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—Siempre estuviste conmigo —me dice Denny—. Siempre fuiste mi Enzo.

Sí, así es. Tiene razón.

—Está bien —me dice—. Si necesitas marcharte ahora, puedes hacerlo.

Vuelvo la cabeza y ahí, ante mí, está mi vida. Mi infancia. Mi mundo.

Mi mundo es todo lo que me rodea. Los campos de Spangle, donde nací. Las redondeadas colinas cubiertas de dorada hierba que se mece al viento y me hace cosquillas en el vientre cuando camino sobre ella. El cielo, tan perfectamente azul, el sol, tan redondo.

Eso es lo que me gustaría, jugar un rato más en esos campos. Pasar un poco más de tiempo siendo yo antes de convertirme en otro. Eso es lo que me gustaría.

Y me pregunto: ¿Derroché mi condición de perro? ¿Desperdicié mi naturaleza por obedecer mis deseos? ¿Cometí un error, desdeñando el presente por anticipar el futuro?

Quizá sí. Un incómodo arrepentimiento de lecho de muerte. Tonterías.

—La primera vez que te vi —dice—, supe que éramos el uno para el otro.

¡Sí! ¡Yo también!

Una vez vi una película. Un documental. En la tele, que tanto veo. En una ocasión, Denny me dijo que no mirara tanto el aparato. Vi un documental sobre perros en Mongolia. Decía que cuando los perros mueren, regresan como humanos. Pero había algo más...

Siento su cálido aliento en el pescuezo, incluso en las patas delanteras. Se inclina sobre mí. Ya no puedo verlo, pero sé que se acerca a mi oído.

Los campos son tan vastos que podría correr para siempre en una dirección y correr para siempre al regresar. Estos campos no tienen fin.

—Está bien, chico —me dice suave, quedamente, al oído.

¡Ahora me acuerdo! El documental dice que cuando un perro muere, su alma va al mundo que nos rodea. Su alma, libre, corre por el mundo, corre por los campos, goza de la tierra, el viento, los ríos, la lluvia, el sol, el...

Cuando un perro muere, su alma es libre de correr hasta que llega el momento de renacer. Lo recuerdo.

—Está bien.

Cuando renazca como humano, buscaré a Denny. Buscaré a Zoë. Iré a donde estén ellos y les estrecharé la mano y les diré que Enzo les manda saludos. Se darán cuenta.

—Puedes irte.

Ante mí, veo mi mundo: los campos que rodean Spangle. No hay alambradas. Ni edificaciones. Ni gente. Sólo yo, la hierba, el cielo y la tierra. Sólo yo.

—Te quiero, Enzo.

Doy unos pasos por el campo. Es muy agradable, muy placentero estar en el aire fresco, oler los aromas que me rodean. Sentir el sol sobre mi piel. Sentir que estoy aquí.

—Puedes marcharte.

Reúno fuerzas y emprendo la marcha, y me gusta hacerlo. Es como si no tuviera edad, como si estuviese fuera del tiempo. Tomo velocidad. Corro.

—Está bien, Enzo.

No vuelvo la vista, pero sé que él está ahí. Ladro dos veces porque quiero que oiga, quiero que sepa. Siento sus ojos sobre mí, pero no miro atrás. Corro, internándome en el campo, en la vastedad del universo.

—Puedes marcharte —dice, detrás de mí.

Más deprisa. Corro más rápido y el viento me acaricia el rostro. El corazón me late locamente y ladro dos veces para que él, y todo el mundo, me oigan: ¡Más deprisa! Ladro dos veces para que lo sepa, para que recuerde. Lo que quiero ahora es lo que siempre quise.

¡Una vuelta más, Denny! ¡Una más! ¡Deprisa!

IMOLA, ITALIA

Cuando todo termina, cuando la última carrera ha sido ganada, el último campeón de la temporada se sienta en el arcén de la curva de Tamburello, sobre la hierba empapada por días de lluvia. El campeón, sentado, solo, es una figura llamativa con su traje de Nomex color rojo Ferrari, cubierto con las insignias de los muchos patrocinadores que lo quieren como mascarón de proa, como imagen de sus marcas, para exhibirlo ante el mundo a modo de símbolo. En Japón, en Brasil, en Italia, en Europa, en el mundo, la gente celebra su victoria. En sus camerinos, boxes y tráileres los otros pilotos, algunos de los cuales tienen la mitad de su edad, menean la cabeza, asombrados. Soportar lo que él soportó. Llegar a campeón de Fórmula Uno de repente. A su edad. Es todo un cuento de hadas.

Un vehículo eléctrico de golf se detiene en el asfalto frente a él. Lo conduce una mujer joven de largo cabello dorado. La acompañan otras dos personas, una grande, una pequeña.

La joven baja y se acerca al campeón.

—Papá —dice.

Él la mira. Habría preferido estar solo un rato más.

—Son grandes admiradores tuyos —dice ella.

Él sonríe y alza la vista al cielo. La idea de que tiene seguidores fieles, grandes o pequeños, le parece muy tonta. Es algo a lo que se tiene que acostumbrar.

—No, no. —Ella lo dice porque sabe lo que piensa él sin necesidad de oírle decir nada—. Creo que realmente te gustará conocerlos.

Él asiente con la cabeza porque sabe que ella siempre tiene razón. La joven llama con un gesto a los otros ocupantes del carrito. Baja un hombre, encorvado bajo su impermeable. Luego, un niño. Se acercan al campeón.


¡Dení!
—dice el hombre.

No los reconoce. No los conoce.


¡Dení! Speravamo di trovarlo qui!


Eccomi
—responde el campeón.


Dení,
somos sus más grandes seguidores. Su hija nos trajo a conocerle. Dijo que no le importaría.

—Me conoce —dice el campeón, cálido.

—Mi hijo —dice el hombre—. Le idolatra. Siempre habla de usted.

El campeón mira al niño, que es menudo, con rasgos marcados, glaciales ojos azules y cabello rizado.


Quanti anni hai?
—pregunta.


Cinque
—responde el niño.

—¿Corres?

—Corre en kárting —dice el padre—. Es muy bueno. Supo cómo se conduce desde la primera vez que se sentó al volante de uno. Es muy caro para mí, pero como es tan bueno, tiene tanto talento, lo hacemos.


Bene, che bello
—dice el campeón.

—¿Nos firma el programa? —pregunta el padre—. Vimos la carrera desde el campo, ahí. Las gradas son demasiado caras. Venimos de Nápoles.


Certo
. —El campeón mira al padre. Toma el programa y el bolígrafo—.
Come ti chiami?
—le pregunta al niño.


Enzo
—dice el niño.

El campeón alza la vista, sorprendido. Durante un momento, no se mueve. No escribe. No habla.

—¿Enzo? —pregunta al fin.


Si
—dice el niño—.
Mi chiamo Enzo. Anch’io voglio diventare un campione
.

Atónito, el campeón se queda mirando al niño.

—Dice que quiere ser campeón. —El padre ha interpretado equivocadamente su pausa—. Como usted.


Ottima idea
—dice el campeón.

Y sigue mirando al niño, hasta que se da cuenta de que lo mira demasiado y menea la cabeza para dejar de hacerlo.


Mi scusi
—dice—. Su hijo me recuerda a un viejo amigo.

Mira a su hija por el rabillo del ojo antes de firmar el programa del niño y entregárselo al padre, que lo lee.


Che cos’é?
—pregunta el padre.

—Mi número de teléfono en Maranello —dice el campeón—. Cuando le parezca que su hijo está listo, avíseme. Me aseguraré de que reciba la instrucción necesaria y de que tenga oportunidad de conducir.


Grazie! Grazie mille!
—dice el hombre—. Siempre habla de usted. Dice que es el mejor campeón que nunca haya existido. ¡Dice que es mejor que Senna!

El campeón se incorpora. Su traje de automovilista aún está mojado por la lluvia. Le da una palmadita en la cabeza al niño y le desordena el cabello. El niño lo mira.

—Es un piloto de carreras de corazón —dice el campeón.


Grazie
—dice el padre—. Estudia todas tus carreras en vídeo.


La macchina va dove vanno gli occhi
—dice el niño.

El campeón ríe y alza la vista al cielo.

—Sí —dice—. El coche va a donde van los ojos. Es cierto, amiguito. Es muy, muy cierto.

Agradecimientos

Gracias a la maravillosa gente de Harper, en especial Jennifer Barth, Tina Andreadis, Christine Boyd, Jonathan Burnham, Kevin Callahan, Michael Morrison, Kathy Schneider, Brad Wetherell, Leslie Cohen; mi fantástico equipo de Folio Literary Management, en particular Jeff Kleinman, Ami Greko, Adam Latham, Anna Stein; mis expertos y consejeros residentes, entre ellos Scott Driscoll, Jasen Emmons, Joe Fugere, Bob Harrison, Soyn Im, Doug Katz, David Katzenberg, Don Kitch Jr., Michael Lord, Layne Mayheu, Kevin O’Brien, Nick O’Connell, Luigi Orsenigo, Sandy y Steve Perlbinder, Jenn Risko, Bob Rogers, Paula Schaap, Jennie Shortridge, Marvin y Landa Stein, Dawn Stuart, Terry Tirrell, Brian Towey, Cassidy Turner, Andrea Vitalich, Kevin York, Lawrence Zola...

Caleb, Eamon y Dashiell...

Y a la que hace que mi mundo sea posible,

Drella.

Notas

[1] En Estados Unidos, es obligatorio castrar a todos los perros que no se destinan a la reproducción.
(N. del T.)

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