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—Ah.

—Yo vendré a visitarte todos los días —dijo Denny—. Y pasaremos juntos los fines de semana, además de que, cada cierto tiempo, vendrás a quedarte conmigo. Pero mami realmente quiere que estés aquí.

Zoë asintió con aire sombrío.

—Los abuelos también quieren que me quede.

Era evidente que Denny estaba alterado, pero lo ocultaba de un modo que yo había supuesto que una niña pequeña no hubiese podido descubrir. Pero Zoë era inteligente, como su padre. Aunque sólo tenía cinco años, entendía.

—No te preocupes, papi —dijo—. Sé que no me dejarás aquí para siempre.

Él sonrió y tomó la manita de su hija entre las suyas antes de besarla en la frente.

—Te prometo que no lo haré —dijo.

Así, estuvieron de acuerdo en que ella se quedaría, aunque ninguno de los dos parecía del todo conforme.

Yo me maravillaba. Qué difícil debe de ser vivir como humano. Contener los deseos todo el tiempo. Preocuparte por hacer lo correcto, no lo más fácil. Para ser franco, en ese momento tuve serias dudas acerca de mi capacidad de comportarme así. Me pregunté si lograría convertirme en humano, como quería.

Más tarde, cuando la noche ya finalizaba, me encontré a Denny sentado en un sillón junto a la cama de Eve, tamborileando con los dedos, nervioso, sobre su propia pierna.

—Esto es una locura —afirmó—. Yo también me quedo. Dormiré en el sofá.

—No, Denny —dijo Eve—. Estarás muy incómodo...

—He dormido en muchos sofás en mi vida. No hay problema.

—Denny, por favor...

Algo en el tono de su voz, en la expresión suplicante de sus ojos, hizo que él se detuviera.

—Por favor, vete a casa —pidió ella.

Él se rascó la nuca y bajó los ojos.

—Zoë está aquí —dijo—. Tus padres también. Me dijiste que quieres que Enzo se quede aquí esta noche. Pero yo no. ¿Qué hice para merecerlo?

Ella suspiró profundamente. Estaba muy cansada y no parecía tener energías para explicarle las cosas a Denny. Pero lo intentó.

—Zoë no se acordará —le contestó—. No me importa qué piensen mis padres. Y Enzo... bueno, Enzo entiende. Pero no quiero que tú me veas así.

—¿Así, cómo?

—Mírame —dijo ella—. Tengo la cabeza afeitada. La cara de una vieja. El aliento me huele como si estuviese podrida por dentro. Estoy fea...

—No me importa cómo estés ni lo que parezcas —respondió él—. Te veo. Veo cómo eres de verdad.

—A mí sí me importa cómo se me ve. —Ella procuraba sonreír como la Eve de antes—. Cuando te miro, me veo reflejada en tus ojos. No quiero estar fea frente a ti.

Denny se volvió como para que ella no se viese en sus ojos, como para ocultar los espejos. Miró por la ventana al patio, iluminado por focos que lo bordeaban. Otras luces colgaban de los árboles. Alumbraban nuestras vidas. Detrás de ellas, más allá de la luz, estaba lo desconocido. Todo lo que no éramos nosotros.

—Regresaré mañana con las cosas de Zoë —dijo él, sin volverse.

—Gracias, Denny —respondió Eve, aliviada—. Puedes llevarte a Enzo. No quiero que te sientas abandonado.

—No —repuso él—. Que Enzo se quede. Te echa de menos.

Denny se despidió con un beso, fue a arropar a Zoë y me dejó con Eve. Yo no estaba seguro de por qué ella quería que me quedara, pero sí de por qué deseaba que Denny se marchara. Era para que, cuando Denny se durmiera por la noche, soñara con ella como era antes, no ahora; no quería que su presencia corrompiera la imagen de ella que tenía su marido. No comprendía que Denny veía más allá de su condición física. Se preparaba para la siguiente curva. Quizá, si ella hubiese tenido esa capacidad, las cosas le habrían salido de otro modo.

La casa quedó en silencio y a oscuras. Zoë dormía. Max y Trish estaban en su dormitorio. El resplandor de la tele irradiaba por debajo de la puerta. Eve yacía en su cama en la sala de estar. En un rincón, la enfermera jugaba con su revista de enigmas y crucigramas, en una de cuyas páginas resaltaban las palabras de un mensaje oculto. Yo me quedé tumbado junto a la cama de Eve.

Más tarde, cuando Eve dormía, la enfermera me despertó hurgándome con un pie. Alcé la cabeza y la vi llevarse el índice a los labios. Susurró que fuese un perro bueno y la siguiera, cosa que hice. Cruzamos la cocina y el lavadero. Salimos al patio trasero y abrió una puerta que daba al garaje.

—Entra —dijo—. No quiero que molestes a la señora Swift durante la noche.

La miré, desconcertado. ¿Molestar a Eve? ¿Por qué había de hacerlo?

Creyendo que mi titubeo era rebeldía, me agarró de la piel del pescuezo y me dio un tirón. Me metió en el garaje oscuro y cerró la puerta. Oí el roce de sus pantuflas. Regresaba a la casa.

Yo no tenía miedo, aunque el garaje estaba muy oscuro.

No hacía mucho frío, ni era demasiado desagradable, si no te importa estar solo en la oscuridad sobre un suelo de cemento que huele a aceite de motor. Estoy seguro de que no había ratas, pues Maxwell mantenía limpio ese lugar, donde guardaba sus caros vehículos. Pero era la primera vez que dormía en un garaje.

Las horas pasaban entre golpecillos, como chasquidos. Los producía un viejo reloj eléctrico que había sobre el banco de trabajo que Maxwell nunca usaba. Era uno de esos viejos relojes con los números en cuadraditos de plástico, que rotan en torno a un eje, alumbrados por una pequeña bombilla. Era la única luz del ambiente. Cada minuto, se oían dos chasquidos, el primero cuando el mecanismo liberaba el cuadradito de plástico con el siguiente número, revelando la mitad del mismo, el segundo, enseguida, cuando el cuadrado bajaba hasta el visor del dial y la cifra se veía entera. Clic-clic, un minuto. Clic-clic, otro. Así pasé ese periodo de cautiverio, contando chasquidos. Y pensando en las películas que he visto.

Mis actores preferidos son, en este orden: Steve McQueen y Al Pacino.
Un instante, una
vida
es una película tan subestimada como el trabajo de Pacino en ella. Mi tercer favorito es Paul Newman, por la excelente manera en que maneja su coche en
El ganador
, y porque es un piloto de carreras fantástico en la vida real y tiene un equipo de la categoría Champ Car, y, finalmente, porque adquiere el aceite de palma que vende de fuentes renovables en Colombia, salvando así de la tala grandes extensiones de selva pluvial de Borneo y Sumatra. Mi cuarto actor preferido es George Clooney, porque en los viejos episodios de
Urgencias
se muestra especialmente hábil para curar a niños enfermos y porque sus ojos se parecen un poco a los míos. En quinto lugar viene Dustin Hoffman, más que nada por lo mucho que ayudó a la marca Alfa Romeo su actuación en
El graduado
. Pero Steve McQueen es el primero y no sólo por
Le Mans
y
Bullitt
, dos de las mejores películas de automóviles que nunca se hayan realizado. También por
Papillon
. Como soy un perro, sé lo que es estar encerrado, pasar los días a la espera de que abran apenas un momento la puerta corrediza para pasarte un cuenco de metal lleno de unas poco nutritivas gachas.

Tras unas horas de esta situación de pesadilla, la puerta del garaje se abrió. Vi a Eve, enfundada en su camisón, recortada por la luz encendida del exterior de la cocina.

—¿Enzo? —preguntó.

No dije nada, pero salí de la oscuridad, feliz de volver a verla.

—Ven conmigo.

Me llevó de regreso a la sala de estar. Tomó un cojín del sofá y lo puso junto a su cama. Me dijo que me echara en él, y así lo hice. Luego, se metió en la cama y se subió las sábanas hasta el cuello.

—Necesito que estés conmigo —dijo—. No vuelvas a marcharte.

¡Yo no me había ido! ¡Me raptaron!

Percibí que el sueño la embargaba.

—Necesito que estés aquí —continuó—. Tengo mucho miedo. Mucho miedo.

«No te preocupes», dije. «Estoy aquí».

Se echó de lado y me miró. Tenía los ojos empañados.

—Aguanta conmigo esta noche —me pidió—. Es lo único que necesito. Protégeme. No dejes que ocurra esta noche, por favor, Enzo. Eres el único que me puede ayudar.

«Lo haré», dije.

—Eres el único. No te preocupes por esa enfermera. Le he dicho que se vuelva a su casa.

Miré al rincón. La anciana arrugada ya no estaba.

—No la necesito —aseguró—. Sólo tú puedes protegerme. Por favor. No permitas que ocurra esta noche.

No dormí en toda la noche. Permanecí en guardia, a la espera de que el demonio mostrase la cara. El demonio quería a Eve, pero para llegar a ella antes tenía que pasar frente a mí, y yo estaba preparado. Me mantuve atento a cada sonido, cada movimiento, cada cambio en la densidad del aire. Incorporándome o variando de posición en silencio, le dejé claro al demonio que, si quería llevarse a Eve, antes debía lidiar conmigo.

El demonio no vino. Por la mañana, los demás se despertaron y atendieron a Eve, y yo, relevado de mi responsabilidad de custodio, pude dormir.

—Qué perro haragán —farfulló Maxwell cuando pasó junto a mí.

Entonces, sentí que Eve me acariciaba el pescuezo. —Gracias —dijo—. Gracias.

Capítulo 24

Durante las primeras dos semanas de nuestra nueva vida, Denny y yo en casa, Eve y Zoë en casa de los Gemelos, Denny los visitaba todas las tardes, al salir del trabajo. Yo me quedaba solo en casa. Cuando llegó Halloween, Denny iba menos, y, la semana del día de Acción de Gracias, sólo fue dos veces. Cada vez que volvía de casa de los Gemelos, me hablaba del buen aspecto de Eve y de cuánto mejoraba y de cómo pronto retornaría con nosotros. Pero yo también la veía los fines de semana, cuando me llevaban a visitarla, y sabía la verdad. Ella no mejoraba. Tampoco regresaría pronto a casa.

Todos los sábados, sin falta, Denny yo visitábamos a Eve cuando íbamos a buscar a Zoë para que durmiera en casa. Y también la veíamos los domingos, cuando llevábamos a Zoë de vuelta. Muchos domingos almorzábamos allí con nuestra familia política. Alguna que otra vez yo pernoctaba con Eve en la sala de estar. Pero nunca me necesitó tanto como aquella primera noche, cuando tuvo miedo. Los momentos que Zoë pasaba con nosotros deberían haber sido de alegría; pero no siempre estaba contenta. ¿Y cómo iba a estarlo, viviendo con una madre que se moría, y no con su muy vivo padre?

Durante un breve lapso, la educación de Zoë fue motivo de conflicto. A poco de comenzar su estancia con Maxwell y Trish, éstos le plantearon a Denny la posibilidad de matricularla en una escuela de la isla Mercer, pues cruzar el puente de la carretera 90 dos veces al día les resultaba agotador. Pero Denny se puso firme, pues sabía que a Zoë le encantaba la escuela de Madrona. Insistió, como padre y tutor legal, en que su hija debía permanecer allí. Además, repetía una y otra vez que tanto Zoë como Eve regresarían a casa en un futuro cercano.

Frustrado, Maxwell se ofreció a correr con los gastos educativos de Zoë si Denny le permitía inscribirla en una escuela privada de la isla Mercer. Las conversaciones de ambos eran frecuentes e intensas. Pero, incluso ante la persistencia de Maxwell, Denny demostró que tenía algo de héroe invencible, o de dóberman, no sé si por parte de madre o de padre, y nunca soltó la presa. Finalmente, impuso su punto de vista y Maxwell y Trish siguieron cruzando el lago dos veces al día.

—Si realmente lo hicieran por Zoë y Eve —me dijo Denny una vez—, no les molestaría hacer un viaje de quince minutos. No es un trayecto tan largo.

Sé que Denny echaba tremendamente de menos a Eve. Y también extrañaba a Zoë. Cuando más se notaba era esos días en que ella se quedaba a dormir y la acompañábamos a la parada del autobús por la mañana. Por lo general, era un lunes, o un jueves. Esas mañanas, nuestra casa parecía llena de electricidad, hasta tal punto que ni Denny ni yo necesitábamos el reloj despertador para levantarnos. Más bien aguardábamos ansiosos y a oscuras a que llegara la hora de despertar a Zoë. No queríamos perder ni un minuto de su compañía. Esas mañanas, Denny era una persona totalmente distinta. Se veía claramente en el amor con que preparaba la merienda que Zoë se llevaba, muchas veces poniendo en ella una nota plegada, con la esperanza de que la hiciese sonreír cuando la encontrara a la hora de comer. También se notaba en el cuidado con que preparaba los bocadillos de plátano y mantequilla de cacahuete, cortando delicadamente rodajas de idéntico espesor. En esas ocasiones, el plátano sobrante me tocaba a mí, para mi gran placer, pues es, después de las tortitas, mi comida preferida.

En aquel tiempo, cuando Zoë partía a bordo del autobús, el padre que tenía tres niños a veces nos invitaba a tomar un café. Normalmente aceptábamos e íbamos a la panadería buena de Madison y bebían café en las mesas puestas en la acera. Hasta aquella vez en que el otro padre dijo:

—¿Tu esposa trabaja? —Era evidente que procuraba explicarse la ausencia de Eve.

—No —dijo Denny—. Se está recuperando de un cáncer cerebral.

Al oírlo, el hombre agachó la cabeza con aire triste.

Después de ese día, cuando íbamos a la parada del autobús, el hombre se mostraba muy atareado, hablando con otros o mirando su teléfono móvil. Nunca volvió a hablarnos.

Capítulo 25

En febrero, en el negro corazón del invierno, fuimos de viaje a un lugar situado en el centro y un poco al norte del estado de Washington, una región llamada valle de Methow. Para los estadounidenses es importante celebrar los cumpleaños de los presidentes más destacados, así que, a causa de un cumpleaños de ésos, todas las escuelas cerraron durante una semana. Denny, Zoë y yo fuimos a celebrarlo a una cabaña en las montañas nevadas. La cabaña era de un pariente de Eve que yo no conocía. Hacía frío, demasiado para mi gusto, aunque algunas tardes disfrutaba corriendo por la nieve. Prefería quedarme echado junto a la caldera del sótano y que los demás se ejercitaran, esquiando, caminando con raquetas para la nieve y todas esas cosas. Ni Eve, demasiado débil como para viajar, ni sus padres estaban allí. Pero había mucha gente, casi todos parientes de una u otra clase. Según oí decir a alguien, el motivo por el cual estábamos allí era que Eve, que moriría muy pronto, consideraba importante que Zoë se familiarizara con esas personas.

Toda esa línea de pensamiento me desagradaba. Para empezar, lo de que Eve moriría pronto. Y para seguir, eso de que Zoë necesitaba pasar tiempo con gente que no conocía de nada, sólo porque Eve moriría pronto. Tal vez fuesen personas perfectamente agradables, con sus pantalones acolchados, chaquetas peludas y jerséis que olían a sudor. No lo sé. Pero me preguntaba por qué habían tenido que esperar a que Eve enfermara para darse a conocer.

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