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—A mí me da miedo sólo mirarlo —dijo Eve.

—Si yo obligo al coche a hacer algo de forma intencionada, debo saber cómo va a responder. En otras palabras, sólo es impredecible si no soy... dueño de mis actos.

—¿Le haces dar un trompo antes de que lo dé? —preguntó ella.

—¡Exacto! Si quien inicia la acción soy yo, soltando un poco el control, sé lo que ocurrirá antes de que ocurra. Así, puedes reaccionar antes de que el coche ni siquiera sepa qué está ocurriendo.

—¿Y tú sabes hacerlo?

En ese momento, en la pantalla, Denny pasaba a los otros coches. De pronto, la parte trasera del suyo viró hacia un lado. Pero sus manos ya giraban el volante para compensar el coletazo y enderezar el rumbo. En vez de dar un trompo completo, se aferró a la recta y siguió su camino, dejando atrás a los otros. Eve lanzó un suspiro de alivio y se llevó la mano a la frente.

—A veces —dijo Denny—. Pero todos los pilotos hacen trompos. Ocurre porque siempre se busca ir más allá del límite. Pero estoy trabajando en ello. Todo el tiempo. Y tuve un buen día.

Ella se quedó con nosotros un momento más. Cuando se incorporó, le sonrió a Denny, casi como si no quisiera hacerlo.

—Te amo —dijo—. Amo todo lo que tiene que ver contigo, hasta las carreras. Y sé que, en cierto modo, tienes razón en todo lo que dices. Pero a mí me sería imposible hacerlo.

Se fue a la cocina; Denny y yo seguimos mirando el vídeo. En medio de la oscuridad, los coches seguían recorriendo el circuito.

Nunca me canso de mirar vídeos con Denny. Sabe mucho y he aprendido mucho de él. No dijo nada más. Sólo siguió mirando el vídeo. Pero mis pensamientos volvían a lo que me acababa de enseñar. Un concepto tan simple, pero tan verdadero: tenemos ante nuestros ojos la respuesta a lo que preguntamos. Somos los creadores de nuestros propios destinos. Pero, actuemos intencionadamente o por ignorancia, nadie más que nosotros mismos es responsable de nuestros éxitos o fracasos.

Reflexioné sobre cómo se aplicaba este concepto a mi relación con Eve. Era cierto que su participación en nuestras vidas me inspiraba algunos celos, y sé que ella lo percibía y que, para protegerse, se mostraba distante. Y aunque la llegada de Zoë había cambiado mucho nuestra relación, aún existía una distancia entre nosotros.

Dejé a Denny frente a la tele y fui a la cocina. Eve preparaba la cena. Me miró cuando entré.

—¿Te aburrió la carrera? —preguntó con descuido.

Yo no estaba aburrido. Podría haber mirado la carrera durante todo ese día y también el siguiente. Quería manifestarle algo. Me tumbé junto a la nevera, uno de mis lugares favoritos.

Me daba cuenta de que mi presencia la incomodaba. Por lo general, si Denny estaba en la casa, me quedaba junto a él. Que la hubiese escogido a ella parecía confundirla. No entendía cuál era mi intención. Pero, concentrada en la preparación de la cena, no tardó en olvidarme.

Comenzó por poner a asar unas hamburguesas, que olían bien. Luego lavó un poco de lechuga y la centrifugó hasta que quedó seca. Cortó manzanas. Puso cebollas y ajos en una olla y les añadió una lata de tomates. La cocina olía a comida. El aroma y el calor del día me amodorraron. Creo que dormía cuando sentí sus manos, acariciándome el flanco primero, rascándome la barriga después. Me puse panza arriba para reconocer su dominio y me recompensó con más cariñosas caricias.

—Perro bueno —me dijo—. Perro bueno.

Volvió a sus preparativos. De cuando en cuando, me acariciaba el pescuezo con su pie desnudo al pasar junto a mí. No era gran cosa, pero significó mucho para mí.

Siempre quise amar a Eve como Denny la amaba, pero nunca lo hice, porque la temía. Ella era mi lluvia. Era mi elemento impredecible. Era mi miedo. Pero un piloto no puede temerle a la lluvia, un piloto debe amarla. Yo, por mi cuenta, podía cambiar lo que me rodeaba. Al cambiar mi ánimo, mi energía, hice que Eve me viera de otra manera. Y, aunque no sea el amo de mi destino, sí puedo decir que tuve un atisbo de qué es serlo, y sé cuál es el objetivo por el que debo bregar.

Capítulo 9

Un par de años después de que nos mudáramos a la casa nueva, pasó algo muy aterrador.

Denny consiguió una plaza para competir en Watkins Glen. Era otra carrera de resistencia, pero con un equipo conocido, así que esta vez no tuvo que conseguir todo el patrocinio para pagar su plaza. Antes, esa misma primavera, había ido a Francia a participar en un test de prueba para la Fórmula Renault. Era un intento caro, que no podía permitirse. Le dijo a Mike que sus padres se lo habían regalado, pero yo tenía mis dudas. Sus padres vivían muy lejos, en un pueblo pequeño, y nunca lo habían visitado durante todo el tiempo que yo llevaba con él. No habían ido para la boda. Ni cuando nació Zoë, ni en ninguna otra ocasión. Pero no importaba. Viniera de donde viniese la financiación, Denny fue al test e hizo muy buen papel, porque en Francia llueve en primavera. Cuando le contó a Eve su aventura, le dijo que uno de los buscadores de talentos que asisten a estas cosas se le acercó después de una sesión y le preguntó:

—¿Puedes marchar tan rápido con la pista seca como cuando está mojada?

Y, mirándolo a los ojos, Denny le respondió:

—Pruébame.

Tienes ante tus ojos la respuesta a tu pregunta.

El buscador de talentos le ofreció participar de una prueba de dos semanas y Denny fue. Probó, practicó, afinó su preparación. Era un asunto importante. Se desenvolvió tan bien que le ofrecieron una plaza en la carrera de resistencia de Watkins Glen.

Cuando se fue a Nueva York, todos sonreímos, porque no veíamos la hora de contemplar la carrera por el Speed Channel.

—¡Es muy emocionante! —decía Eve entre risitas—. ¡Papi es un corredor profesional!

Y Zoë, a quien amo mucho, tanto que sacrificaría mi vida sin titubear para protegerla, vitoreaba y se ponía al volante del coche de carreras de juguete que tenía en la sala de estar, y daba vueltas y vueltas hasta que todos nos mareábamos. Luego, alzaba los brazos y proclamaba:

—¡Soy la campeona!

La excitación me afectaba tanto que hacía estupideces, como cavar agujeros en el jardín. O me enroscaba antes de extenderme por completo en el suelo, panza arriba, con las patas estiradas y el lomo arqueado para que me rascaran la barriga. Y perseguía todo lo que se moviera. ¡Como si corriese en una carrera!

Fueron los mejores momentos. De verdad.

Y después, fueron los peores.

Llegó el día de la carrera y Eve se despertó abrumada por una repentina oscuridad. Un dolor tan insufrible que, plantada en la cocina de madrugada, antes de que Zoë se despertara, vomitó copiosamente en el fregadero. Vomitaba como si se estuviese vaciando del todo, como si quisiera volverse igual que un calcetín.

—No sé qué me pasa, Enzo —dijo. Era raro que me hablara con franqueza, como lo hace Denny, como si fuese su verdadero amigo, su compañero del alma. La última vez que me había hablado así fue cuando nació Zoë.

Pero esta vez sí me habló como si fuese su amigo del alma. Preguntó:

—¿Qué me pasa?

Ella sabía que yo no podía responderle. Su pregunta era puramente retórica. Eso era lo más frustrante de todo; yo sabía cuál era la respuesta.

Sabía lo que le pasaba, pero no tenía modo de decírselo, así que le hurgué el muslo con el morro. Sepulté mi hocico entre sus piernas. Esperé, asustado.

—Siento como si me aplastaran el cráneo —dijo.

No pude responder. No tenía palabras. No podía hacer nada.

—Me aplastan el cráneo —repitió.

Y, a toda prisa, recogió algunas cosas mientras yo la miraba. Metió la ropa de Zoë en una bolsa. También algunas prendas suyas y cepillos de dientes. Todo muy deprisa. Y despertó a Zoë y la hizo calzarse sus pequeñas zapatillas y ¡bam!, se cerró la puerta, y ¡clic, clic!, el pestillo bajó, y se marchó.

Yo no me marché. Yo estaba allí. Yo seguía allí.

Capítulo 10

Idealmente, un conductor domina todo lo que le rodea, dice Denny. Idealmente, un conductor controla su coche de manera tan completa que corrige un trompo antes de que ocurra, se anticipa a todas las posibilidades. Pero no vivimos en un mundo ideal. En nuestro mundo, a veces hay sorpresas, errores, accidentes, y el conductor debe reaccionar.

Denny dice que cuando el conductor reacciona es importante que recuerde que su coche sólo es tan bueno como lo sean sus neumáticos. Si las ruedas no tienen tracción, nada de lo demás sirve. Potencia, maniobrabilidad, frenado. Cuando se patina, todo lo que se haga es en vano. Hasta que la vieja y buena fricción reduzca la velocidad, y los neumáticos recuperen la tracción, el conductor queda a merced de la inercia. Y la inercia es una poderosa fuerza de la naturaleza.

Es importante que el conductor entienda este concepto y no se entregue a sus impulsos naturales. Cuando la parte trasera de un coche da un coletazo, el conductor puede ser dominado por el pánico y levantar el pie del acelerador. Si lo hace, el peso del vehículo se recargará sobre las ruedas delanteras, perderá tracción en las traseras y el coche hará un trompo.

Un buen conductor procurará aprovechar el trompo girando las ruedas en el sentido de éste. Así, quizá tenga éxito. Pero hay un instante crítico en que el trompo da por cumplida su misión, que es quitarle velocidad a un coche que va demasiado deprisa. De pronto, las ruedas encuentran a qué aferrarse y el conductor vuelve a tener tracción... desgraciadamente para él, pues sus ruedas delanteras han dado un marcado giro hacia la dirección equivocada. Ello induce un trompo de sentido inverso, pues el automóvil ha quedado totalmente privado de equilibrio. Así, si el conductor se excede al contrarrestar un trompo, produce otro, en sentido inverso, mucho más peligroso que el primero, pues es mucho más veloz.

Pero si el conductor en cuestión tiene suficiente experiencia, en el momento mismo en que sus ruedas pierden agarre quizá resista a su instinto de quitar el pie del acelerador y, en cambio, aumente la presión, aflojando levemente su agarre del volante al mismo tiempo. El aumento de aceleración devuelve las ruedas traseras a su cauce y el coche se equilibra. Aflojar la presión sobre el volante le quita potencia a la inercia lateral. Así, el trompo se neutraliza, pero el conductor deberá lidiar con el problema secundario que genera su corrección: al aumentar el radio de giro, corre el riesgo de despistarse.

¡Ay! ¡Nuestro piloto no obtuvo el resultado que buscaba! Pero sí sigue controlando su coche. Aún puede actuar de forma positiva. Por lo menos le queda historia, y puede buscar un fin de la historia en el que complete la carrera sin incidentes. Y, tal vez, si sabe llevar bien las cosas, gane.

Capítulo 11

Cuando quedé súbita y firmemente encerrado en la casa, no me dejé llevar por el miedo. No reaccioné en exceso ni me quedé paralizado. Evalué la situación rápida y cuidadosamente y entendí estas cosas: Eve estaba enferma, era posible que su mal estuviese afectando a su juicio y era de suponer que no regresaría a por mí. Denny llegaría a casa en tres días, o dos noches.

Soy un perro y sé ayunar. Es parte del legado genético que tanto desprecio. Cuando Dios les dio cerebros grandes a los hombres, les quitó las almohadillas de los pies y los hizo vulnerables a los hongos. Cuando privó a los perros del uso de los pulgares, les dio la capacidad de sobrevivir sin comida durante largos periodos. Aunque un pulgar —¡un pulgar!— me habría sido muy útil al permitirme girar el estúpido picaporte y salir, la segunda mejor herramienta, y la única de la que disponía, era mi capacidad de pasar mucho tiempo sin ingerir alimentos.

Me cuidé de racionar el agua del inodoro durante tres días. Vagué por la casa husmeando la ranura de la puerta de la alacena y fantaseando con un gran cuenco de mis bizcochos, recogiendo algún que otro polvoriento copo de cereal dejado en algún rincón por Zoë. Y oriné y defequé sobre el felpudo de la puerta trasera, cerca de las máquinas del lavadero. No tuve pánico.

Durante la segunda noche, cuando ya llevaba unas cuarenta horas de soledad, creo que comencé a alucinar. Lamiendo las patas de la sillita de Zoë, donde descubrí vestigios de yogur derramado hacía mucho, hice despertar involuntariamente mi estómago, cuyos jugos digestivos cobraron vida con un desagradable rugido. Entonces oí un sonido que procedía del dormitorio de la niña. Cuando fui a investigar, vi algo horrible y aterrador. Uno de sus animales de peluche se estaba moviendo solo.

Era la cebra. La cebra de peluche que le habían enviado sus abuelos paternos, quienes, a juzgar por lo que veíamos en Seattle, bien podrían haber sido también animales de juguete. Nunca me había gustado esa cebra, que me parecía una competidora en lo que se referia a los afectos de Zoë. En realidad, me sorprendí al verla en la casa, pues era uno de los juguetes favoritos de la niña y la llevaba a todas partes e incluso dormía con ella, lo que había marcado unos surcos en la felpa del animal, justo por debajo de la cabeza. Me costó entender que Eve no la hubiese recogido cuando guardó sus cosas. Pero supuse que habría estado tan urgida, o tan dolorida, que pasó por alto la cebra.

La ahora viviente cebra no me dijo nada, pero en cuanto me vio comenzó una espasmódica danza giratoria, que culminó refregando repetidamente su ingle castrada contra el rostro inocente de una muñeca Barbie. Eso me enfureció y le gruñí a la depravada cebra, que no hizo más que sonreír y continuar con sus ataques. Esta vez abusó de una rana de peluche, a la que montó desde atrás, con una pezuña alzada en el aire, como un vaquero domador, cabalgándola a pelo entre gritos de «¡yi-haaa!, ¡yi-haa!».

Me quedé mirando cómo la muy desgraciada abusaba de cada uno de los juguetes de Zoë y los humillaba con gran malevolencia. Finalmente, no pude soportarlo más y me lancé sobre ella, enseñando los dientes, para terminar con el brutal espectáculo de una vez por todas. Pero antes de que pudiese atrapar a la cebra demente entre mis dientes, dejó de bailar y se alzó ante mí sobre sus patas traseras. Luego, con las delanteras, se abrió la costura que tenía en la barriga. ¡Su propia costura! Comenzó a sacarse el relleno. Continuó el proceso, abriendo cada una de sus costuras y deshaciéndose puñado a puñado, hasta que terminó de extraer toda la sangre del demonio, fuera cual fuese, que la había hecho cobrar vida, y quedó convertida en un simple montón de tela y relleno que se movía en el suelo, palpitando como un corazón arrancado de un pecho, cada vez más despacio, hasta que se detuvo por completo.

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