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—Asustas al perro —señaló Trish. Rara vez me llamaba por mi nombre. Dicen que así se hace en los campos de prisioneros de guerra. Despersonalización.
—Sólo me siento frustrado —dijo Maxwell—. Quiero lo mejor para mis chicas. Siempre que vienes aquí es porque él se ha ido a correr. No es bueno para ti.
—Esta temporada es verdaderamente importante para su carrera —replicó Eve, procurando mantener la calma—. Me gustaría ayudarlo más, pero hago lo que puedo, y él lo aprecia. Lo que no necesito es que vosotros la toméis conmigo por ello.
—Lo siento. —Maxwell habló alzando las manos para indicar que se daba por vencido—. Lo siento. Sólo quiero lo mejor para ti.
—Ya lo sé, papi —dijo Eve, dándole un beso en la mejilla—. Yo también quiero lo mejor para mí.
Tomó su copa de vino y salió. Yo me quedé. Maxwell fue a la nevera y sacó un frasco de los pimientos picantes que le gustaban. Se pasaba el día comiendo pimientos. Abrió el frasco, metió los dedos, extrajo un largo pimiento y le hincó el diente.
—¿Has visto qué débil está? —preguntó Trish—. Parece un galgo. Pero se siente gorda.
Él meneó la cabeza.
—Mi hija con un mecánico... No, un mecánico no. Un técnico de atención al cliente —dijo, sarcástico—. ¿En qué nos equivocamos?
—Siempre hizo lo que quiso —dijo Trish.
—Pero al menos lo que quería tenía sentido. Por Dios, si tiene un doctorado en historia del arte. Y acaba casada con ése.
—El perro te está mirando —dijo Trish al cabo de un momento—. Quizás quiere un pimiento.
La expresión de Maxwell cambió.
—¿Quieres algo bueno, chico? —Me miró, tendiéndome un pimiento.
Yo no lo miraba por eso. Lo miraba para entender mejor el sentido de sus palabras. Pero estaba hambriento, así que olfateé el pimiento.
—Son buenos —me instó—. Importados de Italia.
Tomé el pimiento y enseguida sentí un escozor en la lengua. Lo mordí y un líquido ardiente me llenó la boca. Me lo tragué deprisa para evitar la incomodidad que me producía. Sin duda, el ácido de mi estómago, pensé, anularía el del pimiento. Pero fue entonces cuando comenzó el verdadero dolor. Sentí como si me hubiesen desollado la garganta. El estómago se me revolvió. Salí de la cocina, de la casa. Una vez fuera, tomé agua de mi cuenco, pero no sirvió de mucho. Me fui a un arbusto cercano y me quedé tumbado a la sombra, esperando a que se me fuera el ardor.
Cuando Trish y Maxwell me sacaron esa noche —Zoë y Eve ya dormían—, se quedaron en el porche trasero repitiendo su estúpido mantra:
—¡Busca, chico! ¡Busca!
Aún no me sentía del todo bien, y me alejé un poco más de lo que acostumbraba antes de acuclillarme a cagar. Una vez que lo hice, vi que mis excrementos eran flojos y acuosos, y cuando los husmeé noté que olían particularmente mal. Me di cuenta de que ya estaba a salvo y que lo peor había pasado. Pero desde esa ocasión, me cuido de los alimentos que me puedan caer mal y nunca he vuelto a aceptar comida de alguien en quien no confíe plenamente.
Las semanas pasaban a toda prisa, como si llegar al otoño fuese lo más importante del mundo. No había tiempo de demorarse festejando los logros, que los hubo: Denny obtuvo su primera victoria en Laguna, a comienzos de junio, logró subir al podio —fue tercero— en Atlanta y quedó octavo en Denver. La semana pasada con el grupo de mecánicos en Sonoma sirvió para que el equipo funcionase en forma óptima, y ahora toda la responsabilidad descansaba sobre los hombros de Denny. Y sus hombros eran anchos.
Ese verano, cuando nos reuníamos en torno a la mesa a la hora de cenar, había algo de que hablar. Trofeos. Fotos. Repeticiones televisivas de las carreras, ya tarde, por la noche. De pronto, había gente que venía de visita, se quedaba a cenar. No sólo Mike, el del trabajo —donde no tenían problemas en adaptarse a la loca agenda de Denny—, sino también otros. Derrike Hope, el veterano corredor del circuito NASCAR. Chip Hanauer, que figuraba en el Salón de la Fama de los Deportes Motorizados. Hasta conocimos a Luca Pantoni, una figura muy importante en la sede de Ferrari en Maranello, Italia, que estaba visitando a Don Kitch Jr., el instructor de carreras más importante de Seattle. Nunca violé mi regla respecto al comedor. Tengo demasiada integridad. Pero os aseguro que me quedaba en el umbral. Para estar más cerca de tanta grandeza, dejaba que mis uñas sobrepasaran la línea. Aprendí más sobre las carreras en esas pocas semanas que en todos los años que me pasé mirando vídeos y la televisión; oír al venerable Ross Bentley, entrenador de campeones, hablar de cómo se respira, ¡cómo se respira!, fue absolutamente impresionante.
Zoë no dejaba de parlotear. Siempre tenía algo que decir, algo que mostrar. Se sentaba en las rodillas de Denny, absorbiendo con sus ojazos cada palabra de la conversación, y en el momento apropiado declaraba alguna verdad que él le había enseñado. «En los tramos rápidos, que tus manos vayan lento, en los lentos, que vayan rápido», o algo por el estilo, y todos esos grandes hombres se quedaban adecuadamente asombrados. Yo me enorgullecía de ella en tales momentos. Ya que no podía impresionar a esos profesionales con mis conocimientos del tema, al menos lo hacía de forma indirecta, a través de Zoë.
Eve estaba contenta otra vez. Tomaba clases de algo llamado «yoga», recuperó tono muscular y a menudo alertaba a Denny sobre las necesidades de su campo fértil, a veces con gran urgencia. También su salud mejoró mucho, inexplicablemente. Ya no sufría náuseas ni dolores de cabeza. Pero, curiosamente, la mano herida le seguía dando quehacer y a veces se ponía una venda para protegerla cuando cocinaba. Aun así, los sonidos que salían del dormitorio indicaban que sus manos todavía eran lo suficientemente flexibles y ágiles como para hacerlos muy felices a Denny y a ella.
Pero toda cumbre tiene su valle. La siguiente carrera de Denny era fundamental, porque si terminaba en un buen puesto, se consolidaría como novel del año. En esa carrera, en el Circuito Internacional de Phoenix, Denny se salió de la pista en la primera curva.
Ésta es una regla de las carreras: ninguna carrera se gana en la primera curva. Muchas se pierden ahí.
Quedó atrapado en un mal lugar. Uno que trataba de pasarlo frenó al llegar a la curva. Los neumáticos no funcionan si no están girando. El que procuraba pasarlo derrapó y rozó la rueda delantera izquierda de Denny, desbaratando la alineación de su coche. Quedó tan torcido que andaba casi de costado por la pista, lo que le hacía perder segundos a cada vuelta.
Alineación, derrape, roce: meras palabras. Sólo son términos que utilizamos para explicar los fenómenos que nos rodean. Lo que importa no es cómo explicamos el evento, sino el evento mismo y su consecuencia, que fue que el coche de Denny se averió. Terminó la carrera, pero terminó JUL. Así dijo él cuando me lo contó. Una nueva categoría. Existe la NC: no comenzó. Hay NT: no terminó. Y ahora, existía JUL: jodido último lugar.
—No parece justo —dijo Eve—. Fue culpa del otro conductor.
—Si hubo culpa de alguien, fue mía —replicó Denny—. Por estar donde no debía.
Ya le había oído decir eso: enfadarse con el otro conductor por un accidente en la pista no tiene sentido. Debes estar atento a los competidores que te rodean, comprender sus habilidades, confianza y niveles de agresividad, y actuar en consecuencia. Debes saber a quién tienes a tu vera. En última instancia, tú eres la causa de cualquier problema que surja, pues eres responsable del lugar donde estás y de lo que allí ocurre.
Pero, culpable o no, Denny estaba desolado. Zoë estaba desolada. Eve estaba desolada. Yo estaba destruido. Habíamos estado tan cerca de la grandeza. La habíamos olido, y olía a cerdo asado. A todos les gusta el aroma a cerdo asado. Pero ¿qué es peor, oler el asado y no comerlo o nunca llegar a olerlo?
Agosto fue caluroso y seco, y toda la hierba del vecindario estaba marrón, marchita. Denny se pasaba el día haciendo cuentas. Según sus cálculos, aún existía una posibilidad matemática de que terminara entre los diez primeros de la serie o incluso de salir designado novel del año. Cualquiera de esas dos opciones garantizaría que pudiese seguir corriendo el año siguiente.
Estábamos sentados en el porche trasero, disfrutando del sol de la tarde. El aroma de los bizcochos de avena recién horneados por Denny llegaba de la cocina. Zoë corría bajo el chorro del aspersor. Denny le acariciaba suavemente la mano a Eve, dándole vida. Yo estaba tumbado sobre las tablas del suelo, imitando tan bien como me era posible a una iguana. Absorbía todo el calor solar que podía, con la esperanza de que templara mi sangre lo suficiente como para pasar el invierno, que probablemente, como suele ocurrir cuando los veranos de Seattle son calurosos, fuese áspero, oscuro y glacial.
—Tal vez no deba ocurrir —dijo Eve.
—Pasará cuando tenga que pasar —objetó Denny.
—Pero nunca estás aquí cuando estoy ovulando.
—Acompáñame la semana próxima. A Zoë le encantará. Nos alojaremos en algún lugar que tenga piscina. Y puedes venir a ver la carrera.
—No puedo asistir a la carrera —dijo Eve—. Ahora no, quiero decir. Me encantaría poder, de verdad. Pero me he estado sintiendo bien, ¿sabes? Y... tengo miedo. En las carreras hay mucho ruido y hace calor, y huele a caucho y a gasolina, y las radios emiten ondas estáticas, y todos hablan a gritos. Podría producirme... una mala reacción.
Denny sonrió y suspiró. Hasta Eve se las compuso para sonreír.
—¿Entiendes? —preguntó.
—Sí —respondió Denny.
Yo también entendía. Todo lo referido a la pista. Los sonidos, los olores. La energía, el calor de los motores. La oleada eléctrica cuando el presentador anuncia la próxima carrera. La loca expectación cuando los coches arrancan, el imaginarse las posibilidades, tratar de intuir qué estará ocurriendo en otra parte del circuito cuando se pierden de vista, hasta que al fin regresan a la línea de salida y llegada, en un orden totalmente distinto a aquel en que partieron. La aceleración en las rectas, la pugna en las curvas, que pueden invertirlo todo otra vez. Para Denny y para mí, era un alimento que nos daba vida. Pero yo entendía muy bien que lo que nos colmaba de energía podía ser tóxico para otros, en particular para Eve.
—Podríamos usar la manga de ponerle el relleno al pavo. —Denny habló, y Eve se rió como no la había oído reír en mucho tiempo—. Te dejaría lo necesario para un puñado de bebés. Guárdala en el congelador. —Eso la hizo reír aún más. No entendí la broma, pero a Eve le parecía desternillante.
Se levantó y entró en la casa. Al cabo de un momento, reapareció con la manga de rellenar en la mano. La estudió con una perversa sonrisa, acariciándola.
—Mmm... No estaría mal.
Rieron juntos y miraron hacia el patio. Yo también lo hice, y los tres contemplamos a Zoë, cuyo cabello mojado se le adhería a los hombros en relucientes rizos. Llevaba un biquini infantil y tenía los pies bronceados. Corría en círculos en torno al aspersor, y sus chillidos y risas resonaban por las calles del Distrito Central. Era alegría pura.
Tu coche va a donde van tus ojos.
Fuimos al arroyo Denny, no porque se llamara así por Denny —ése no era el caso— sino porque es un lugar muy bello para pasear. Zoë estrenaba su primer par de botas de senderismo, yo iba sin correa. El verano en las Cascades siempre es agradable, fresco bajo el dosel de cedros y alisos. La senda está bien apisonada, lo que hace fácil andar a paso largo. Los lados de la senda son aún mejores para un perro: un lecho muelle y esponjoso de pinocha que se pudre y alimenta a los árboles con un continuo goteo de nutrientes. ¡Y qué olor!
Si aún hubiese tenido testículos, el olor me habría producido una erección.
[1]
Riqueza y fertilidad. Nacimiento y muerte, alimento y putrefacción. A la espera. A la espera de que alguien los huela, amontonados en capas sobre el suelo, cada fragancia con su propio peso, su propio lugar. Una buena nariz, como la mía, puede separar cada olor, identificarlo, disfrutarlo. Es raro que me deje llevar, pues practico para contenerme como lo hacen los humanos. Pero ese día de verano, ante todas las alegrías de las que gozábamos, los triunfos de Denny, la euforia de Zoë, e incluso Eve, que se mostraba ligera y libre, corrí por los bosques como un loco, saltando sobre arbustos y troncos caídos, persiguiendo sin malicia a las ardillas, ladrando como un loco a los arrendajos, rodando y rascándome el lomo con los palos, las hojas, las agujas de pino, la tierra.
Avanzábamos por el sendero, subiendo y bajando colinas, sorteando raíces y afloramientos rocosos, hasta llegar al lugar llamado las Lajas Resbaladizas, donde el arroyo corre sobre una serie de anchas rocas planas, estancándose en algunos lugares, corriendo en otros. A los niños les encantan las Lajas Resbaladizas, sobre cuya pizarra se deslizan como por un tobogán. Cuando llegamos, bebí la fría agua dulce, la última del deshielo del verano. Zoë, Denny y Eve se quedaron en traje de baño y chapotearon en el agua. Zoë era lo suficientemente grande como para deslizarse sola por algunos tramos. En otros, Eve se quedaba arriba, desde donde la hacía descender con un suave empujón, y Denny abajo, para recibirla. Cuando las rocas estaban secas, tenían adherencia, pero mojadas resbalaban. Y Zoë se deslizaba entre risas y chillidos hasta ir a dar al agua fría de una poza, a los pies de Denny, quien la cargaba en brazos y se la llevaba a Eve para que volviera a tirarla antes de regresar a su puesto. Una y otra vez.
A las personas, como a los perros, les encanta la repetición. Perseguir una pelota, recorrer la recta de un circuito de carreras, tirarse por un tobogán. Porque cada repetición es igual pero distinta al mismo tiempo. Denny llevaba a Zoë hasta donde estaba Eve, y regresaba a su lugar en la poza. Eve depositaba en el agua a Zoë, que gritaba y oponía una fingida resistencia antes de deslizarse hasta los brazos de su padre.
Hasta que, en una de las repeticiones, Eve puso a Zoë en el agua. Pero, en lugar de chillar y patalear, la niña encogió súbitamente las piernas para sacarlas del agua helada, haciéndole perder el equilibrio a su madre. Como pudo, Eve se las compuso para depositar a Zoë a salvo sobre una roca seca, pero su movimiento fue demasiado abrupto, demasiado repentino. Fue una reacción excesiva. Pisó las rocas que estaban bajo el agua, sin darse cuenta de lo resbaladizas que eran, como el hielo.