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Cuando el vídeo termina dice:

—Salgamos.

Y pugno por incorporarme. Alza mi culo, me centra el peso sobre las patas traseras y quedo bien. Para demostrárselo, le froto el morro contra el muslo.

—Éste es mi Enzo.

Dejamos nuestro apartamento; la noche es fresca, ventosa y despejada. Sólo recorremos una manzana en el paseo, y enseguida regresamos, porque la cadera me hace mucho daño y Denny se da cuenta. Denny lo sabe todo. Cuando volvemos, me da mis bizcochos de cada noche y me acurruco en mi cama, junto a la suya. Toma el teléfono y marca.

—Mike. —Mike es su amigo de la agencia, donde ambos trabajan detrás del mostrador. Lo que hacen se llama atención al cliente. Mike es un tipo menudo, de amistosas manos sonrosadas, siempre lavadas hasta el punto de quedar sin olor alguno—. Mike, ¿puedes cubrirme el turno mañana? Tengo que llevar a Enzo al veterinario otra vez.

Últimamente vamos mucho al veterinario para buscar distintos medicamentos que se supone que me ayudan a estar más cómodo, aunque lo cierto es que no es así. Y como no es así, y dado todo lo que ocurrió ayer, puse en marcha el plan maestro.

Denny deja de hablar durante un momento y cuando vuelve a hacerlo su voz no parece la suya. Es ronca, como cuando está resfriado o con un ataque de alergia.

—No sé —dice—. No estoy seguro de que vaya a ser un viaje de ida y vuelta. Temo que sea sólo de ida.

Quizá yo no pueda formar palabras, pero sí las entiendo. Y lo que dice me sorprende, por más que yo haya sido quien lo planeó. Durante un momento, quedo sorprendido porque mi plan funciona. Sé que es lo mejor para todos. Es lo mejor que Denny puede hacer. Ha hecho tanto por mí durante toda mi vida. Le debo la decisión que no quiere tomar, es decir, la decisión de liberarlo. De dejarlo ascender. Recorrimos juntos un buen camino, y ahora llega a su fin; ¿qué tiene eso de malo?

Cierro los ojos y escucho vagamente las cosas que hace cada noche antes de irse a dormir. Sonidos de lavado de dientes, de agua del grifo, de gárgaras. Tantas cosas. Las personas y sus rituales. A veces se aferran tanto a las cosas...

Capítulo 2

Me sacó de una camada de cachorros, una móvil masa entremezclada de patas, orejas, rabos, detrás de un cobertizo, en un oloroso campo cerca de un pueblo del este de Washington llamado Spangle. No recuerdo mucho del lugar del que vengo, pero sí recuerdo a mi madre, una pesada labradora con colgantes mamas que oscilaban de un lado a otro mientras mis hermanos y yo la perseguíamos por el patio. Lo cierto es que nuestra madre no parecía sentir mucha simpatía por nosotros, y le daba más o menos igual que nos alimentásemos o pasáramos hambre. Parecía aliviada cada vez que uno de nosotros se marchaba. Sabía que así se libraba de una de las exigentes criaturas que, entre gruñidos, la perseguían para consumirla a fuerza de mamar.

Nunca conocí a mi padre. Los de la granja le dijeron a Denny que era un cruce de pastor con perro de aguas, pero no lo creo. Nunca vi un perro con ese aspecto en la granja, y, aunque la mujer era agradable, el hombre alfa era un desgraciado, un mal tipo que te miraba a los ojos y te mentía, incluso cuando le convenía más decir la verdad. Hizo un pormenorizado discurso sobre la inteligencia relativa de las distintas razas caninas. Creía firmemente que los más inteligentes eran los pastores y los perros de aguas, lo cual los hacía más deseables, y valiosos cuando «se los cruzaba con una labradora para darles temperamento». Puros cuentos. Todo el mundo sabe que los pastores y los perros de aguas no son particularmente inteligentes. No piensan por sí mismos. Responden y reaccionan. Especialmente los pastores de ojos azules de Australia, esos que entusiasman tanto a la gente cuando atrapan lo que les lancen. Sí, son vivos y rápidos, pero no piensan por sí mismos; lo suyo son las costumbres, los comportamientos convencionales.

Estoy seguro de que mi padre fue un terrier. Porque los terrier saben resolver problemas. Hacen lo que les ordenan, pero sólo si ello coincide con lo que querían de antemano. Había un terrier así en la granja. Un airedale. Grande, marrón y negro, rudo. Nadie se metía con él. No estaba con nosotros en el prado cerrado de detrás de la casa. Vivía en el cobertizo que estaba al pie de la colina, donde los hombres iban a arreglar sus tractores. Pero a veces subía a la colina y, cuando lo hacía, todos se apartaban de su camino. En el campo se decía que era pendenciero y que el hombre alfa lo mantenía separado porque era capaz de matar a cualquier perro que husmeara cerca. Le arrancaba la piel del pescuezo a cualquiera por una mirada casual. Y cuando había una perra en celo la montaba a conciencia, sin que le importara quién estuviese mirando ni si a alguien le preocupaba que lo hiciese. A menudo me pregunto si él me habrá engendrado. Mi color es marrón y negro, como el suyo, mi pelo es ligeramente duro, y la gente suele preguntar si tengo sangre de terrier. Me gusta pensar que el valor y la decisión están en mis genes.

Recuerdo que el día en que dejé la granja hacía calor. Todos los días eran calurosos en Spangle, y yo creía que el mundo era un lugar caluroso, porque no conocía el frío. Nuca había visto la lluvia, ni sabía mucho acerca del agua. El agua era eso que había en los baldes de donde bebían los perros mayores, y era eso que el hombre alfa rociaba con una manguera en la cara de los perros que querían pelearse. Pero el día en que llegó Denny era excepcionalmente caluroso. Mis compañeros de camada y yo luchábamos como de costumbre cuando una mano se metió entre nosotros y me agarró de la piel del pescuezo, y de pronto me encontré suspendido en el aire.

—Éste —dijo un hombre.

Fue mi primer atisbo del resto de mi vida. Él era esbelto, con músculos largos y duros. No era robusto, pero sí bien plantado. Tenía unos ojos azules glaciales y penetrantes. Su pelo rizado y corto y la barba recrecida eran oscuros y duros como el pelo de un terrier irlandés.

—El mejor de la camada —comentó la mujer del alfa. Era agradable; me agradaba que nos tuviese en su suave regazo—. El más dulce. El más bonito.

—Pensábamos quedárnoslo —dijo el hombre alfa, que regresaba, con sus grandes botas embarradas, de reparar una cerca junto al arroyo. Siempre decía lo mismo. Vamos, yo apenas tenía doce semanas y ya había oído esa frase montones de veces. La usaba para sacar más dinero.

—¿Está dispuesto a desprenderse de él?

—Si pagas lo que vale. —El hombre alfa hablaba mirando al cielo, de un azul que el sol volvía pálido, con sus ojos entornados—. Si pagas lo que vale.

Capítulo 3

Denny siempre dice:

—Con mucha suavidad. Como si hubiese cáscaras de huevo en los pedales y no quisieras romperlas. Así se conduce bajo la lluvia.

Cuando miramos vídeos juntos, cosa que hacemos desde el mismo día que nos conocimos, me explica esas cosas. ¡A mí!

Equilibrio, anticipación, paciencia. Todo eso es vital. Visión periférica, ver lo que nunca viste. Cinestesia, conducir incluso con los fondillos. Pero lo que siempre me gustó más fue oírle decir que no hay que tener memoria. No recordar ni lo que se hizo un segundo atrás. Ni lo bueno ni lo malo. Porque la memoria es el tiempo que se pliega sobre sí mismo. Recordar es desprenderse del presente. Para tener éxito en las carreras de coches, el conductor no debe recordar jamás.

Por eso los pilotos registran compulsivamente cada uno de sus movimientos, cada carrera, con cámaras de cabina, con vídeos tomados desde el interior del coche. Necesitan almacenar así los datos; un conductor no puede ser testigo de su propia grandeza. Eso dice Denny. Dice que correr es hacer. Es ser parte de un momento y sólo ser testigo de ese momento, y nada más. La reflexión viene después. El gran campeón Julián Sabella Rosa dijo: «Cuando corro, mi cuerpo y mi mente están trabajando juntos con tanta velocidad y tan bien que debo asegurarme de no pensar si no quiero cometer errores».

Capítulo 4

Denny me llevó desde la granja de Spangle a un barrio de Seattle llamado Leschi, donde vivía en un pequeño apartamento alquilado que daba al lago Washington. No me agradó demasiado la vida de apartamento, pues estaba acostumbrado a los grandes espacios abiertos y aún era cachorro. Así y todo, teníamos un balcón que daba al lago, lo que me gustaba, pues heredé la afición al agua de la raza de mi madre.

Crecí deprisa y durante ese primer año entre Denny y yo se estableció un profundo cariño, además de una recíproca sensación de confianza. Por eso quedé muy sorprendido cuando se enamoró de Eve con tanta rapidez.

La trajo a casa, y enseguida noté que ella, como él, tenía un olor dulce. Llenos de bebida fermentada que los hacía actuar de manera extraña, se aferraron como si demasiadas ropas se interpusiesen entre ambos, y tiraron el uno del otro, se apretujaron, mordiendo labios, metiendo dedos, enmarañando cabellos, convertidos en una masa de puros codos, dedos de los pies y saliva. Cayeron sobre la cama y él la montó y ella le dijo:

—¡Este campo está fértil! ¡Cuidado!

Y él respondió:

—¡Siembro en esta pradera de la fertilidad! —Y se puso a labrar el campo hasta que éste cerró sus puños sobre las sábanas, arqueó la espalda y gritó de placer.

Cuando él se levantó y se fue a hacer sus ruidos acuáticos al cuarto de baño, ella me acarició la cabeza, que yo tenía muy cerca del suelo, porque apenas pasaba del año y aún era inmaduro y todos esos gritos me habían intimidado un poco. Dijo:

—No te importa que yo también lo ame, ¿verdad? No me interpondré entre vosotros.

La respeté por tener aquella delicadeza, pero de inmediato supe que sí se interpondría entre nosotros, y me pareció que su negación preventiva era engañosa.

Traté de no mostrar mi desazón, porque me daba cuenta de cuán encaprichado con ella estaba Denny. Pero debo admitir que no me mostré muy alegre por su presencia. Y, por eso, a ella tampoco le agradaba mucho la mía. Ambos éramos satélites que orbitaban en torno al sol que era Denny, y competíamos por la supremacía gravitatoria. Claro que ella tenía la ventaja que le daban su lengua y sus pulgares, y cuando la veía besarlo y acariciarlo, ella a veces me echaba un vistazo y me guiñaba un ojo, como si alardeara: «¡Mira mis pulgares! ¡Mira lo que pueden hacer!».

Capítulo 5

Los monos tienen pulgares.

Son prácticamente la especie más estúpida que hay en el planeta, después del ornitorrinco, que hace su madriguera bajo el agua, aunque respira aire. El ornitorrinco es horriblemente estúpido, pero es sólo un poco más tonto que el mono. Pero los monos tienen pulgares. Esos pulgares que tienen los monos deberían pertenecerles a los perros. «¡Dadme mis pulgares, jodidos monos!». (Me gusta, y mucho, esa observación de Al Pacino en
Scarface
, aunque no tiene punto de comparación con las películas de
El Padrino
, que son excelentes).

Veo demasiada tele. Cuando Denny se marcha por la mañana, la enciende para mí, y se ha transformado en un hábito. Me advirtió que no la viera todo el día, pero lo hago. Por suerte, sabe que me encantan los coches, así que me deja ver mucho el Speed Channel. Las carreras clásicas son las mejores, y me gustan especialmente las de Fórmula 1. También me agradan las de NASCAR, pero aún más las que se corren en circuitos cerrados. Aunque sabe que las carreras son lo que más me gusta, Denny me dijo que es bueno que tenga variedad en mi vida, así que a menudo pone otros canales, que también disfruto mucho.

A veces, cuando me pone el History Channel o el Discovery Channel o PBS, o incluso uno de los canales infantiles —cuando Zoë era pequeña acababa pasándome la mitad del día tratando de quitarme de la cabeza sus estúpidas cancioncillas—, aprendo cosas de otras culturas y otras formas de vida y me pongo a pensar acerca de mi lugar en el mundo y en lo que tiene sentido y lo que no.

Hablan mucho de Darwin; prácticamente todos los canales educativos emiten en algún momento un programa sobre la evolución, por lo general bien pensado e investigado. Así y todo, no entiendo por qué la gente insiste en enfrentar el concepto de evolución con el de creación. ¿Cómo no se dan cuenta de que espiritualidad y ciencia son una misma cosa? Los cuerpos evolucionan, las almas evolucionan, y el universo es un lugar fluido que une ambos fenómenos en un maravilloso paquete que se llama ser humano. ¿Qué tiene de malo esa idea?

Los teóricos de la ciencia no dejan de hablar de que los monos son los parientes evolutivos más cercanos al hombre. Pero eso es especulación. ¿En qué se basan? ¿En que ciertos cráneos antiguos se parecen al del hombre moderno? ¿Y eso qué prueba? ¿Se basan en el hecho de que los primates andan de pie? Ser bípedo no es ni siquiera una ventaja. Mira lo que es el pie humano, lleno de dedos torcidos y depósitos de calcio y pus que sale de uñas encarnadas que ni siquiera son lo suficientemente duras como para escarbar la tierra. Pero, aun así, anhelo que llegue el momento en que mi alma habite uno de esos mal diseñados cuerpos bípedos y pueda tener las preocupaciones de salud propias de los hombres. ¿Y qué tiene de especial que el cuerpo del hombre haya evolucionado a partir del de los monos? No importa que venga de los monos o de los peces. La idea importante es que, cuando el cuerpo se volvió lo suficientemente «humano», la primera alma humana entró en él.

Te presentaré una teoría: el pariente más cercano del hombre no es el chimpancé, como creen los de la televisión, sino, de hecho, el perro.

Ésta es mi lógica:

Argumento número 1: el espolón.

En mi opinión, el así llamado espolón, que se suele amputar de las patas delanteras de los perros a una edad temprana, es, en realidad, prueba de la existencia de un pulgar rudimentario. Es más, creo que los hombres han eliminado sistemáticamente ese pulgar de ciertas razas mediante un proceso conocido como «cría selectiva»
sólo para evitar que los perros evolucionen hasta convertirse en mamíferos con manos prensiles y, por ende,«peligrosos»
.

Además, considero que la continua domesticación (por usar ese tonto eufemismo) a la que el hombre ha sometido al perro está motivada por el miedo. Miedo a que los perros, si se les deja evolucionar por su cuenta, lleguen, de hecho, a desarrollar pulgares y lenguas más pequeñas, lo cual los volvería superiores a los hombres, que debido a su andar bípedo son lentos y torpes. Es por eso por lo que los perros viven bajo la constante supervisión de los hombres, que los matan enseguida cuando los encuentran viviendo por su cuenta.

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