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Como dije, no conozco el origen de la desconfianza de Eve ante la medicina. El motivo de mi recelo, en cambio, es muy claro. Cuando yo era un cachorro de no más de una semana o dos de vida, el hombre alfa de la granja de Spangle me presentó a uno de sus amigos. El amigo me puso sobre su regazo y me acarició, palpando detenidamente mis patas delanteras.

—No será difícil quitarlos —le dijo al hombre alfa.

—Yo lo sujeto —dijo el hombre alfa.

—Necesitará anestesia, Will. Tendrías que haberme llamado la semana pasada.

—No voy a derrochar mi dinero en un perro, doctor —dijo el hombre alfa—. Corta.

Yo no tenía ni idea de qué estaban hablando. El hombre alfa me sujetó firmemente el torso. El otro, el «doctor», me agarró la pata derecha y, con unas brillantes tijeras que relucían al sol, me amputó el espolón de esa extremidad. Mi pulgar derecho. El dolor, un dolor insoportable, inmenso, se propagó por mi cuerpo. Era sangriento, horrible, y gemí. Pugné por librarme con todas mis fuerzas, pero el hombre alfa me tenía agarrado tan estrechamente que apenas me permitía respirar. Entonces, el doctor me tomó la pata izquierda y, sin un instante de vacilación, me cortó el pulgar. Clic. Recuerdo más eso que el dolor. El sonido. Clic. Tan fuerte. Después, sangre por todas partes. El dolor fue tan intenso que me dejó débil y tembloroso. Después, el doctor me aplicó un ungüento en las heridas y me las vendó estrechamente, mientras me susurraba al oído:

—El que no paga por un poco de anestesia local para sus cachorros es un maldito avaro.

¿Veis? Por eso desconfío de ellos. El que corta sin anestesia porque no se la pagan es un maldito avaro.

Al día siguiente del entierro de Eve, Denny me llevó al veterinario, un hombre delgado con olor a heno y profundos bolsillos llenos de golosinas. Me palpó las caderas y traté de contener mis quejidos. Pero no pude evitarlos cuando oprimió ciertos puntos. Hizo su diagnóstico, me recetó un antiinflamatorio y dijo que no podía hacer más, a no ser que, algún día, en el futuro, me sometiera a una cara cirugía para reemplazar mis partes defectuosas.

Denny le dio las gracias. Subimos al coche para regresar a casa.

—Tienes displasia de cadera —me dijo.

De haber tenido dedos, me los hubiese metido en los oídos hasta reventarme los tímpanos. Cualquier cosa para no oírlo.

—Displasia de cadera. —Lo decía meneando la cabeza con aire de incredulidad.

Yo también moví la cabeza. Sabía que el diagnóstico marcaba el comienzo de mi fin. Quizá fuera lento. Sin duda sería gradual. El veterinario se encargaría de marcar los hitos del proceso. Lo visible se vuelve inevitable. El coche va a donde van los ojos. Fuera cual fuese el trauma que hizo que Eve desconfiara de la medicina, yo sólo presencié sus consecuencias: le fue imposible desviar la vista del lugar que otros le indicaron que mirara. Es raro que alguien, ante un veredicto de enfermedad terminal, se niegue a aceptarlo y escoja otro camino. Pensé en Eve, y en la prontitud con que aceptó la muerte desde el momento en que los que la rodeaban lo hicieron. Pensé en mi propio fin. En esa muerte que, dicen casi todos, está llena de sufrimiento y dolor. Y traté de desviar la mirada.

Capítulo 38

Debido a las acusaciones penales contra Denny, los Gemelos obtuvieron una orden de alejamiento temporal. Ello significaba que hasta que la justicia no se pronunciara sobre su reclamación a ese respecto, quizá dentro de muchos meses, Denny no podía ver a Zoë en absoluto. Minutos después del arresto de Denny, Maxwell y Trish iniciaron acciones legales para quitarle el derecho a todo tipo de custodia, pues era evidente que no era un padre adecuado. Se trataba de un pedófilo. Un delincuente sexual.

Bueno. Todos jugamos con las mismas reglas. Pero algunas personas se pasan más tiempo estudiándolas para ponerlas a su servicio.

He visto películas donde aparecen niños secuestrados. Muestran la pena y el terror que abruman a los padres cuando un desconocido se lleva a sus hijos. Ése era el dolor que sentía Denny, y yo, a mi manera, también. Aunque sabíamos dónde estaba Zoë. Y quién se la había llevado. Pero no podíamos hacer nada.

Mark Fein dijo que hablarle a Zoë de la batalla legal sería contraproducente, y sugirió que Denny inventara una historia sobre carreras en Europa para justificar su prolongada ausencia. Mark Fein también negoció un intercambio epistolar. Denny recibiría notas y dibujos de Zoë, y además mi amo podría enviarle cartas, si aceptaba que fuesen censuradas por los abogados de los Gemelos. Te diré que todas las superficies verticales de la casa estaban decoradas con las obras de arte de Zoë. Y que Denny y yo pasamos largas noches pensando las cartas para Zoë, en que le contaba sus hazañas en los circuitos europeos.

Aunque me hubiese gustado mucho ver a Denny actuar, desafiar a los poderes establecidos de una forma atrevida y apasionada, respetaba su capacidad de contención, su autodominio. Denny siempre admiró al legendario piloto Emerson Fittipaldi. «Emmo», como lo llamaban sus colegas, era un campeón de gran estatura y consistencia, conocido por su pragmatismo. Correr riesgos no es una buena idea si una mala maniobra basta para hacer que te estrelles contra un muro, lo que convertiría tu coche en una ardiente escultura metálica, mientras las llamas invisibles del etanol incendiado te desprenden la piel y consumen la carne y los huesos. Emmo no sólo nunca perdía la cabeza, sino que jamás se metía en una situación en la que ello pudiera ocurrirle. Como Emmo, Denny no corría riesgos innecesarios.

Bueno, aunque yo también admiro a Emmo y procuro emularlo, creo que me agradaría más ser un piloto como Ayrton Senna, lleno de emoción y osadía. Me habría gustado cargar nuestras maletas con lo más esencial y echarlas al BMW. Luego, pasaríamos por la escuela a buscar a Zoë y pondríamos rumbo a Canadá. Desde Vancouver, conduciríamos hasta Montreal, donde tienen estupendos circuitos y un gran premio de Fórmula 1 para los veranos. Allí viviríamos en paz por resto de nuestras vidas.

Pero quien decidía no era yo. No estaba al volante. Mi opinión no le interesaba a nadie. Y por eso fue por lo que todos sintieron pánico cuando Zoë les dijo a sus abuelos que quería verme. Es que nadie se había encargado de atribuirme un papel. Como los Gemelos no sabían qué lugar darme en sus complicadas ficciones, telefonearon de inmediato a Mark Fein, quien a su vez llamó a Denny para explicarle la situación.

—Ella se lo cree todo. —Mark no hablaba, gritaba en el teléfono, a pesar de que Denny tenía el auricular apretado contra la oreja—. Así que dime, ¿dónde le diremos que está el jodido perro? Podríamos decirle que te lo habías llevado contigo, pero existen las cuarentenas. ¿Ella sabe algo de eso?

—Dile que por supuesto que puede ver a Enzo —respondió Denny, sereno—. Hay que decirle que Enzo se queda con Mike y Tony mientras yo estoy en Europa; a Zoë le caen bien y lo creerá. Haré que Mike le lleve a Enzo el sábado.

Y así fue. A primera hora de la tarde, Mike me recogió y me llevó en coche a la isla Mercer. Pasé la tarde jugando con Zoë en el gran jardín. Antes de la cena, Mike me vino a buscar y me llevó de regreso a casa de Denny.

—¿Cómo está? —le preguntó Denny a Mike.

—Preciosa. Tiene la sonrisa de su madre.

—¿Se divirtió con Enzo?

—Mucho. Jugaron todo el día.

—¿A «buscar»? —Denny estaba ávido de detalles—. ¿Le tiraba un palo o jugaban a perseguirse? A Eve no le gustaba que lo hicieran.

—No, casi siempre jugaron a «buscar» —dijo el bueno de Mike.

—A mí no me importaba que jugaran a perseguirse, porque conozco a Enzo, pero Eve siempre...

—Fue hermoso —añadió Mike—, varias veces se tumbaban juntos sobre la hierba y se abrazaban. Era muy tierno.

Denny se sonó la nariz, conmovido.

—Gracias, Mike —dijo—. De verdad. Muchas gracias.

—De nada —contestó Mike.

Aprecié los esfuerzos de Mike por tranquilizar a Denny. Pero no le decía la verdad. Quizá no viera lo que yo veía. Tal vez no oía lo que yo oía. La profunda tristeza de Zoë. Su soledad. Cómo me susurraba que ella y yo nos escaparíamos de algún modo a Europa para encontrar a su padre.

Ese verano sin Zoë fue muy doloroso para Denny. No sólo no podía ver a su hija, sino que su trabajo se resentía. No pudo aceptar la oferta de volver a correr con el mismo equipo del año anterior, pues el juicio penal en su contra exigía que permaneciese en el estado de Washington, so pena de que su libertad quedara revocada. Ello tampoco le permitía aceptar ninguno de los lucrativos trabajos de instructor y ofrecimientos comerciales que le surgían. Después de su espectacular actuación en Thunderhill, era muy buscado por la industria publicitaria, y el teléfono sonaba con relativa frecuencia para comunicarle ofertas de ese sector. Se trataba de trabajos que, por lo general, eran en California, a veces en Nevada o Texas, ocasionalmente en Connecticut. Así que estaban prohibidos para él. Estaba prisionero en el estado.

Aun así...

Se nos permite vivir nuestra existencia física para que aprendamos más acerca de nosotros mismos. De modo que entiendo por qué Denny, en un nivel profundo, se permitió caer en la situación en la que se encontraba. No diré que la creó. Sí que la permitió. Porque necesitaba probarse. Quería saber cuánto tiempo podía mantener el pie sobre el acelerador sin levantarlo. Había escogido su vida y, por lo tanto, también aquella batalla.

A medida que el verano avanzaba, mis visitas a Zoë se hicieron más frecuentes. Y me di cuenta de que yo también participaba de aquel sistema de vida. Era parte integral de la situación. Cuando, al fin de esas tardes de julio, Mike me llevaba de regreso a casa de Denny, después de que aquél contara los sucesos del día antes de regresar a su propio mundo, Denny se quedaba sentado junto a mí en el porche trasero y me interrogaba.

—¿Jugasteis a «tirar y buscar»? ¿A disputaros el palo? ¿A perseguiros? —No se cansaba de preguntar. Y seguía—: ¿Os abrazasteis? ¿Cómo está? ¿Come fruta? ¿Le dan los alimentos apropiados?

Yo lo intentaba. Con todas mis fuerzas, intentaba formar palabras para responderle, pero en vano. Trataba de hacerle llegar mis pensamientos por vía telepática. Procuraba transmitirle las imágenes que tenía en la mente. Ladeaba la cabeza. Asentía. Alzaba las patas.

Hasta que, al fin, me sonreía y se levantaba.

—Gracias, Enzo —decía—. No estás demasiado cansado, ¿no?

Yo me incorporaba y meneaba el rabo. Nunca estoy demasiado cansado.

—Vamos, pues.

Tomaba la pelota de tenis y me llevaba al parque para perros y jugábamos a tirar y buscar hasta que la luz disminuía y los mosquitos salían de sus escondrijos, sedientos.

Capítulo 39

Una vez, ese verano, Denny consiguió un trabajo de instructor en Spokane, y Mike, nuestro supuesto intermediario intercontinental, les preguntó a los Gemelos si me podían alojar durante el fin de semana. Aceptaron, pues se habían acostumbrado a mi presencia en su casa, donde yo siempre me comportaba con la mayor dignidad. No ensuciaba sus caras alfombras, nunca pedía comida, jamás babeaba cuando dormía.

Hubiese preferido ir a la academia de pilotaje con Denny, pero entendí que contaba con que yo protegiese a Zoë. También, con que yo fuese una suerte de representante suyo. Por más que no pudiera relatarle los detalles de mis visitas, creo que el solo hecho de que las hiciera lo tranquilizaba.

Un viernes por la tarde, Mike me entregó al ansioso abrazo de Zoë. Enseguida me hizo entrar en su dormitorio, donde jugamos a disfrazarnos. Decir que me sacrifiqué por el equipo sería quedarme corto, dadas las increíbles prendas que me vi obligado a usar. Pero quien dice eso es mi ego. Lo cierto es que aceptaba mi papel de bufón en la corte de Zoë y desempeñaba esa función de buena gana.

Esa noche, Maxwell me sacó a pasear antes de lo acostumbrado, instándome a que «hiciera mis cosas». Cuando volví a entrar, me llevaron al dormitorio de Zoë, donde ya habían instalado mi cama. Al parecer, había pedido que durmiese con ella, no ante la puerta trasera ni, tiemblo al pensarlo, en el garaje. Me acurruqué y no tardé en dormitar.

Desperté al cabo de un rato. La luz estaba baja. Zoë seguía despierta y en movimiento. Rodeaba mi cama con montones de sus animales de peluche.

—Te acompañarán —me susurró.

Parecían ser cientos. De todas las formas y tamaños. Me rodeaban ositos y jirafas, tiburones y perros, gatos, aves y serpientes. Ella seguía trabajando y yo mirando hasta que quedé convertido en un minúsculo atolón del océano Pacífico. Los animales eran mi arrecife de coral. Me pareció divertido y conmovedor que Zoë quisiera compartir así sus animales conmigo. Me volví a dormir, sintiéndome protegido y a salvo.

Cuando desperté, más tarde por la noche, vi que el muro de animales que me rodeaba había alcanzado una considerable altura. Aun así, pude cambiar de postura para ponerme más cómodo. Pero al hacerlo, una visión aterradora me sacudió. Uno de los animales, el de más arriba, me clavaba los ojos. Era la cebra.

La cebra sustituta. La que Zoë escogió para reemplazar al demonio que, tanto tiempo atrás, se destripó a sí mismo en mi presencia. La horrible cebra del pasado.

El demonio había regresado. Y aunque la habitación estaba a oscuras, sé que vi un brillo en sus ojos.

Como imaginarán, esa noche dormí poco. Lo último que quería era despertar entre una carnicería de animales de peluche, sólo porque el demonio había vuelto. Me obligué a permanecer en vela, pero no podía evitar amodorrarme. Cada vez que abría los ojos me encontraba con la mirada de la cebra. Como una gárgola encaramada en lo alto de esa catedral de animales de peluche, me observaba. Los otros animales no tenían vida. Eran juguetes. La única consciente era la cebra.

Estuve adormilado todo el día, pero hice cuanto pude por actuar normalmente, y procuré recuperar el sueño perdido con breves siestas. Sin duda, a cualquiera que me hubiese mirado le habría parecido contento. Pero lo cierto es que aguardaba la llegada de la noche con ansiedad. Temía que la cebra volviera a atormentarme con su mirada burlona.

Por la tarde, cuando, según su costumbre, los Gemelos sorbían su alcohol en el jardín y Zoë veía la tele, dormité al sol. Los oí.

—Sé que es lo mejor —dijo Trish—. Pero aun así él me da pena.

—Es lo mejor —replicó Maxwell.

—Lo sé. Pero...

—Se propasó con una adolescente —dijo Maxwell en tono severo—. ¿Qué clase de padre se aprovecha de una chica inocente?

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