Read Tiranosaurio Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio (36 page)

Pasaba algo más, algo rarísimo.

Se quitó el hábito para acabar de sacudirle el polvo. Después de que se lo hubo puesto, escrutó el cielo con los prismáticos. El avión se había ido. Lo siguiente que atrajo su atención fue el cerro alcanzado por el misil. Vio un agujero naranja en la arenisca oscura, un boquete en la roca que aún escupía arena y humo. Si no se hubiera tirado debajo del saliente de la pared del cañón, no estaría ahí para contarlo.

Empezó a bajar por el cauce, con un zumbido persistente en los oídos. Por impensable que fuera lo ocurrido, empezaba a sospechar que el ataque guardaba alguna relación con el fósil de dinosaurio. No habría sabido justificarlo; más que una deducción, era una corazonada, pero cualquier otra posibilidad carecía de lógica. Y ¿qué decía Sherlock Holmes? «Cuando ya se ha descartado todo, lo que queda, aun lo más inverosímil, solo puede ser la verdad.»

Pensó que por alguna misteriosa razón había un organismo del gobierno tan desesperado por apoderarse del fósil de dinosaurio sin testigos, que no vacilaba en asesinar a un compatriota. Claro que eso suscitaba una pregunta: ¿cómo sabían que él buscaba el dinosaurio? El único que estaba al corriente era Tom Broadbent.

Durante sus años en la CÍA, Ford había entrado en contacto con diversos suborganismos secretos, fuerzas especiales y «destacamentos negros». Estos últimos eran equipos reducidos y secretísimos de especialistas formados para alguna investigación concreta que se disgregaban nada más resolver el problema. En principio estaban controlados por la NSA, la DÍA y el Pentágono, pero en realidad no seguían ninguna regla. Todo lo relacionado con ellos era secreto: finalidad, presupuesto, integrantes… Incluso su existencia. Algunos eran tan desconocidos que ni los más altos mandos de la CÍA teman permiso para colaborar con ellos. Ford se acordó de los pocos con los que había mantenido relación. Todos tenían siglas rimbombantes, como el GTIET (Grupo de Trabajo en Impulsos Electromagnéticos Termonucleares), el DDNU (Destacamento de Desinformación para las Naciones Unidas) y el DDAB (Destacamento de Defensa contra Armas Biológicas).

Se acordó del desprecio que él y sus colegas de la CÍA sentían por esos organismos que iban por libre, sin rendir cuentas a nadie, y cuyos mandos eran tíos a lo vaquero, de los que creen que el fin justifica los medios, al margen de cuáles sean los medios y cuál el fin.

La situación apestaba claramente a destacamento negro.

QUINTA PARTE

La partícula Venus

Llegó el día en que dos machos de tiranosaurio se enzarzaron por ella en un combate ritualizado. Los veía dar vueltas el uno en torno al otro entre rugidos, amagos y gritos que hacían temblar el bosque. De repente ambos se lanzaron al ataque y, tras un choque de cabezas, se apartaron, arrancando árboles y provocando convulsiones en la tierra misma, tal era la furia de su deseo. La hembra escuchaba sus rugidos con los flancos erizados y un calor en el bajo abdomen. Cuando el macho ganador la montó entre alaridos de victoria, ella se dejó hacer, mientras sus sinapsis hacían un esfuerzo sostenido y siempre al borde del naufragio por suprimir el impulso de abrir a su pretendiente en canal desde el cuello hasta la barriga.

Todo acabó, y con ello el recuerdo.

Para poner sus huevos viajaba hacia el oeste, a una cadena de colinas arenosas situada a la sombra de las montañas, donde excavaba y compactaba un nido en la arena. Después de la puesta cubría su nidada con vegetación húmeda y en proceso de descomposición, cuya fermentación generaba calor. Comprobaba su temperatura con el morro, y movía los huevos a menudo. Casi nunca se alejaba del nido. Era tal su vigilancia, que hasta se olvidaba de comer. Protegía a su prole con violencia, y la criaba con dulzura. Era mayor que los machos de su especie, a fin de que sus crías estuvieran a salvo de la ciega avidez de carne de estos últimos. Lo que sentía al hacer estas cosas no se ajustaba a la definición de «amor». Era una máquina biológica que ejecutaba un programa de gran complejidad cuyo objetivo era perpetuar copias de sí misma y asegurarse de que las masas de carne que materializaban dichas copias sobrevivieran a su vez, y procrearan. En ella, la propia sensación de «cuidar» era n euro lógicamente imposible.

Cuando sus pequeños alcanzaban determinado tamaño, empezaban a cazar en grupo y ampliaban su territorio a medida que sus necesidades alimenticias crecían. Entonces los abandonaba y migraba de nuevo hacia sus antiguos dominios. La existencia de sus crías ya no formaba parte de su conciencia.

Con ella al acecho, el miedo corría por la selva como un gas venenoso. Sus zancadas de cinco metros eran silenciosas. El suelo no solo no temblaba, sino que ni siquiera se movía. Caminaba de puntillas, ágil y silenciosamente, mezclando sus colores con los de la selva.

Conocía el miedo, y conocía la saciedad. Conocía el chorro de sangre que amenazaba con atragantarla. Conocía la luz, y conocía la oscuridad. Conocía el sueño y la vigilia.

El programa biológico seguía su curso, imparable.

1

Melodie vio marcharse del laboratorio de mineralogía al último grupo de vigilantes; hacían ruido con las llaves y hablaban en voz alta en el pasillo. Cuando se quedó sola, cerró la puerta con llave y se apoyó en ella, suspirando. Casi era la una. Había ido el juez de instrucción para firmar un montón de papeles. Los de urgencias se habían llevado el cadáver en una camilla. Un poli aburrido había inspeccionado la sala sin matarse demasiado, tomando notas en una tablilla. Todos daban por hecho que había sido un infarto, y Melodie tenía la certeza de que la autopsia lo confirmaría.

Solo ella sospechaba que había sido un asesinato. El culpable buscaba el dinosaurio. De eso estaba segura. Si no, ¿por qué robarles toda la investigación, o, mejor dicho, robársela a ella? No había tiempo que perder.

Se preguntó si era prudente no hacer partícipe a nadie de sus sospechas. A decir verdad, no tenía pruebas sólidas, solo el hecho de que a un simple trilobite Corvus no le habría dado ni la hora. Expresar sus sospechas e implicarse en el asunto serviría únicamente para llamar la atención del asesino, que era lo primero que tenía que evitar, sobre todo ahora que había tanto en juego. Como solía decirse, no estaba para menudencias.

Cogió una silla de metal macizo, la atrancó en el pomo de la puerta y se cercioró de que no podía entrar nadie, ni siquiera con llave. Si le preguntaban para qué lo hacía, podía decir que el asesi nato le había dado miedo. De todos modos había muy pocos conservadores que se dignasen a bajar desde sus despachos del cuarto piso, bien revestidos de madera, al sótano de los laboratorios, y menos en domingo.

Tenía todo el tiempo del mundo para trabajar sin que la molestasen.

Entró sin perder tiempo en el depósito anexo al laboratorio, que reuma decenas de miles de minerales y de especímenes fósiles numerados y clasificados en estanterías metálicas que llegaban hasta el techo. Los especímenes más pequeños estaban en cajones, mientras que los más grandes se guardaban en cajas, ordenadas en estanterías abiertas. Una escalera de bibliotecario con raíles permitía acceder a los estantes más altos.

Con el pulso agitado, Melodie hizo correr la escalerilla por las guías y, al llegar a la hilera que le interesaba, subió. En la penumbra del último anaquel, justo debajo del techo, había una caja vieja de madera con una inscripción mongola y una etiqueta descolorida donde ponía:

Nidada de Protoceratops adrewsii

Flarning Cliffs

N.°: 19235693A

Recogido por: W. Grainger

La tapa de madera parecía cerrada con clavos, pero no lo estaba. La levantó, la dejó al lado y sacó una capa de paja.

Los huevos de un nido fosilizado de dinosaurio rodeaban las copias de los CDROM que había hecho Melodie, con todos los datos y todas las imágenes. Al lado había una cajita de plástico con tres láminas finísimas del espécimen original, demasiado pequeñas para que nadie las echara en falta.

Sacó la cajita de plástico de los especímenes y volvió a ajustar la tapa sin tocar los CD. Seguidamente bajó por la escalera y la dejó en su anterior colocación.

Se llevó la caja a la pulidora. Sacó una lámina y la fijó a la bandeja. Cuando el epoxi estuvo seco, empezó a pulirlo para conseguir una sección perfecta y de extremada delgadez que le permitiría obtener imágenes de gran calidad en el microscopio electrónico de transmisión. Era un trabajo, muy minucioso, agravado por el temblor de sus manos. Cuando el espécimen estuvo listo, se lo llevó a la sala de microscopía electrónica de transmisión. Encendió el aparato y, mientras esperaba a que se calentase, le llamó la atención la última entrada del diario, escrita con letra inclinada y legible:

Investigador: I. Corvus

Localización / Número de espécimen: Mesas altas / Desierto del río Chama, N.M. Tyrannosaurus rex.

Comentarios: Tercer examen de fragmentos vertebrales muy notables de Tyrannosaurus rex. ¡Fabuloso! Esto hará historia. I.C.

¿Tercer examen? Retrocedió algunas páginas y encontró otras dos entradas, las dos al pie; era evidente que Corvus había aprovechado líneas en blanco. Melodie imaginaba algo por el estilo, pero no tan burdo. El muy cabrón pensaba apropiárselo todo y no dejarle ni las sobras; y ella, tan amable y entusiasta, había estado a punto de prestarse. Fue a la sala de microscopía electrónica de barrido, hojeó el diario y encontró una cantidad similar de entradas falsas. Por eso se había quedado hasta tan tarde en el laboratorio, para robarle su trabajo y manipular los diarios…

Le costaba respirar. Siempre había querido ser científica, desde primero de básica, y creció con la ilusión de que la ciencia era el único campo de la actividad humana en el que la gente era altruista y no trabajaba para su propio bien, sino para el progreso del conocimiento. Siempre había creído que la ciencia era un ámbito en el que cada cual era recompensado en función de sus méritos.

Qué ingenua.

La única manera de afirmarse como autora del descubrimiento y de proteger su vida era acabar la investigación y publicarla cuanto antes; adelantarse a los movimientos del asesino. Si enviaba los resultados a la sección
on Une
del
Journal of Paleontology,
los publicarían en formato electrónico en un plazo de tres días, tras ser evaluados por el comité de expertos.

Naturalmente, reconocería la contribución de Corvus, por lo demás bastante modesta (suministrar el espécimen). En cuanto a su procedencia, propiedad y modo de llegar a las manos del conservador, no le correspondía a ella esclarecerlo. Habría polémica, claro, porque el espécimen podía ser robado, o incluso ilegal, pero nada de ello guardaba relación con su trabajo. A ella le habían dado una muestra para que la analizase, y eso era lo que había hecho. Cuando su investigación se hubiera publicado, ya no tendría sentido matarla.

Entonces podría pedir lo que le diera la gana.

2

Maddox, que seguía detrás de la roca, preparado para disparar, cargó el peso de su cuerpo en el otro lado, estiró una pierna y giró el pie para desentumecerlo. Tenía el sol en la espalda, como un yunque caliente. Le escocían los cortes por culpa del sudor que resbalaba por el cuero cabelludo, el cuello y la cara. La herida del muslo irradiaba calambres de dolor. Ya no cabía duda de que se había infectado.

Se secó la cara con la manga y parpadeó para quitarse el sudor de los ojos. Tenía un sabor a óxido en la lengua, y los labios agrietados. ¡Qué calor, por Dios! Habían pasado veinte minutos, y los Broadbent seguían sin aparecer. Echó un vistazo por la mira, haciendo un barrido del cañón; no había nadie. ¿Y si habían dado un rodeo que él desconocía? ¿Y si habían encontrado agua? En ese caso quizá hubieran dado media vuelta para ir al norte, a Llaves. Como se le hubieran escapado…

De repente los vio.

Tras ajustar el ojo a la mira, y apoyar el dedo en la curva caliente del gatillo, hizo un esfuerzo de relajación, esperando el momento de tenerlos a doscientos metros. Vio la culata de la pistola que Broadbent llevaba en el cinturón, pero no tendría tiempo ni de disparar ni de sacarla; lo cual, por otro lado, de poco serviría desde una distancia de doscientos metros.

Un minuto después los tuvo en posición.

Apretó el gatillo, lanzando una larga ráfaga en automático, con su correspondiente culatazo. Al levantar la cabeza los vio a los dos corriendo por donde habían venido. ¡Los dos!

¿Cómo demonios…?

Había fallado. Volvió a poner el ojo en la mira y disparó dos ráfagas seguidas, apuntando a la mujer, pero las balas se incrustaban en el polvo, siempre demasiado altas, mientras el blanco corría en zigzag hacia la pared. Se iban a escapar por la curva del cañón.

Se levantó con un gruñido de rabia y, tras poner el fusil en semi, bajó por el talud. A medio camino se arrodilló para volver a disparar, pero fue una tontería, ya se habían refugiado tras la pared de piedra.

¿Cómo podía haber fallado? ¿Qué le pasaba? Extendió el brazo, abrió la mano… y se quedó atónito al ver lo mucho que temblaba. Estaba agotado, sediento, herido, probablemente tenía fiebre… Aun así, ¿cómo podía haber fallado? Lo comprendió casi de golpe. No estaba muy acostumbrado a disparar en ángulos tan agudos, y se había pasado de la raya al intentar compensar la caída. Debería haber realizado un disparo de prueba antes de apuntar.

Y no disparar sin ton ni son, como había hecho.

En fin, aún no estaba todo perdido. Las paredes del cañón eran casi verticales. Broadbent y su mujer estaban atrapados. Si les daba alcance aún podía matarlos.

Se colgó el rifle en el hombro y bajó todo lo rápido que pudo por la cuesta para salir en su persecución. Solo tardó un minuto en llegar al otro lado de la curva. Los vio corriendo a trescientos o cuatrocientos metros. Broadbent ayudaba a su mujer. A pesar de la distancia, Maddox vio que estaba débil. Perdían fuerzas por momentos. Lógico: ella no había comido en treinta y seis horas, y los dos tendrían tanta o más sed que él. Encima ella cojeaba.

Corrió ni muy deprisa ni muy despacio, a una velocidad sostenible. La arena era demasiado blanda para poder avanzar bien, pero eso le beneficiaba. Mantuvo el ritmo conservando su energía, seguro de que a la larga ganaría por desgaste. Ellos al principio iban muy deprisa, impulsados por el pánico, pero la ventaja que le habían sacado la acabaron perdiendo al cabo de un rato. Maddox los persiguió por tres curvas más. Cuando llegó al otro lado de la última, vio que Broadbent había cogido a su mujer para que no se cayera. Ahora la ventaja se había reducido a menos de doscientos metros. Aun así, Maddox no forzó el ritmo. Estaba seguro de que resistiría más que ellos. Por lo tanto, tarde o temprano caerían en sus manos. Desaparecieron detrás de otra curva. Al llegar al otro lado vio que los tenía bastante más cerca, hasta el punto de que oía las palabras de aliento de Broadbent a su mujer.

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