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Había muchos, y yo no tenía ni idea de cuáles eran sus vínculos familiares. Por lo que entendí, todos eran primos, pero había ciertas brechas generacionales que me desconcertaban. Algunos de ellos no tenían padres, otros, sólo tíos y tías, mientras que otros quizá hayan sido sólo amigos, no parientes. Zoë y Denny se hacían compañía casi siempre uno al otro, aunque participaban en algunas actividades colectivas, como cabalgadas por la nieve, excursiones en trineo y marchas con raquetas en los pies. Las comidas en grupo eran alegres, y aunque yo estaba decidido a mantenerme distante, uno de los primos siempre me daba algún bocado de su plato. Y nunca nadie me echaba de una patada de debajo de la gran mesa, donde me metía a la hora de la cena, violando así mi código personal. En la casa reinaba cierto ambiente de permisividad. Los niños se quedaban despiertos hasta tarde, y los adultos, como perros, dormían a cualquier hora del día. ¿Por qué no iba a beneficiarme yo de tanta licencia?

Aunque me sentía al margen, cada noche ocurría alguna cosa de la que disfrutaba mucho. Fuera de la casa, que tenía muchas habitaciones idénticas, con muchas camas idénticas, para alojar a la multitud, había un patio de baldosas con un gran hogar de leña a cielo abierto. Al parecer, se utilizaba para cocinar fuera durante el verano. Las baldosas no me gustaban. Eran frías y estaban cubiertas de granos de sal, que me hacían daño cuando se me metían entre los dedos. Pero amaba el hogar. ¡Fuego! Después de la cena, ardía, chisporroteando y dando calor. Y todos se reunían en torno a él, arrebujados en sus gruesas chaquetas, y uno tenía una guitarra y guantes sin dedos, y la tocaba y los demás cantaban. Helaba, pero yo tenía mi lugar, bien pegado al fuego. ¡Y qué estrellas veíamos! Miles de millones, porque las noches eran muy oscuras. De cuando en cuando, se oía el crujido de una rama sobrecargada de nieve. También el ladrido de mis parientes, los coyotes, que se llamaban unos a otros para salir de cacería. Y cuando el frío se volvía más intenso que el calor de las llamas regresábamos a la casa, cada uno a su habitación, con pieles y chaquetas impregnadas de olor a humo, resina y malvaviscos asados.

Fue en una de esas veladas en torno al fuego cuando noté por primera vez que Denny tenía una admiradora. Era joven, hermana de alguien, y, al parecer, Denny la había conocido hacía años, en algún día de Acción de Gracias o de Pascuas, pues lo primero que les comentó a ella y a los demás es cuánto había crecido desde la última vez que la vio. Se trataba de una adolescente, con pechos completamente desarrollados para amamantar y caderas lo suficientemente anchas como para dar a luz, de modo que era, a todos los fines prácticos, una adulta. Pero aún se comportaba como una niña, pidiendo permiso para todo.

Esta niña-casi-mujer se llamaba Annika, y era muy astuta y siempre sabía cómo tomar posiciones y administrar sus movimientos de modo que pudiera forzar encuentros con Denny. Se sentaba junto a él en torno al fuego. Se sentaba frente a él en las comidas. Siempre se las apañaba para estar en el asiento trasero del vehículo utilitario de alguno de los presentes si Denny iba allí. Reía demasiado ante cualquier cosa que él dijera. Se quedaba mirándole el cabello cuando él se quitaba la sudada gorra de esquí. Afirmaba sentir la mayor de las admiraciones por sus manos. Adoraba a Zoë. Se conmovía ante cualquier mención a Eve. Denny ignoraba sus maniobras. No sé si lo hacía adrede o no, pero actuaba como si no las notara en absoluto.

¿Qué sería Aquiles sin su tendón? ¿Qué sería Sansón sin su Dalila? ¿Y Edipo sin su complejo? Como no puedo hablar, he estudiado el arte de la retórica sin que el ego ni el interés empañaran mis juicios, así que conozco las respuestas a esas preguntas.

El verdadero héroe es imperfecto. Campeón no es el que triunfa, sino quien sabe sortear obstáculos, preferiblemente de su propia autoría, para hacerlo. Un héroe perfecto no es interesante ni para el público ni para el universo, que, al fin y al cabo, se basa en el conflicto y la oposición, la fuerza irresistible contra el objeto inamovible. Y es por eso por lo que Michael Schumacher, claramente uno de los más talentosos pilotos de Fórmula 1 de todos los tiempos, ganador de más campeonatos y más clasificaciones que cualquier otro corredor, a menudo queda fuera de la lista de los preferidos por los aficionados. En cambio Ayrton Senna, aunque recurre a los mismos ardides y tácticas de Schumacher, lo hace con un guiño. Por eso dicen que es carismático y emotivo, a diferencia de Schumacher, a quien califican de distante e indiferente. Schumacher es perfecto. Tiene el mejor coche, el equipo con más avales financieros, los mejores neumáticos, la mayor habilidad. ¿Quién va a regocijarse por sus triunfos? El sol sale todos los días. ¿Cómo vamos a admirarlo? En cambio, si encierras el sol en una caja y cada día se ve forzado a derrotar a la adversidad para salir... ¡en ese caso sí que lo vitorearé! Sí, a menudo he disfrutado de un bonito amanecer. Pero nunca se me ocurrió que el sol sea un campeón porque sale. Así es. Si yo contara la historia de Denny, que es un campeón, sin incluir sus errores y fallos, sería injusto para todos los involucrados.

A medida que se acercaba el fin de semana, el informe meteorológico de la radio cambió y Denny se puso muy tenso. Ya casi llegaba el momento de regresar a Seattle y él quería marcharse, subir a la carretera y conducir cinco horas por los pasos de montaña para llegar a casa, al otro lado. Allí, aunque también reinarían el frío y la oscuridad, no habría, era de esperar, dos metros de nieve ni temperaturas por debajo del punto de congelación. Debía regresar al trabajo, dijo. Y Zoë necesitaba tiempo para adaptarse al horario escolar. Y...

Y Annika también necesitaba volver. Estudiaba en la academia Holy Name y debía regresar para hablar con sus compañeros acerca de un proyecto sobre crecimiento sostenible en que estaban trabajando. Habló del asunto como si fuese urgente, aunque sólo después de enterarse de que Denny volvería antes que los demás primos. Sólo después de caer en la cuenta de que, si hacía coincidir su necesidad de regresar con la de Denny, ello le permitiría pasar cinco horas con él en el coche. Cinco horas para mirar sus manos en el volante. Cinco horas para mirar su cabello alborotado por el gorro, de inhalar sus embriagadoras feromonas.

Llegó el día de nuestra partida. La tormenta había comenzado. Una glacial lluvia azotaba las ventanas de la cabaña. Denny estuvo inquieto toda la mañana. La radio anunciaba que el paso Stevens se cerraría por la tormenta. Por el paso Snoqualmie se podía cruzar si se ponían cadenas en las ruedas.

—¡Quédate! ¡Quédate!

Eso decían los opacos primos. Yo los detestaba a todos. Tenían un olor rancio. Incluso después de ducharse se ponían los mismos jerséis, sin lavarlos, y su agrio olor regresaba a ellos como un bumerán.

Almorzamos deprisa antes de marcharnos. Nos detuvimos en una gasolinera a comprar cadenas para las ruedas. Fue un viaje espantoso. La lluvia se congelaba sobre el cristal antes de que los limpiaparabrisas llegaran a quitarla, y tras avanzar trabajosamente unos pocos kilómetros, Denny se veía obligado a detenerse para quitar el hielo con las manos. Fue un viaje peligroso y no me gustó nada. Yo iba atrás con Zoë. Annika iba en el asiento del acompañante. Vi que las manos de Denny se crispaban sobre el volante. En una carrera, las manos deben mantenerse relajadas, y las de Denny siempre se ven así en los vídeos que trae a casa. Flexiona reiteradamente los dedos para recordarse que debe tenerlos flojos. Pero durante ese aterrador recorrido desde el río Columbia, Denny nunca aflojó su presa.

Yo sufría por Zoë, quien estaba claramente asustada. En los coches, el movimiento se siente más en la parte trasera que en la delantera, de modo que ella y yo percibíamos muy claramente las sensaciones de resbalones y patinazos que provoca el hielo. Al pensar en el miedo de Zoë, me dejé arrastrar a un estado de inquietud. De pronto, no sé cómo, me encontré sumido en el pánico. Me lancé contra las ventanillas. Traté de pasarme al asiento delantero, lo que tuvo el efecto contrario al que buscaba. Impaciente, Denny bramó:

—Zoë, por favor, mantén quieto a Enzo.

Ella me agarró del pescuezo y me estrechó con fuerza. Me quedé pegado a la niña, que me cantaba al oído. Era una canción que recordaba del pasado: «Hola, pequeño Enzo, me alegro de verte...». Aprendió esa canción al poco tiempo de entrar en preescolar. Ella y Eve solían cantarla juntas. Me relajé y dejé que me acunara. «Hola, pequeño Enzo, me alegro de verte...».

Me gustaría poder contar que, como soy amo de mi destino, yo forcé toda la situación, que me hice el loco para que Zoë se viese obligada a tranquilizarme, distrayéndose así de su propia aflicción. Pero lo cierto es que debo admitir que me alegré de que me tuviera en brazos. Tenía mucho miedo y agradecí el cuidado que me brindaba.

La hilera de automóviles avanzaba en forma lenta pero segura. Muchos se habían detenido en el arcén a esperar a que pasase la tormenta. Pero, por la radio, el parte meteorológico decía que aguardar no era buena idea, pues el cielo estaba nublado y se esperaba que un frente cálido transformara el hielo en lluvia de un momento a otro.

Cuando llegamos a la entrada a la carretera 2, anunciaron por la radio que el paso Blewett estaba cerrado debido al vuelco de un tractor. Tendríamos que coger un gran desvío y dar un gran rodeo para tomar la interestatal 90 cerca de George Washington. Denny suponía que como la 90 es más importante que la 2 viajaríamos más deprisa, pero se equivocaba. Había comenzado a llover y torrentes de agua caían sobre el asfalto. Aun así, seguimos viaje, pues tampoco podíamos hacer nada mejor.

Tras siete agotadoras horas de viaje y cuando aún habrían faltado dos para llegar a Seattle, si el clima hubiese sido bueno, Denny le dijo a Annika que llamase a sus padres por su móvil para pedirles que nos consiguieran un sitio donde alojarnos cerca de Cle Elum. Pero al poco rato llamaron para decir que, debido a la tormenta, todos los moteles estaban llenos. Nos detuvimos en McDonald’s y Denny compró comida. A mí me tocaron buñuelitos de pollo. Seguimos camino a Easton.

En Easton, donde había nieve amontonada y muchos automóviles parados a uno y otro lado de la autopista, Denny detuvo el suyo y salió a la glacial lluvia. Echado en el asfalto, instaló las cadenas de los neumáticos, lo que le llevó media hora. Cuando regresó al coche estaba mojado y temblaba.

—¡Pobrecito! —Annika le frotó los hombros para calentárselos.

—Pronto cerrarán el paso —comentó Denny—. Me lo ha dicho un camionero que lo oyó por la radio.

—¿No podemos esperar aquí? —dijo Annika.

—Se esperan inundaciones. Si no llegamos al paso esta noche podemos quedarnos aislados aquí.

El tiempo era atroz, horrible, todo hielo, nieve y lluvia glacial, pero seguimos adelante. Nuestro viejo y pequeño BMW subía resoplando, hasta que, al llegar a la cima, donde están los telesillas de esquí, todo cambió. No había nieve ni hielo. Sólo lluvia. ¡Nos alegramos de que lloviera!

Al poco rato, Denny detuvo el coche para quitar las cadenas, lo que le llevó otra media hora, durante la que se volvió a empapar. Luego, emprendimos el descenso. Los limpiaparabrisas iban tan deprisa como era posible, lo que no servía de mucho. Se veía muy poco. Denny se aferraba al volante y escudriñaba la oscuridad. Como pudimos, llegamos a North Bend, después a Issaqua y, por fin, cruzamos el puente del lago Washington. Cuando Annika telefoneó a sus padres para avisarles de que habíamos llegado a Seattle, era casi medianoche. El trayecto, normalmente de cinco horas, nos había llevado más de diez. Los padres de Annika se sintieron aliviados. Le contaron, y ella nos lo transmitió a nosotros, que en las noticias informaron de inundaciones repentinas que provocaron un desprendimiento de rocas que cerró el paso al oeste de la interestatal.

—Creo que nos hemos librado por poco —dijo Denny—. Gracias a Dios.

Cuidado con el destino, me dije. Puede ser una mala perra.

—No, no —dijo Annika, hablándole al teléfono—. Me quedo con Denny. Está demasiado exhausto como para seguir conduciendo, y Zoë duerme; tiene que meterla en la cama. Denny dice que no tiene ningún problema en llevarme a casa por la mañana.

Esto hizo que Denny se volviera y la mirara con expresión interrogativa, preguntándose si habría dicho algo parecido a eso. Yo bien sabía que no. Annika sonrió y le guiñó un ojo. Se despidió y metió el teléfono en su bolso.

—Ya casi llegamos —dijo, mirando frente a sí. La excitación le cortaba el aliento.

Nunca sabré por qué él no reaccionó en ese momento. Por qué no tomó la salida a Edmond, donde vivía la familia de Annika, y la llevó allí. Por qué no dijo nada. Quizá, en algún nivel, necesitara conectarse con alguien para recordar la pasión que él y Eve habían compartido. Quizá.

Una vez en la casa, Denny llevó a Zoë a su dormitorio y la acostó. Encendió la tele y vimos cómo las autoridades cerraban el paso Snoqualmie, por unos pocos días, predijeron esperanzados, aunque lo más probable era que fuese durante una semana o más. Denny fue al cuarto de baño y se quitó la ropa mojada. Regresó ataviado con un pantalón de chándal y una camiseta vieja. Sacó una cerveza del refrigerador y la abrió.

—¿Puedo darme una ducha? —preguntó Annika.

Denny pareció sobresaltarse. Con tantos actos de heroísmo, casi se había olvidado de ella.

Le mostró dónde estaban las toallas, le dijo cómo se controlaba la temperatura de la ducha, y cerró la puerta.

Buscó las almohadas, sábanas y mantas adicionales e hizo la cama de huéspedes de la sala de estar para Annika. Cuando terminó, fue a su dormitorio y se sentó a los pies de la cama.

—Estoy frito. —Fue lo último que dijo antes de dejarse caer de espaldas. Allí se quedó, con las manos sobre el pecho, los pies aún sobre el suelo, las rodillas colgando fuera de la cama y el resto del cuerpo tumbado. Dormía, aunque las luces de la habitación seguían encendidas. Yo me eché en el suelo a la vera de la cama y también me dormí.

Abrí los ojos y la vi de pie junto a él. Tenía el cabello mojado y se había puesto el albornoz de baño de Denny. Lo vio dormir durante varios minutos; yo la miraba a ella. Era un comportamiento extraño. Inquietante. No me gustaba. Se abrió el albornoz, descubriendo una franja de piel pálida y un radiante dibujo tatuado en su ombligo. No dijo nada. Con un encogimiento de hombros, hizo que el albornoz se le bajara y se quedó desnuda. Los pezones marrones de sus grandes pechos apuntaban a Denny, que seguía inconsciente. Dormido.

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