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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (31 page)

La «República de los Julios» (denominada así porque muchos de sus ministros se llamaban Julio; el más conocido fue Jules Ferry) pasó por muchas crisis, pero su gobierno fue grande. La crisis más famosa y la más grave fue el caso Dreyfus.

Pero antes de esta crisis, los ciudadanos habían tenido tentaciones bonapartistas, encarnadas en un apuesto general, el general Boulanger (ministro de Guerra en 1884). Boulanger había ganado las elecciones de enero de 1889, pero no se atrevió a tomar el Elíseo, sintió miedo, huyó a Bélgica y allí se suicidó en 1891.

El caso Dreyfus fue mucho más serio. Al capitán Dreyfus, miembro de una familia judía de Alsacia, se le acusó, basándose en un simple parecido caligráfico, de haber entregado importantes secretos al agregado militar alemán. El capitán trabajaba en el servicio de información del Estado Mayor. Un consejo de guerra lo detuvo y juzgó con demasiada rapidez. La sentencia le condenó al penal de Guayana (octubre-diciembre de 1894).

El caso estalló en 1896, cuando se empezó a sospechar que el culpable no era Dreyfus, sino otro oficial llamado Esterhazy. El Estado Mayor se negó a revisar el juicio y absolvió a Esterhazy, entonces, los intelectuales franceses se movilizaron para liberar a Dreyfus. En 1898, Émile Zola escribió en el diario
L’Aurore
su famoso editorial:
J 'accuse.
El juicio se revisó en 1899 y el general alsaciano recuperó, en 1906, todos sus derechos.

Dreyfus fue víctima de una violenta ofensiva antisemita generalizada en Europa. En Rusia se vivía la época de los «progromos». Fue a consecuencia del caso Dreyfus cuando Theodor Herlz llegó a la conclusión de que era necesario crear en Palestina un refugio para los israelitas. Sin embargo, había «dreyfusianos», partidarios de la revisión del juicio, tanto de derechas (el padre de De Gaulle, Lyautey), como de izquierdas (Péguy, Zola).

Todos los que en la actualidad utilizan el «caso» como ejemplo de una caza de brujas (y de antisemitismo) contra Francia olvidan que los intelectuales franceses, la audiencia, el ejército y la opinión pública hicieron justicia a Dreyfus. ¿En qué otro país, en aquella época, se habría declarado equivocada la razón de Estado?

A pesar de las crisis, los aciertos de la «República de los Julios» fueron muchos. El primero de ellos se debe a Jules Ferry, quien en 1881 convocó a las urnas para votar una ley sobre la educación pública obligatoria hasta los catorce años. Aquélla fue la primera en el mundo. Los policías iban a buscar a los recalcitrantes. Se obligó a todos los municipios a construir una escuela (en la que los chicos y las chicas estudiaban separados; entonces no existía la escuela mixta). Al mismo tiempo, en todas las provincias, el Estado abría escuelas de magisterio para formar a los maestros. Estos maestros, a los que Pégui llama los «húsares negros de la República» enseñaban a los niños a leer y escribir, cálculo y ciencias naturales, pero también civismo y amor a la patria. En la calle de Ulm, en París, se creó la escuela de magisterio superior para formar a los maestros de los maestros. Francia se convirtió en un pueblo completamente alfabetizado. Los periódicos entonces tenían unas tiradas de uno o dos millones de ejemplares (contra los doscientos o trescientos mil de hoy en día).

La Tercera República convirtió
La Marsellesa
en el himno nacional, y el 14 de julio en la fiesta nacional. El Estado adoptó el rostro de «Marianne» como símbolo.

En 1901 se votó una ley fundamental (aún en vigor) que reconocía la total libertad de asociación para los ciudadanos. Basta con tener un presidente, un secretario y un tesorero, además de entregar los estatutos y el objetivo de la asociación en la Jefatura de Policía. Por eso existen en Francia miles de asociaciones.

El país tenía en la Asamblea sus cimientos políticos: dos derechas (una liberal y otra bonapartista) y dos izquierdas (una liberal y otra totalitaria).

La República también supo facilitar la promoción social y reclutar a un nuevo personal dirigente: el maestro de los pueblos detectaba a los buenos alumnos y los enviaba internos a la capital de la provincia; si respondía a las expectativas, viajaba a París para ingresar en las Escuelas Superiores.

Sin embargo, como contaba con el apoyo de las clases medias de la ciudad y del campo, la República no fue tan clarividente en materia social.

Había autorizado los sindicatos en 1884, pero subestimó las condiciones miserables en que se encontraban los obreros. La industrialización era violenta. La represión de la Comuna había dejado malos recuerdos a los obreros; recíprocamente, los republicanos temían a los agitadores. También la Segunda Internacional, nacida en 1889, fue mucho más reivindicativa que la primera, y la agitación obrera continua. En 1895 se fundó la CGT [Confederación General de Trabajadores], (el partido laborista inglés, en 1901), poco antes que la SFIO, la Sección Francesa de la Internacional Obrera, de Jean Jaurès (1905).

El marxismo se convirtió en un modo intelectual apremiante y fueron muchas las huelgas. Paradójicamente, el papa León XIII, en su encíclica
Rerum nova
rum,
se mostraba más abierto a la cuestión social que los republicanos. León XIII, sin embargo, recomendó a los católicos apoyar el régimen y olvidar sus ilusiones monárquicas: fue la consigna de la «adhesión».

A pesar de esto, el conflicto entre la Iglesia y la República dominó una época en la que clericales y anticlericales se enfrentaban con facilidad.

En 1905 se votó la famosa ley de «Separación entre Iglesia y Estado». Desde Enrique IV, la ciudadanía en Francia no se sentía vinculada a la religión, pero el concordato napoleónico (acto legítimo pero de circunstancia) seguía garantizando a la Iglesia católica un estatuto particular (el Estado pagaba a los sacerdotes). La separación puso fin a aquella situación. Al final, ganó la Iglesia.

En Francia están autorizados tanto los creyentes como los ateos, lo que se llama «laicidad». Esto no significa que el Estado no mantenga ninguna relación con los cultos, el ministro de Interior está obligado a debatir con las distintas religiones las cuestiones prácticas que plantea su libre ejercicio.

Sin embargo, aquella reforma fue impuesta de una manera demasiado violenta. Las congregaciones religiosas fueron proscritas y se censó el inventario de la Iglesia; los edificios religiosos construidos antes de 1905 pasaban a ser propiedad del Estado. Pero los moderados de la República y de la Iglesia consiguieron evitar los enfrentamientos frontales. Se abandonaron los inventarios.

La laicidad francesa, una idea original, está aislada en una Europa en la que la reina de Inglaterra es el Jefe de la Iglesia anglicana, los alemanes pagan impuestos «religiosos», igual que los italianos, españoles y polacos. De hecho, en muchos Estados no existe la religión oficial. Éste es el caso de Estados Unidos. Pero sólo Francia (junto con México) es perfectamente neutra y no confiere ninguna marca de reconocimiento a una religión particular. Y, sobre todo, pocos estados protegen a los agnósticos.

La
Belle Époque
fue también la de la segunda Revolución industrial. La primera, que dominó Inglaterra, había sido la del carbón, el ferrocarril y el acero. La segunda fue la de la electricidad, que entonces se aprendió a transportar. La electricidad no era tanto una energía como un modo cómodo de transportar la energía, pues siempre es necesario que la producción se corresponda, en el mismo instante, con la demanda. También fue la de la generalización del uso del petróleo, mucho más fácil de manipular que el carbón. A partir del petróleo, en 1883 se inventará el motor de explosión.

El motor de explosión dio origen al automóvil y a la aviación. Los cálculos técnicos estaban hechos desde hacía mucho tiempo, pero a Leonardo da Vinci le faltaba un motor lo suficientemente potente y ligero como para mover sus máquinas.

Estados Unidos y Francia fueron los países pioneros de la segunda Revolución industrial. En 1903, los hermanos Wright consiguieron que un primer avión (así lo llamó el francés Clement Ader) volara en América, pero Francia fue la patria de la aviación: en 1909, Blériot sobrevoló el canal de la Mancha y, en 1913, Roland Garros cruzó el Mediterráneo.

El automóvil se extendió por todas partes. El americano Edison creó el micrófono y el fonógrafo. La fotografía la habían inventado Niepce y Daguerre; los hermanos Lumière proyectaron su primera película
(L'Arroseur arrosé
[14]
) en
1895.

En 1898, Pierre y Marie Curie descubrieron la radioactividad y, a partir de 1905, Einstein formuló su teoría de la «relatividad universal» (en Alemania y en Suiza). Freud, en Viena, inauguró las primeras terapias de psicoanálisis a partir de 1895. La telegrafía sin hilo la puso a punto Édouard Branly. Empezaba la era de la radio.

Para conmemorar con dignidad el centenario de la Revolución, en 1889, la República organizó en París una exposición universal. Pensando en aquella exposición, el ingeniero Eiffel construyó una torre (en principio provisional) en el Campo de Marte. En el parque de las Tullerías se invitó a un banquete a todos los alcaldes de Francia.

Por otra parte, en aquella época se cruzaban fácilmente las fronteras sin pasaporte
(La vuelta al mundo en
ochenta días,
de Julio Verne). Aquel final del siglo XIX fue infinitamente más «globalizado» que la actualidad. Había mucho menos papel mojado, mucho más comercio internacional y movimientos migratorios.

Francia, superada en hegemonía por Gran Bretaña y amenazada por Alemania, brilló con luz propia.

En los bares del barrio de Montparnasse, en París, se reunían los mejores pintores: Corot, Manet, Monet, Picasso, Degas, Seurat, Toulouse-Lautrec, Van Gogh, Cézanne, los impresionistas, los cubistas, los fauvistas... Una explosión de arte plástico sólo comparable con el del Renacimiento italiano.

En literatura ya hemos visto a Zola y a Péguy en relación con el caso Dreyfus; además surgían genios como Proust
(En busca del tiempo perdido
empezó a aparecer en 1913), Gide (quien publicó
Los alimentos terrestres
en 1897) y los grandes poetas —Rimbaud, Verlaine y Wilhlem Apollinaris de Kostrowitzky (quien adoptó el pseudónimo de Guillaume Apollinaire)—, que ilustraban las letras francesas a la sombra de los grandes hermanos mayores del Segundo Imperio: Baudelaire y Flaubert, quienes habían desaparecido recientemente.

En los funerales de Victor Hugo —que había vuelto del exilio con la República—, celebrados en el Panteón en 1885, se alcanzó la cumbre de la liturgia republicana. (La historia de esta ceremonia la escuchó muy a menudo uno de los autores de este libro de boca de su abuelo, Théodule-Ladislas-Albert Barreau, quien asistió a ella a la edad de veinte años.)

Ésta es la razón por la que aquella época, a pesar de la miseria obrera, está legítimamente calificada como
Belle
[bella], puesto que se creía en el progreso: «La humanidad se levanta, todavía vacilante pero, con la frente bañada por la oscuridad, camina hacia la aurora». La felicidad procede de la esperanza, mucho más que del dinero. Nuestra época es infinitamente más rica en el aspecto material, pero los jóvenes, mucho más mimados, tienen menos esperanza.

Por otra parte, éste fue un período de paz. La guerra de 1870 había sido corta y la de Secesión lejana. En cuanto a las expediciones coloniales, que exaltaban a Psichari, y sus sombras (represiones, masacres), se ignoraban. Una vez más, se consideraba superada la posibilidad de la guerra. En 1911, Norman Angell, ensayista inglés, se permitía escribir: «La guerra entre Gran Bretaña y Alemania es imposible, porque si se produjera se arruinarían las Bolsas de Londres y de Berlín...». Sin embargo, las amenazas pesaban sobre el siglo.

El gran Imperio austríaco caía en la ruina. En 1867, Francisco José se veía obligado a conceder una amplia autonomía a Hungría. Desde entonces se habló de «Austria-Hungría». Pero checos y croatas se agitaban. A pesar de todo, los Habsburgo ocuparon en 1878 Bosnia, arrancada al Imperio otomano y que contaba con un número importante de población serbia (que soñaba con anexionarse a la Serbia independiente). La anexión se produjo en 1908. Las reivindicaciones de los eslavos del sur fueron incrementando su violencia, adquiriendo un carácter terrorista.

Las islas británicas, por su parte, se veían desgarradas por el patriotismo irlandés. En Irlanda, el Sinn Fein («nosotros solos») de Arthur Griffith reclamaba el
Home
Rule,
que Westminster rechazó en 1886 y 1892, a pesar del primer ministro Gladstone. Este bloqueo desembocó en un levantamiento sangriento contra los ingleses en la Semana Santa de 1916 (en plena guerra).

Pero más tarde, las amenazas procedieron de la expansión alemana.

Unificada e industrializada, Alemania, con sesenta y siete millones de habitantes, se había convertido en la primera potencia económica de Europa. Buscaba su lugar bajo el sol. En 1890, el káiser se deshizo de Bismarck. Éste se retiró a Pomerania, criticando con amargura al emperador, y murió en 1898.

Guillermo II, nieto de Guillermo I (reinaba desde 1888), no valía lo mismo que su abuelo. A pesar de su formidable industria, Alemania sólo se había quedado con las migajas del festín colonial. Alsacia-Lorena le había alineado con los franceses; entonces, Guillermo entró en conflicto con el zar, su aliado tradicional. Como contrapartida, Alemania ejercía una especie de protectorado sobre Austria-Hungría y Turquía; pero se trataba de imperios inestables.

Su ejército, el más poderoso del mundo, era tan fuerte que Guillermo II, muy poco inteligente, se creyó invencible. Con el fin de deshacerse para siempre de Francia, el Estado Mayor alemán había ideado un plan, el plan Schlieffen, que consistía en sorprender al ejército francés por la espalda violando la neutralidad de Bélgica.

Imparable estratégicamente, aquel plan —que recuperó Moltke, sucesor de Schlieffen, en 1906— era políticamente absurdo por lo evidente que resultaba que Gran Bretaña, que había creado Bélgica para salvaguardar Amberes, nunca aceptaría la ocupación de ese país por parte de un ejército continental. De hecho, ésta había sido la razón principal de su encarnizada oposición a Napoleón. Y Alemania, a pesar de sus recientes construcciones navales, no tenía medios para enfrentarse en altamar a la flota inglesa. Además, Guillermo II, a quien Moltke mantenía aislado, estaba convencido de que el Reich aplastaría a Francia en pocas semanas, igual que en 1870.

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