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—Por favor, regresa. —Hablaba con voz amortiguada por el hombro en que apoyaba la cara.

—Claro que lo haré.

—Por favor, regresa —repitió ella.

Él quiso tranquilizarla.

—Te prometo que regresaré entero —dijo.

Ella meneó la cabeza, que aún apretaba contra su cuerpo.

—No me importa cómo regreses. Sólo prométeme que volverás.

Él me dirigió una rápida mirada, como si yo pudiese aclararle qué quería decir ella en realidad. ¿Se refería a que quería que regresara con vida? ¿O a que regresara sin más, que no la abandonara? ¿O aludía a alguna otra cosa? Denny no entendía.

Yo, en cambio, sabía perfectamente a qué se refería. A Eve no le preocupaba que Denny pudiera no regresar; se preocupaba por ella misma. Quería que volviese a tiempo. Sabía que algo malo le ocurría, aunque ignoraba de qué se trataba, y temía que ese mal volviera de alguna manera terrible durante la ausencia de Denny. Yo también estaba preocupado, pues aún no había olvidado a la cebra. No podía explicarle esto a Denny, pero sí tomar la decisión de mantenerme firme durante su ausencia.

—Te lo prometo —dijo en tono optimista.

Cuando se marchó, Eve cerró los ojos y respiró hondo. Al volver a abrirlos me miró y pude ver que también ella había tomado una decisión.

—Le insistí para que lo hiciera —me dijo—. Creo que me hará bien, su ausencia me hará más fuerte.

Era la primera carrera de la serie, y a Denny no le fue bien; pero sí estuvo bien para Eve y Zoë, y para mí. La vimos por la tele, y Denny quedó en el primer tercio de la clasificación en las pruebas preliminares. Pero a poco de comenzar la carrera tuvo que ir a boxes por un reventón de un neumático; uno de los mecánicos del equipo tuvo problemas para colocar la nueva rueda y, para el momento en que Denny regresó a la pista, había perdido una vuelta, que nunca recuperó. Quedó en el vigésimo cuarto lugar.

La segunda carrera tuvo lugar pocas semanas después de la primera, y otra vez, a Eve, a Zoë y a mí nos fue de perlas. Para Denny, el resultado se pareció mucho al de la primera: una pérdida de combustible le valió una penalización que le costó una vuelta. Trigésimo lugar.

Denny estaba enormemente frustrado.

—Los muchachos me caen bien —nos dijo a la hora de la cena, en una ocasión que le tocó pasar unos días en casa—. Son buena gente, pero no son buenos como equipo de mecánicos. Con sus errores, nos están haciendo perder la temporada. Si me diesen ocasión de correr sin interrupciones, terminaría en un buen puesto.

—¿No pueden cambiar el equipo? —preguntó Eve.

Yo estaba en la cocina, al lado del comedor. Nunca me quedaba ahí mientras comían, por respeto. A nadie le gusta tener un perro entre las piernas a la espera de migajas mientras come. De modo que no podía verlos, aunque sí oírlos. A Denny, que tomaba el cuenco de ensalada y se servía más. A Zoë, que hacía dar vueltas a sus buñuelitos de pollo por el plato.

—Cómelos, cariño —le dijo Eve—. No juegues con ellos.

—No es la calidad de los individuos —trató de explicar Denny—. Es la calidad del equipo.

—¿Cómo se soluciona? —preguntó Eve—. Pasas tanto tiempo fuera, es un desperdicio. ¿De qué sirve correr si no puedes terminar? Zoë, sólo has comido dos bocados. Come.

El crujido de la lechuga. Zoë bebiendo de su taza de plástico.

—Práctica —dijo Denny—. Práctica, práctica, práctica.

—¿Cuándo practicarían?

—Quieren que vaya a Infineon la semana que viene, a trabajar con la gente de Apex Porsche. A trabajar duro con el equipo de mecánicos, para que no haya más errores. Los patrocinadores están perdiendo la paciencia.

Eve no dijo nada.

Por fin, habló:

—La semana que viene es tu semana libre.

—No será toda la semana. Sólo tres o cuatro días. Buen aderezo, ¿lo hiciste tú?

No podía interpretar su lenguaje corporal porque no los veía, pero hay cosas que los perros percibimos. La tensión. El miedo. La ansiedad. Estos estados de ánimo son el resultado de transformaciones químicas del cuerpo humano. En otras palabras, son totalmente fisiológicos. Involuntarios. A las personas les agrada creer que la evolución las ha llevado más allá del instinto, pero el hecho es que aún tienen reacciones de ataque o fuga ante los estímulos. Y cuando sus cuerpos responden, puedo oler las emisiones químicas de las glándulas pituitarias. Por ejemplo, la adrenalina tiene un olor muy específico, que se saborea más que olerse. Sé que éste no es un concepto comprensible para los humanos, pero es la mejor forma de describirlo: un sabor alcalino en la base de la lengua. Desde mi puesto en el suelo de la cocina, sentía el sabor de la adrenalina de Eve. Era evidente que, aunque se había preparado para las ausencias de Denny, esta inesperada marcha a hacer prácticas en Sonoma la había pillado por sorpresa, y estaba enfadada y asustada.

Oí el sonido de las patas de una silla al ser apartada. El de los platos al apilarse, el de los cubiertos nerviosamente recogidos.

—Come los
nuggets
. —Eve ahora hablaba con severidad.

—Estoy llena —declaró Zoë.

—No has comido nada. ¿Cómo vas a estar llena?

—No me gustan los
nuggets
.

—No te levantarás de la mesa hasta que comas tus
nuggets
.

—¡No me gustan los
nuggets
! —Zoë chillaba y, de pronto, el mundo fue un lugar muy oscuro.

Ansiedad. Expectativa. Excitación. Disgusto. Cada una de estas emociones tiene su olor característico, y muchas de ellas emanaban del comedor en ese momento.

Tras un largo silencio, Denny dijo:

—Te haré un perrito caliente.

—No —dijo Eve—. Que se coma los
nuggets
. Le gustan. Sólo está siendo caprichosa. ¡Come!

Otra pausa, seguida del sonido de unas arcadas infantiles.

Denny casi reía.

—Le haré un perrito caliente —insistió.

—¡Se va a comer los puñeteros
nuggets
! —gritó Eve.

—No le gustan. Le haré un perrito caliente —repuso Denny con firmeza.

—¡No, no se lo harás! Le gustan los
nuggets
y sólo hace esto porque tú estás. No voy a ponerme a cocinar un plato nuevo cada vez que tenga un capricho. ¡Pidió los putos
nuggets
, ahora que se los coma!

La furia también tiene un olor característico.

Zoë se echó a llorar. Fui a la puerta y miré. Eve estaba de pie a la cabecera de la mesa, con el rostro rojo y congestionado. Zoë sollozaba sobre sus
nuggets
. Denny se puso de pie para hacerse más grande. Es importante que el alfa sea más grande. A veces, basta con una pose para hacer que otro integrante de la jauría se someta.

—Te estás excediendo —dijo—. ¿Por qué no te acuestas un rato y dejas que me ocupe de todo?

—¡Siempre te pones de su lado! —soltó Eve con ira contenida.

—Sólo quiero que coma.

—Muy bien —siseó Eve—. Le haré su perrito caliente, entonces.

Se alejó de la mesa dando zancadas y estuvo a punto de aplastarme cuando pasó junto a mí. Abrió bruscamente la puerta del congelador, tomó un paquete, abrió el grifo y puso las salchichas bajo el chorro de agua. Cogió un cuchillo y le dio una puñalada al paquete, y fue entonces cuando la velada pasó de ser un rato lleno de olvidables discusiones a convertirse en un momento marcado por una evidencia innegable e imborrable. Como si el cuchillo hubiese tenido voluntad propia y estuviera deseoso de participar en el alboroto, su hoja resbaló sobre el paquete mojado y congelado e hizo un profundo corte en la porción carnosa ubicada entre el índice y el pulgar izquierdo de Eve.

El cuchillo cayó con estrépito al fregadero y, con un gemido, Eve se agarró la mano. Unas gotas de sangre aguada salpicaron la encimera. Al momento, Denny estaba allí, con un paño de cocina en la mano.

—Déjame ver. —Quitó la tela empapada en sangre de la mano de Eve, que ella tenía sujeta por la muñeca como si ya no fuese una parte de su cuerpo, sino alguna criatura desconocida que la hubiera atacado.

—Tendremos que llevarte al hospital —dijo.

—¡No! —bramó ella—. ¡Nada de hospital!

—Necesitas que te den puntos —insistió él, mirando la herida que no paraba de sangrar.

Ella no contestó enseguida, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. No de dolor, sino de miedo. Les tenía mucho miedo a los médicos y los hospitales. Temía que si entraba allí no la dejaran salir nunca más.

—Por favor —le susurró a Denny—. Por favor. Al hospital no.

Él meneó la cabeza.

—Veré si puedo cerrarla —dijo.

Zoë estaba de pie junto a mí, en silencio, con los ojos muy abiertos y un
nuggets
de pollo en la mano. Ni ella ni yo sabíamos qué hacer.

—Zoë, querida —pidió Denny—. ¿Me traes los apósitos especiales para cerrar heridas del botiquín del pasillo? Vamos a remendar a mami, ¿de acuerdo?

Zoë no se movió. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? Sabía que era la causante del dolor de mami. Eve sangraba por su culpa.

—Zoë, por favor. —Denny estaba ayudando a Eve a ponerse de pie—. Es una caja azul y blanca con letras rojas. Fíjate en la «eme» de «mariposa».

Zoë se fue a buscar la caja. Denny llevó a Eve al cuarto de baño. Cerró la puerta. Oí que Eve gritaba de dolor.

Cuando Zoë regresó con la caja de vendajes, no encontró a sus padres, de modo que la acompañé hasta la puerta del lavabo y ladré. Denny entreabrió la puerta y tomó los vendajes.

—Gracias, Zoë. Ahora, me ocuparé de mami. Ve a jugar o a ver la tele.

Cerró la puerta.

Zoë me miró con expresión preocupada durante un instante. Quise ayudarla. Dirigiéndome a la sala de estar, me detuve un momento y la miré. Seguía titubeando, así que fui a buscarla. Volví a intentarlo, empujándola un poco con el morro. Esta vez me siguió. Me senté ante el televisor y esperé a que lo encendiera, cosa que hizo. Y nos pusimos a ver
Los chicos de la puerta de al lado
. Y después, Denny y Eve aparecieron.

Nos encontraron viendo juntos la tele y parecieron aliviados. Se sentaron junto a Zoë y se quedaron mirando, sin decir palabra. Cuando el programa terminó, Eve pulsó el botón del mando a distancia y quitó el sonido.

—El corte no es muy grave —le dijo a Zoë—. Si aún tienes hambre, puedo hacerte un perrito...

Zoë meneó la cabeza.

Entonces, Eve prorrumpió en sollozos. Sentada en el sofá, expuesta al mundo, se derrumbó; pude ver la implosión de su energía.

—Lo siento mucho —lloró.

Denny le pasó el brazo por el hombro y la estrechó contra sí.

—No quiero ser así —sollozó ella—. No soy así. Lo lamento tanto. No quiero ser mala. Yo no soy así.

Cuidado, pensé. La cebra se oculta en todas partes.

Zoë abrazó a su madre y la estrechó con fuerza, lo que hizo que ambas estallaran en llanto, y Denny, como si fuera un helicóptero de los bomberos que quisiera apagar un incendio echándole un balde de lágrimas, se les unió.

Me marché. No porque me pareciera que necesitaban intimidad, no. Me fui porque sentí que habían resuelto la situación y todo estaba bien otra vez.

Además, tenía hambre.

Entré en el comedor y escudriñé el suelo en busca de restos. No había gran cosa. Pero en la cocina encontré algo bueno. Un buñuelito. Me pareció un aperitivo razonable, algo como para entretenerme hasta que terminaran con los abrazos y se acordasen de darme de comer. Olfateé el
nugget
y retrocedí, asqueado. ¡Estaba malo! Volví a husmear. Rancio. Hediondo. ¡Lleno de enfermedades! Esos
nuggets
habían pasado demasiado tiempo en el congelador, o fuera de él. O ambas cosas, concluí, pues sabía qué poca atención les prestan las personas a sus alimentos. No cabía duda de que aquel buñuelito —y probablemente todos los del plato— estaba pasado.

Lo sentí por Zoë. Hubiese bastado con que dijera que los
nuggets
no sabían bien y nada de esto habría ocurrido. Pero, supuse, Eve habría encontrado alguna otra forma de lastimarse. Lo necesitaban. Ese momento. Era importante para ellos como familia, y yo lo comprendía.

En las carreras, dicen que tu coche va a donde van tus ojos. El conductor que no puede despegar sus ojos del muro hacia el que se precipita se estrellará contra él; el que mira la pista cuando siente que las ruedas pierden adherencia, recuperará el control del vehículo.

Tu coche va a donde van tus ojos. Es otra manera de decir que tienes ante ti lo que preguntas.

Sé que es verdad. Las carreras no mienten.

Capítulo 15

Cuando Denny se marchó a la semana siguiente, fuimos a casa de los padres de Eve para que cuidaran de nosotros. Eve tenía la mano vendada, lo que me indicaba que el corte era peor de lo que decía. Pero no por eso reducía su actividad.

Maxwell y Trish, los Gemelos, vivían en una casa muy lujosa, en un gran terreno boscoso en la isla Mercer, que gozaba de una asombrosa vista del lago Washington y de Seattle. Y, aunque vivían en un lugar tan hermoso, eran dos de las personas menos felices que yo conocía. Nada era lo bastante bueno para ellos. Siempre se quejaban y proclamaban que las cosas podrían ser mejores y no entendían por qué eran tan malas. En cuanto llegamos, se pusieron a criticar a Denny: «No pasa bastante tiempo con Zoë». «No te cuida». «Su perro necesita un baño». ¡Como si mi higiene tuviese algo que ver!

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Maxwell.

Estaban en la cocina. Trish preparaba la cena, algún plato que, inevitablemente, Zoë detestaría. Era una cálida tarde de primavera, así que los Gemelos llevaban polos y pantalones deportivos. Maxwell y Trish bebían
manhattans
con cerezas Eve, una copa de vino. Había rechazado una píldora para el dolor que le ofrecieron. Era una de las que le dieron a Maxwell cuando se operó de hernia unos meses antes.

—Me voy a poner en forma —dijo Eve—. Me siento gorda.

—Pero estás muy delgada —dijo Trish.

—Puedes sentirte gorda aunque estés flaca. Siento que no estoy en forma.

—Ah.

—Lo que pregunto es qué vas a hacer con Denny —dijo Maxwell.

—¿Tengo que hacer algo con Denny? —preguntó Eve.

—¿Si debes hacer algo? ¿Aporta algo a la familia? ¡La única que gana dinero eres tú!

—Es mi marido y es el padre de Zoë, y lo amo. ¿Qué más tiene que aportar?

Maxwell bufó y dio un golpe en la encimera. Di un respingo.

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