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Alcé la cabeza de la tibia madera del suelo del porche y vi que Trish lanzaba una risita y meneaba la cabeza.

—¿De qué te ríes? —quiso saber Maxwell.

—Por lo que cuentan, ella no es muy inocente que digamos.

—¡Por lo que cuentan! —repitió Maxwell, sarcástico—. ¡Abusó de una muchacha! ¡Eso es violación!

—Ya lo sé, ya lo sé. Sólo que el momento que ella escogió para decirlo es... una gran coincidencia.

—¿Sugieres que se lo inventó?

—No —dijo Trish—. Pero ¿por qué Peter sólo nos lo dijo después de que te quejaras amargamente de que nos sería imposible obtener la custodia de Zoë?

—Nada de eso me importa —contestó Maxwell—. Él no era lo suficientemente bueno para Eve y tampoco lo es para Zoë. Y si es tan estúpido como para que lo sorprendan con los pantalones bajados y el pito en la mano, te aseguro que yo no dejaré de aprovechar la ocasión. Zoë tendrá una mejor infancia con nosotros. Tendrá una mejor formación moral, mejor posición económica y una vida de familia mejor. Y tú lo sabes, Trish. ¡Lo sabes!

—Lo sé, lo sé. —La mujer sorbía su líquido de color ámbar, en cuyo fondo se ahogaba una cereza de un rojo brillante—. Pero él no es mala persona.

El tipo se acabó su copa antes de posarla bruscamente sobre la mesa de teca.

—Es hora de ocuparse de la cena —dijo, y entró.

Me quedé atónito. Yo también había notado la coincidencia, y tenía mis sospechas desde el principio. Pero oír las palabras de Max, la frialdad de su tono, era otra cosa.

Imagínate esto. Imagina que tu mujer muere de pronto a causa de un cáncer cerebral. Imagina que sus padres te atacan sin piedad para obtener la custodia de tu hija. Imagina que sacan provecho de acusaciones de abuso sexual contra ti. Que contratan abogados caros e inteligentes porque tienen mucho más dinero que tú. Imagina que te prohíben todo contacto con tu hija de seis años durante meses. Imagina que limitan tus posibilidades de ganar dinero para sustentarte a ti, y, según esperas, también a tu hija. ¿Cuánto tardaría en quebrarse tu voluntad?

No tenían ni idea de con quién estaban tratando. Denny no se arrodillaría ante ellos. Nunca se daría por vencido. Jamás cedería.

Asqueado, los seguí a la casa. Trish comenzó sus preparativos y Maxwell tomó su frasco de pimientos del refrigerador. En mi interior bullía una especie de oscuridad. Mentirosos. Manipuladores. Para mí, habían dejado de ser personas. Eran los Gemelos Malignos. Gente mala, horrible, traicionera, que se atiborraba de ardientes pimientos para alimentar la bilis de sus tripas. Cuando reían, les brotaban llamas de las narices. Esas personas no merecían vivir. Eran criaturas horribles, formas de vida nitrogenadas que habitaban en los rincones más oscuros de los lagos más profundos, donde la luz no llega y la presión lo aplasta todo, convirtiéndolo en arena.

Mi furia contra los Gemelos Malignos alimentó mi afán de venganza. Y no me importaba nada recurrir a mi condición perruna para ejercerla.

Me acerqué a Maxwell mientras él se metía otro pimiento en la boca y lo machacaba con los dientes de cerámica que se quita por la noche. Me senté frente a él y alcé una pata.

—¿Quieres algo bueno? —De su tono se deducía que, evidentemente, estaba sorprendido por mi actitud.

Ladré.

—Aquí tienes, chico.

Extrajo un pimiento del frasco y lo sostuvo junto a mi nariz. Era muy grande, largo, de un verde artificial, y apestaba a sulfitos y nitratos. Un caramelo del diablo.

—No creo que los perros puedan comer eso —dijo Trish.

—A él le gustan —replicó Maxwell.

Mi primera idea fue tomar el pimiento y, con él, uno o dos dedos de Maxwell. Pero ello hubiese creado verdaderos problemas, entre ellos, que me sometieran a una eutanasia antes de que Mike tuviera tiempo de rescatarme. Así que no le mordí los dedos. Sí tomé el pimiento. Sabía que me sentaría mal y que, a corto plazo, me produciría incomodidades. Pero también sabía que éstas pasarían, dejando, sí, un efecto secundario, que era lo que yo buscaba. A fin de cuentas, no soy más que un perro estúpido, indigno hasta del desdén humano, sin suficiente criterio como para ser responsable de mis funciones corporales. Un tonto perro.

Observé atentamente la cena, pues quería hacer ciertas constataciones. Los gemelos le dieron a Zoë un plato hecho a base de pollo cubierto de salsa cremosa. No sabían que, aunque a Zoë le encantaba la pechuga de pollo, jamás la comía con salsa, menos aún si contenía crema, cuya consistencia le desagradaba. Cuando no comió las judías verdes de la guarnición, Trish le preguntó si prefería un plátano. Cuando Zoë respondió en forma afirmativa, Trish le sirvió unas rodajas de plátano, que Zoë apenas probó, pues estaban cortadas de cualquier manera y moteadas de puntos marrones. Y Denny, cuando le preparaba un plátano, cuidaba de que todas las rodajas tuviesen el mismo espesor y les quitaba todas las partes oscuras que encontraba.

¡Y estos agentes del mal, estos mal llamados abuelos, creían que Zoë estaría mejor con ellos! ¡Ya! No se dedicaban ni un instante a pensar en el bienestar de Zoë. Después de la cena, ni le preguntaron por qué no había comido su plátano. Le permitieron dejar la mesa sin casi haber comido. Denny nunca lo habría hecho. Le hubiese preparado algo que le gustara, y se habría asegurado de que comiese lo suficiente como para que siguiese desarrollándose de modo saludable.

Mientras miraba, me enfurecía. Y, a todo esto, una repulsiva poción se cocinaba en mis entrañas.

Cuando llegó la hora de sacarme, Maxwell abrió la puerta trasera y comenzó a recitar su estúpida jaculatoria:

—¡Busca, chico! ¡Busca!

No salí. Lo miré y pensé en lo que estaba haciendo, en cómo destrozaba nuestra familia, cómo desgarraba el tejido de nuestras vidas, lleno de ciega autocomplacencia. Pensé en qué poco cualificados estaban Trish y él para ser tutores de Zoë. Me acuclillé ahí mismo, en la casa, y evacué un inmenso chorro de diarrea acuosa sobre su maravillosa, carísima, alfombra bereber de color lino.

—¿Qué haces? —me gritó—. ¡Perro malo!

Me volví y emprendí un alegre trote en dirección al dormitorio de Zoë.

«¡Busca, hijo de puta! ¡Busca!», dije mientras me alejaba. Pero, claro, no me oyó.

Mientras me acomodaba en mi arrecife de animales de peluche, oí a Maxwell maldecir en voz alta y llamar a Trish para que limpiase mis excrementos. Miré a la cebra, que seguía encaramada sobre su trono de animales sin vida, y le dediqué un gruñido bajo, pero muy amenazador. Y el demonio entendió. Entendió que no debía meterse conmigo esa noche.

Ni esa noche, ni en ninguna otra ocasión.

Capítulo 40

¡Oh, septiembre!

Se acabaron las vacaciones. Los abogados volvían a su trabajo. Los tribunales funcionaban de nuevo. Se terminaron las postergaciones. ¡Se sabría la verdad!

Esa mañana, Denny salió vistiendo su único traje, un arrugado dos piezas de color caqui, de Banana Republic, y una corbata oscura. Le sentaba muy bien.

—Mike vendrá a la hora de comer y te sacará a pasear —me dijo—. No sé cuánto tiempo llevará esto.

Mike vino y me sacó a pasear por el barrio, para que no me sintiese solo. Después se marchó. Más tarde, Denny regresó. Me sonrió.

—¿Vosotros ya os conocéis? —preguntó con tono de broma.

¡Y detrás de él estaba Zoë!

Di un brinco. Salté. ¡Ya lo sabía! ¡Denny vencería a los Gemelos Malignos! ¡Me hubiese gustado poder dar saltos mortales! ¡Eve había regresado!

Fue una tarde increíble. Jugamos en el patio. Corrimos y reímos. Nos abrazamos y acariciamos. Cocinamos juntos y nos sentamos a la mesa y comimos. ¡Qué bueno era volver a estar juntos! Después de la cena, tomaron helado en la cocina.

—¿Vuelves a Europa pronto? —preguntó Zoë de repente.

Denny se quedó paralizado. El cuento había funcionado tan bien que Zoë aún se lo creía. Se sentó.

—No, no vuelvo a Europa —dijo.

El rostro de Zoë se iluminó.

—¡Viva! —vitoreó—. ¡Vuelvo a mi habitación!

—En realidad —dijo Denny—, me temo que aún no.

Zoë arrugó la frente y frunció los labios, procurando entender la afirmación de su padre. Yo también estaba desconcertado.

—¿Por qué no? —preguntó al fin, con tono de frustración—. Quiero volver a casa.

—Ya lo sé, cariño, pero los abogados y jueces deben decidir dónde vivirás. Es una de las cosas que ocurren cuando muere la mamá de alguien.

—Entonces, díselo —exigió ella—. Sólo diles que vuelvo a casa. No quiero vivir más con los abuelos. Quiero vivir aquí contigo y con Enzo.

—Es un poco más complicado que eso —dijo Denny, incómodo.

—Sólo díselo —repitió, enfadada—. ¡Sólo díselo!

—Zoë, alguien me acusó de hacer algo muy malo...

—Díselo, y nada más.

—Alguien dice que hice algo muy malo. Y aunque no es verdad, ahora debo ir al tribunal y probárselo a todos.

Zoë se lo pensó durante un momento.

—¿Fueron los abuelos? —preguntó.

Quedé muy impresionado por la quirúrgica precisión de su pregunta.

—No... —comenzó a decir Denny—. No, no fueron ellos. Pero... están enterados del asunto.

—Hice que me amaran demasiado. —Zoë hablaba ahora en voz baja y contemplando su cuenco de helado derretido—. Debí haber sido mala. Tendría que haber conseguido que no quisieran quedarse conmigo.

—No, cariño, no —exclamó Denny, espantado—. No digas eso. Debes brillar con toda tu luz todo el tiempo. Solucionaré esto. Te prometo que lo haré.

Zoë meneó la cabeza sin mirarlo a los ojos. Comprendiendo que no había más que decir, Denny levantó el cuenco de helado y se puso a lavar los platos. Yo estaba afligido por ambos, pero sobre todo por Zoë, que debía afrontar situaciones llenas de sutilezas que le era imposible comprender, complicaciones contaminadas por los deseos enfrentados de quienes la rodeaban, que peleaban por la supremacía como enredaderas rivales que trepan por una codiciada pared. Entristecida, se fue a su dormitorio a jugar con los animales que había dejado allí.

Más tarde, sonó la campanilla de la puerta de entrada. Denny acudió a abrir. Mark Fein estaba allí.

—Es la hora —dijo.

Denny asintió con la cabeza y llamó a Zoë.

—Ha sido una gran victoria para nosotros, Denny —declaró Mark—. Es muy importante. Lo entiendes, ¿no?

Denny volvió a asentir, pero estaba triste. Como Zoë.

—Fines de semana. Desde el viernes después del colegio hasta el domingo después de la cena, es tuya —dijo Mark—. Y todos los miércoles, la recoges de la escuela y la devuelves antes de las ocho. ¿De acuerdo?

—Sí —contestó Denny.

Mark Fein lo contempló en silencio durante un momento.

—Estoy muy orgulloso de ti —dijo al fin—. No sé qué estará ocurriendo en tu cabeza, pero eres todo un competidor, un luchador magnífico.

Denny respiró hondo.

—Eso es lo que quiero ser —asintió.

Y Mark Fein se llevó a Zoë. Acababa de regresar y ya tenía que marcharse. Me llevó algún tiempo entender la situación, pero al fin terminé por deducir que la audiencia que había tenido lugar esa mañana no era parte del pleito penal contra Denny, sino de otro, por la custodia. Y que se trató de una audiencia que se había postergado una y otra vez porque los abogados se tenían que ir a sus casas en la isla López con sus familias, y el juez debió marcharse a su finca de Cle Elum. Me sentí traicionado. Sabía que esas personas, esos funcionarios del tribunal, no tenían ni idea de los sentimientos que yo había notado, presenciado esa noche a la hora de la cena. Si la hubieran tenido, lo habrían aplazado todo, cancelado sus otras obligaciones y dado una rápida solución a nuestro problema.

La cuestión era que sólo habíamos dado un primer paso. El veredicto que impedía todo contacto había sido aplastado. Denny ganó el derecho a las visitas. Pero Zoë seguía a cargo de los Gemelos Malignos. Denny aún estaba procesado por una acusación penal de la que era inocente. Nada estaba resuelto.

Pero los había visto juntos. Los había visto mirarse uno al otro, y reír, aliviados. Lo que confirmaba mi fe en el equilibrio del universo. Y aunque comprendía que sólo habíamos sorteado la primera curva de una carrera muy larga, sentí que las cosas pintaban bien. Denny no era dado a cometer errores, y, con neumáticos nuevos y una carga completa de combustible, le mostraría a quien lo desafiase que era un adversario formidable.

Capítulo 41

La furia relampagueante de las carreras de velocidad es maravillosa. Las carreras de quinientas millas son espectaculares por sus exigencias de estrategia y habilidad. Pero lo que verdaderamente pone a prueba a un piloto son las competiciones de resistencia. Ocho horas, doce. Veinticuatro. A veces, veinticinco. Te hablaré de uno de los nombres más olvidados de la historia del automovilismo deportivo: Luigi Chinetti.

Chinetti fue un piloto infatigable que participó en todas las competiciones que se hicieron en Le Mans entre 1932 y 1953. Es conocido, sobre todo, por haberle dado a Ferrari su primera victoria en ese circuito, en las Veinticuatro horas de 1949. Chinetti condujo durante más de veintitrés y media de esas veinticuatro horas. Durante veinte minutos, le cedió el control de la máquina a su copiloto, el barón escocés Peter Mitchell-Thompson, propietario del automóvil. Eso fue todo. Chinetti condujo todo el tiempo, menos esos veinte minutos. Y ganó.

Luigi Chinetti fue un brillante piloto, mecánico y hombre de negocios. Posteriormente, convenció a Ferrari de que comercializara sus vehículos en Estados Unidos. Y también de que le concedieran la primera, y durante muchos años, única, agencia de la marca en este país. Vendió caros coches rojos a gente muy rica, dispuesta a pagar precios muy altos por sus juguetes. Chinetti siempre mantuvo en secreto su lista de clientes. No le interesaba la ridícula notoriedad del consumo conspicuo.

Luigi Chinetti era un gran hombre. Inteligente, astuto, lleno de recursos. Murió en 1994, a los noventa y tres años. Suelo preguntarme dónde estará ahora, quién tiene su alma. ¿Los niños conocen sus propios antecedentes, su linaje espiritual? Lo dudo. Pero sé que, en algún lugar, hay un niño que se sorprende a sí mismo con su resistencia, su velocidad mental, la habilidad de sus manos. En algún lugar, un niño logra con facilidad lo que por lo general cuesta grandes esfuerzos. Y el alma de este niño, ciego ante su pasado, pero cuyo corazón aún se estremece ante la emoción de pilotar, despierta.

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