia las mesas. ¿Podrás?

—¡Tranquilo!

Ya estaban cerca del precipicio. Tom aceleró de sopetón y abrió la puerta a medias sin levantar el pie del acelerador. —¡Prepárate! Décimas de segundo. —¡Fuera!

Se tiró del camión, chocó con el suelo y rodó hasta que pudo levantarse y empezar a correr. Vio la forma oscura de Sally al otro lado, levantándose en el mismo momento en que el camión en llamas desaparecía por el precipicio con el motor chillando como un águila en picado. Después se oyó un rugido sordo, y un brusco resplandor anaranjado que subía del fondo.

El Range Rover frenó justo a tiempo y derrapó hasta el borde. La puerta se abrió. Tom entrevió a un hombre con el torso desnudo que saltaba del vehículo con una pistola en una mano, una linterna en la otra y un rifle en el hombro. Corrió hacia la cuesta empinada que había justo detrás del precipicio, pero el hombre del Range Rover ya había visto a Sally y la perseguía con la pistola en alto.

—¡Eh, hijo de puta! —exclamó Tom mientras iba a su encuentro con la esperanza de distraerlo.

Sin embargo, el hombre seguía ganándole terreno a Sally, que cojeaba por culpa de la herida. Quince metros, doce… En cualquier momento estaría lo bastante cerca para pegarle un tiro.

Tom sacó su pistola del veintidós.

—¡Eh, cabrón!

El hombre tocó serenamente el suelo con una rodilla y se descolgó el rifle. Tom paró y adoptó una posición de tiro para apuntar con su pistola. Darle seguro que no le daba, pero quizá lo distrajera con el disparo. Valía la pena gastar la última bala. Era la única oportunidad de Sally.

El hombre se apoyó el rifle en la mejilla y apuntó. Tom disparó. Su adversario se tiró instintivamente al suelo.

Tom corrió hacia él blandiendo el revólver como un loco.

—¡Te voy a matar!

El hombre se levantó y volvió a apuntar, pero esta vez a Tom.

—¡Voy a por ti! —exclamó Tom sin dejar de correr.

El hombre apretó el gatillo en el mismo instante en que Tom se tiró al suelo y rodó en sentido lateral.

El hombre se volvió para mirar a Sally, pero ya no estaba. Se colgó el rifle en el hombro, desenfundó su pistola y corrió hacia Tom.

Tom se levantó y corrió cuesta abajo con todas sus fuerzas, saltando sobre rocas y árboles caídos, satisfecho de que lo persiguieran a él. La luz de la linterna del hombre bailaba sin parar encima de su cabeza, haciendo parpadear las ramas bajas de los árboles. Oyó el doble «clacclac» de una pistola, seguido por el impacto de una bala en uno de los árboles de su derecha. Se tiró al suelo, rodó unos metros, se volvió a levantar y saltó cuesta abajo en diagonal. Tenía a su perseguidor a unos treinta metros.

La luz de la linterna se le adelantó. Dos tiros más, uno en un árbol de la izquierda y el otro en uno de la derecha. Tom saltaba y corría en zigzag, esquivando los árboles. La cuesta cada vez era más abrupta, y el bosque más denso. No solo no ganaba terreno, sino que lo perdía. Tenía que hacer lo posible por alejar al asesino de Sally.

Corrió adrede un poco más despacio y giró a la izquierda, en dirección contraria a Sally. Sintió muy cerca el zumbido de diversas balas que dejaron maltrecho el tronco de uno de los árboles de la derecha.

Siguió corriendo.

24

Weed Maddox vio que le ganaba terreno constantemente a Broadbent. Se había parado a disparar tres veces, pero siempre demasiado lejos, y la pausa solo había servido para que Broadbent recuperase el terreno perdido. Debía tener cuidado; Broadbent tenía algún tipo de arma de poco calibre que, sin estar a la altura de su Glock, podía ser peligrosa. Lo primero, antes de seguir persiguiéndola a ella, era cuidarse.

La cuesta se hizo más pronunciada y frondosa. Ahora Broadbent bajaba corriendo por un cauce seco. Iba deprisa, el muy jodido, pero Maddox tenía las de ganar. De algo tenían que servirle su formación militar, su régimen de ejercicios y su costumbre de correr y hacer yoga. Broadbent no se le iba a escapar.

Al ver que giraba hacia la izquierda, decidió ganarle más terreno trazando una diagonal. En pocos minutos tendría al muy hijo de puta a sus pies y con la cabeza abierta. Broadbent avanzaba en zigzag, intentando interponer el máximo de árboles entre él y su perseguidor, pero Maddox ya lo tenía a menos de treinta metros. El desenlace era inminente. Hiciera lo que hiciese, Broadbent estaba atrapado entre dos crestas que se cerraban como un torno sobre él. Quince metros.

Broadbent desapareció al otro lado de una espesa arboleda. Segundos después, Maddox rodeó el bosquecillo y vio unas rocas. Era un afloramiento muy escarpado, de unos doscientos metros de ancho, que formaba una uve en el punto por donde cruzaba el cauce seco. Tenía a Broadbent atrapado. Se detuvo. No estaba.

Barrió la zona con la linterna. Ni rastro de Broadbent. El muy chalado había saltado por el precipicio; o eso, o lo estaba escalando hacia abajo. Maddox se asomó al borde para iluminarlo, podía ver casi toda la cara curva de la roca, a quien no vio, ni en la escarpadura ni al fondo, fue a Broadbent. De repente se puso furioso. ¿Qué había pasado? ¿Broadbent había dado media vuelta para volver corriendo cuesta arriba? Iluminó la ladera, pero entre los árboles no se movía nada. Regresó al precipicio e iluminó las rocas en busca de una forma humana.

A unos cinco metros de la escarpadura había un falso abeto. Maddox oyó el ruido de una rama al romperse, y vio moverse las ramas más bajas del otro lado.

El muy cabrón se había subido al árbol.

Cogió el rifle y se puso de rodillas para apuntar, pero ninguno de sus tres disparos, guiados por el movimiento y el ruido, surtieron el efecto deseado. Broadbent estaba bajando del árbol por el otro lado del tronco, usándolo de protección. Maddox evaluó la distancia. Cinco metros. Se necesitaba un buen sprint para cubrirlo de un salto, para lo cual, por otra parte, había que subir un poco por la cuesta. Y aun así el riesgo era grande. Para jugársela había que estar en una situación de vida o muerte.

Caminó deprisa por el borde del precipicio, en busca del mejor ángulo de tiro para cuando Broadbent saliera de la base del árbol. Se arrodilló, apuntó, aguantó la respiración y esperó.

Disparó justo cuando Broadbent se dejaba caer de la última rama. Al principio creyó que le había dado, pero el muy hijo de puta preveía el disparo y había rodado por el suelo. Ahora volvía a estar de pie, corriendo.

Mierda.

Maddox se colgó el rifle a la espalda y miró a su alrededor por si la veía a ella, pero ya hacía tiempo que se había ido. Permaneció en el borde del precipicio, desquiciado de rabia. Habían escapado.

Pero no del todo. Se dirigían al río Chama, una ruta que los obligaba a cruzar la zona de las mesas, con sus cincuenta inclementes kilómetros. Maddox dominaba las técnicas de la persecución. Había hecho la guerra en el desierto, y conocía bien las mesas. Los encontraría.

Dejarlos escapar equivalía a volver a la cárcel para la Gran Puta, cadena perpetua sin libertad condicional. O los mataba o moría en el intento.

25

Willer sacó un pie del coche patrulla y lo posó en el suelo del aparcamiento de tierra del monasterio, pero antes de salir encendió la sirena, más que nada para que supieran que había llegado. No sabía a qué hora se iban los monjes a dormir. Sin embargo, se olía que a la una de la mañana ya estaban todos roncando. El lugar se hallaba en la más completa oscuridad; en el exterior no había ninguna luz que lo hiciera menos lúgubre. La luna, que acababa de salir por el borde del cañón, daba al conjunto un aire siniestro.

Otro toque de sirena. Que vinieran ellos. Después de conducir una hora y media por una carretera que debía de ser la peor de todo el estado, no estaba de humor para hacerse el simpático.

—Se acaba de encender una luz.

Siguió el gesto de Hernández. De repente había un rectángulo amarillo flotando en el mar de oscuridad.

—¿Tú crees que Broadbent está aquí? ¿En serio? No hay ningún coche aparcado.

La duda que traslucía el tono de Hernández reavivó la irritación de Willer, que sacó un cigarrillo de su bolsillo, se lo puso en la boca y lo encendió.

—Sabemos que Broadbent ha estado en la nacional 84 conduciendo el Dodge robado. No ha pasado por ningún control de carretera, y en Ghost Ranch tampoco está. ¿Entonces?

—Esto está lleno de pistas forestales que se desvían de la carretera por los dos lados.

—Bueno, pero a la región de las mesas solo se llega por una carretera, que es esta. Si no está aquí tendremos que interrogar al monje.

Dio una calada y sacó el humo. Una linterna bajaba por el camino. Se acercaba un encapuchado con la cara a oscuras. Willer permaneció de pie, con una bota en el suelo y la otra en el coche, que tenía la puerta abierta.

El monje se acercó con la mano tendida.

—Soy el hermano Henry, el abad de Cristo en el Desierto.

Era un hombre bajito, de movimientos nerviosos, ojos brillantes y una perilla recortada. Willer le dio la mano, desconcertado por la amistosa y confiada acogida.

—Teniente Willer, de la policía de Santa Fe, homicidios —dijo, sacando la placa—. Vengo con el sargento Hernández.

—Muy bien, muy bien. —El monje examinó la placa con la linterna y se la devolvió—. ¿Le importaría apagar las luces, teniente? Los hermanos están durmiendo.

—Ah… Claro, claro.

Hernández entró en el coche para apagarlas.

Hablar con un monje incomodaba a Willer, que se sentía a la defensiva. Quizá el poner la sirena no había sido una buena idea.

—Estamos buscando a un hombre que se llama Thomas Broadbent —dijo—. Parece que es amigo de uno de los monjes, Wyman Ford, y tenemos razones para sospechar que está aquí o en esta carretera.

—No conozco a ningún Broadbent —dijo el abad—, Y el hermano Wyman no está. —¿Dónde está?

—Se fue hace tres días para un retiro espiritual en el desierto.

«¿Espiritual? ¡Tu padre!», pensó Willer.

—Y ¿cuándo volverá?

—En principio tenía que volver ayer.

—Ah, ¿sí?

Willer miró atentamente la cara del abad. Era el colmo de la sinceridad. No había duda de que decía la verdad.

—Entonces, ¿usted no conoce a Broadbent? Pues me consta que ha estado un par de veces en el monasterio. Es alto, rubio y tiene una camioneta Chevrolet del cincuenta y siete.

—¡ Ah, el de la camioneta espectacular! Ya sé quién es. Que yo sepa, ha venido dos veces. La última debió de ser hace casi una semana.

—Según mis datos, subió hace cuatro días, el día antes de que el otro monje, Ford, se fuera de «retiro espiritual» al desierto.

—Podría ser —dijo comedidamente el abad.

Willer sacó su libreta para incorporar una rúbrica y una anotación.

—Teniente, ¿puedo preguntarle qué es lo que pasa? —inquirió el abad—. No estamos acostumbrados a que nos visite la policía en plena noche.

Willer cerró la libreta de golpe.

—Tengo una orden judicial para arrestar a Broadbent. La mirada fija del abad tuvo efectos inesperadamente turbadores.

—¿Una orden de arresto? —Exacto.

—¿De qué está acusado, si se puede saber? —Con todos mis respetos, padre, en estos momentos no se lo puedo decir.

Unos instantes de silencio.

—¿Hay algún sitio donde podamos hablar? —preguntó Willer.

—Sí, por supuesto. En principio dentro del monasterio rige el voto de silencio, pero tenemos permitido hablar en la Sala de Debates. ¿Me acompañan?

—Usted primero —dijo Willer, mirando a Hernández.

Siguieron al monje. Después de varias curvas, el camino llegaba a una pequeña construcción de adobe situada tras la iglesia. El abad se quedó delante de la puerta, mirando inquisitivamente a Willer, que sostuvo su mirada.

—Perdone, teniente, el cigarrillo…

—Ah, ya.

Willer lo tiró al suelo y lo pisó con el tacón; percibió la mirada de reproche del monje y experimentó la molesta sensación de que ya le habían ganado en algo. El monje se volvió. Entraron tras él. El pequeño edificio consistía en dos habitaciones encaladas, muy austeras. En la mayor había bancos junto a las paredes y un crucifijo al fondo. En la otra lo único que había era una mesa de madera rústica, una lámpara, un ordenador portátil y una impresora.

El monje encendió la luz y se sentaron en los bancos de madera. Willer movió el culo para intentar ponerse cómodo. Luego sacó la libreta y el bolígrafo. Pensar en la desaparición de Ford y de Broadbent, y en el tiempo que había perdido yendo en coche hasta el monasterio, le estaba cabreando de lo lindo. ¿Por qué cono los monjes no tenían teléfono?

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