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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (32 page)

Pero Francia había cambiado desde el Segundo Imperio. Ahora estaba dotada de un ejército de reclutamiento que compensaba con la duración del servicio militar (tres años) la inferioridad de su población (treinta y nueve millones). Como consecuencia de su malthusianismo demográfico, Francia, el país más poblado de Europa en 1815, se había convertido en la potencia con menor población, superada por Alemania, Rusia e Inglaterra. Pero la Francia de los maestros patriotas esperaba, con la «revancha», recuperar Alsacia-Lorena.

La rápida victoria de griegos, serbios y búlgaros frente a los turcos en 1913 reafirmó a Guillermo II y a Moltke en su idea de «guerra iluminada». El tratado de Londres, de ese mismo año, expulsó a los otomanos de Europa, excepto de Constantinopla. Aquello no convenía a los alemanes, aliados del Imperio turco: Alemania alentó a los búlgaros, descontentos con el tratado, a volverse contra sus aliados. Los otomanos vencieron a Bulgaria, esa guerra les permitió recuperar Andrinópolis y a los alemanes implantarse aún más en el Imperio turco.

El 28 de junio de 1914, un joven nacionalista serbio-bosnio asesinó al archiduque de Austria y a su esposa en Sarajevo, Bosnia. El Gobierno serbio probablemente no tenía ninguna relación con el atentado, pero Austria-Hungría aprovechó la ocasión para acabar con el eslavismo que comprometía la solidez del Imperio.

El 23 de julio, el Gobierno de Viena remitió un ultimátum al de Belgrado, que incluía una cláusula inaceptable (la participación de Austria en la investigación llevada a cabo en Serbia). Con la excusa de esa negativa, Austria declaró la guerra a Serbia el 28 de julio.

Este conflicto habría podido quedar como un conflicto local de los Balcanes si no hubiera sido por la inconsciencia de Guillermo II y de su Estado Mayor, que estaban convencidos de que debían aprovechar las circunstancias para eliminar a Francia. Creían que, como en 1870, Francia quedaría aislada.

Pero ya hemos visto que, desde Napoleón III, Francia había cambiado de enemigo hereditario. Preocupados por la expansión germánica, Inglaterra y Francia se habían acercado a través de la Cordial Entente, firmada en 1904. Además, el Imperio del zar, protector natural de la ortodoxia, no podía desentenderse de la suerte de Serbia.

El 29 de julio, Rusia se movilizó y el 1 de agosto arrastró con ella la movilización muy organizada del poderoso y moderno ejército alemán. Como medida de precaución, Francia también se movilizó. El 3 de agosto, París recibió la declaración de guerra de Alemania. Puesto que Berlín ya había violado la neutralidad de Bélgica —con la aplicación del plan Schlieffen—, Gran Bretaña reaccionó declarando, para sorpresa de Guillermo II, la guerra a Alemania...

La Primera Guerra Mundial había empezado, desencadenada por la irresponsabilidad y la presunción de Moltke y de Guillermo II.

Este será el fin del siglo XIX. Una espantosa aventura en la que se vieron ensombrecer las esperanzas pacifistas. El asesinato del socialista Jean Jaurès el 31 de julio, la víspera del conflicto, no impidió que, a pesar de las ilusiones de la Internacional, los obreros franceses aceptaran con entusiasmo la movilización. Los obreros alemanes hicieron otro tanto. Nosotros, que conocemos las dimensiones de la masacre, no podemos juzgar como absurda aquella actitud. Pero ¿tenía elección la República?

Un segundo fracaso de Francia en cincuenta años habría borrado del mapamundi al país. Si un hombre de Estado tan hábil como Bismark se había dejado llevar exigiendo la anexión de Alsacia-Lorena, se pueden imaginar las exigencias que habrían tenido los enanos políticos que fueron Guillermo II y Moltke.

Capítulo
26
La Gran Guerra

E
STA GUERRA
fue esencialmente europea: en un bando Francia e Inglaterra, unidas en 1915 por Italia; en el otro, Alemania y sus vasallos austríacos, turcos y búlgaros, cuya unión se había formado tras la sangrienta destrucción de Serbia. Una diagonal del mar Báltico al golfo Pérsico. Así la establecieron los «imperios centrales», implicando a Oriente Próximo y separando a los occidentales por el noroeste y el sureste de sus aliados rusos.

La guerra no tuvo repercusiones en otras partes, salvo en las colonias alemanas (rápidamente ocupadas por los occidentales, a excepción del este africano, en donde el general alemán Von Lettow peleó hasta después del armisticio) y debido a la participación tardía de Estados Unidos.

Así pues, nosotros preferimos llamarla la Gran Guerra, en lugar de la Primera Guerra Mundial; porque, en efecto, muchos países —Japón, América latina— sólo fueron virtuales beligerantes. También es errónea la expresión, de moda en la actualidad, «guerra civil europea». Una guerra civil, la forma más terrible de guerra, enfrenta a personas de la misma comunidad; separa a los hijos de los padres y a los hermanos entre ellos. El odio es personal.

Los europeos de 1914 en ningún caso pertenecen a una única comunidad, sino a naciones con lenguas, costumbres e ideas distintas. El odio era colectivo. Los soldados no odiaban en absoluto a un enemigo en particular y, en general, se admitieron las «leyes de la guerra» (respecto a heridos, prisioneros, la Cruz Roja, etcétera).

Sin embargo, la guerra de 1914 fue «Grande» —digamos mejor «terrible»— por su grado de violencia. Fue la clase de conflicto que ya anunció la guerra de Secesión, nunca antes visto en Europa: la guerra de masas, a escala industrial. En todos los países se estableció el reclutamiento, incluso en Inglaterra. La artillería pesada, las armas químicas, las ametralladoras, provocaron hecatombes. La caballería, sustituida por las armas de tiro rápido, desapareció para siempre.

Desde las Púnicas hasta las de Napoleón (a pesar de las armas de fuego), todas las guerras habían sido siempre iguales. No había frente. Los soldados caminaban mucho, pero se enfrentaban en pocas ocasiones. Las batallas, muy cruentas (decenas de miles de muertos), duraban desde que salía el sol hasta el ocaso (Waterloo), excepcionalmente dos o tres días. Se libraban a caballo o a pie, envueltas en la exaltación de las banderas o estandartes, de los toques de corneta y de los tambores. El general en jefe podía abarcar con la mirada su desarrollo. Nada tenían que ver con los terroríficos combates de la Gran Guerra, librada durante meses, bajo los obuses de un enemigo invisible, entre el barro y el horror.

Nadie ha descrito el ambiente de 1914 como Maurice Genevoix en sus diarios. En agosto de 1914, Genevoix tenía veintidós años. Acababa de aprobar la oposición de profesor de lengua y literatura. Alumno de la
École Normal Superieure
[15]
de
la calle de Ulm, se disponía a ir de vacaciones cuando fue movilizado como oficial (igual que todos los alumnos de la
Normal,
había hecho el servicio militar y, como la mayoría de ellos, había pasado por la escuela de oficiales de la reserva). De pronto se vio convertido en subteniente a la cabeza de una sección de ciudadanos (obreros, campesinos) movilizados igual que él. El mando de la sección vecina estaba en manos de un oficial en activo de su misma edad, alumno de la Escuela Militar de Saint-Cyr, que se llamaba Porchon.

Porchon marcha a mi lado. Yo le pregunto:

—¿Lo estás oyendo?

—¿El qué?

—El tiroteo.

—No.

Cómo es posible que no oiga... esa especie de chisporroteo... Es la encarnizada batalla a la que nos dirigimos y que jadea allá, al otro lado de la cresta que vamos a atravesar. Poco a poco, mis hombres se ponen nerviosos. Dicen: «Ahora somos nosotros los que vamos allí. ¡Maldición!....

Aquí mismo, en el sendero por el que caminamos, han aparecido dos hombres... Veo sus rostros ensangrentados sin ninguna venda que los esconda y que van a mostrar a los míos. El primero nos grita: «A cubierto, vienen hombres detrás de nosotros». No tiene nariz. En su lugar, un agujero que sangra y sangra. Junto a él, el otro tiene la mitad inferior de la cara colgando, sólo es un trozo de carne roja, blanda...

¡A cubierto, a cubierto!» Lívido, titubeante, éste se agarra con las manos los intestinos, que se escapan de su reventado vientre... El que corría se detiene, se arrodilla de espaldas al enemigo, frente a nosotros, con el pantalón completamente abierto, sin apresurarse, retira de sus testículos, con sus dedos pegajosos, la bala que le ha acertado y la guarda en la cartera.

Estos hombres que vienen con sus heridas, con su sangre, con su aspecto extenuado, es como si dijeran a mis hombres: «Mirad, esto es la batalla, mirad lo que ha hecho con nosotros..., y hay centenares más de los nuestros cuyos cadáveres, todavía calientes, yacen en el bosque, por todas partes. Si vais los veréis. Pero si vais, las balas os matarán como a ellos u os herirán como a nosotros. No vayáis.

—Porchon, mírales —digo muy bajo. Y muy bajo también él me responde:

—Malo; vamos a tener problemas dentro de poco. —Es que al darse la vuelta ha visto todos los rostros ansiosos, los ojos febriles...

Sin embargo, nuestros soldados marchan detrás de nosotros. Cada paso que dan les acerca a ese rincón de la tierra en donde hoy se muere. Van a entrar allí dentro, sobrecogidos por el terror..., pero harán los gestos de la batalla.

Los ojos apuntarán, el dedo se apoyará en el gatillo del fusil, tanto tiempo como sea necesario, a pesar de las obstinadas balas que silban..., a pesar del horroroso ruido que hacen cuando aciertan y se adentran... Se dirán: «Quizá el siguiente sea yo». Y tendrán miedo en todo su cuerpo. Tendrán miedo, es seguro, es fatal, pero teniendo miedo seguirán vivos.

Al aplicar el plan Schlieffen, el poderoso ejército alemán cruzó Bélgica y, como tenía previsto, atacó a los franceses por la espalda y por sorpresa. Hay que entender que en aquella época todavía se creía en el valor de los tratados.

El general en jefe francés, Joffre, no era un genio. (No hubo grandes estrategas en la guerra de 1914-1918, excepto, quizá, Gallieni, Foch y Ludendorff.) Pero grueso y plácido, no perdió la sangre fría y ordenó la retirada general. Entre el 4 de agosto y el 6 de septiembre, durante cuatro semanas, la infantería francesa dio marcha atrás, agotada, perseguida por unos alemanes exaltados debido a su triunfo.

Los jefes alemanes creyeron que se repetían los acontecimientos de 1870. Cometieron el error de subestimar a su adversario y pasaron sin precaución al este de París, adentrándose hacia el sur. Entonces, el ejército alemán presentaba su flanco a la trinchera parisiense, al mando del general Gallieni. Este sugirió a Joffre un contraataque al flanco. Joffre lo ordenó el 6 de septiembre.

Los soldados franceses pasaron a la ofensiva entre el 6 y el 9 de septiembre (el joven Genevoix se refiere a esta batalla en el texto citado más arriba). Los alemanes retrocedieron. Uno de sus jefes, el general von Kluck, sancionado, declaró ante la comisión de investigación prusiana: «¿Qué tienen que reprocharme? Todos somos responsables de la derrota. Porque, después de una infernal retirada, padeciendo horribles sufrimientos, sólo hay en el mundo un soldado capaz de levantarse o de atacar..., y ese soldado es el soldado francés, ¡esto nunca nos lo enseñaron en las academias de la guerra!».

Sin embargo, los alemanes no abandonaron Francia, donde permanecieron durante cuatro años. Fue la horrible «guerra de las trincheras».

De febrero a diciembre de 1916, el general alemán Falkenhayn y el káiser confiaron en aniquilar al ejército francés en Verdún, aplastándolo bajo el tiro concentrado de miles de cañones de calibre grueso. Los soldados resistieron.

Lo describe Jean-Jacques Becker en el prólogo del libro de Genevoix:

Aquellos estudiantes que se preparaban para marchar de vacaciones..., aquellos campesinos arrancados a los trabajos del campo, los obreros, los millones de simples personas con destinos tan diferentes tenían un punto en común. Un amor común a su patria, la convicción de que nada era más importante que salvaguardar su nación, aunque, por supuesto, esto no es algo que dijeran normalmente.

Esta mentalidad nos es tan ajena que, para bien o para mal, nos cuesta mucho entender los resortes de la Gran Guerra.

La guerra también se desarrollaba fuera de Francia (aunque Francia fue el epicentro).

En Rusia, prusianos y zaristas no cesaban de avanzar y de retroceder.

Los austríacos aplastaron a los italianos en Caporeto (salvados por la rápida ayuda francesa).

Los ingleses, que habían enviado a un millón de hombres al Soma, condujeron a sus aliados (franceses y australianos) hasta Gallipoli. Se trataba de agarrar al Imperio turco por el cuello. El general Mustafá Kemal los empujó hacia el mar. No obstante, los occidentales mantuvieron un pie en los Balcanes, en Salónica (Tesalónica).

Tras haber liberado el canal de Suez, a Gran Bretaña se le ocurrió la idea de incitar a los árabes a que se rebelaran contra los turcos. El coronel Lawrence (Lawrence de Arabia) se ilustró en esta acción, en la que se inspiró para escribir su obra maestra de la literatura universal:
Los siete
pilares de la sabiduría.
Pero, al mismo tiempo que prometían la independencia a los árabes (de Siria, Jordania e Irak), los ingleses, con una urgente necesidad de los banqueros que abrazaban las ideas del movimiento sionista, prometían crear en Palestina el «hogar nacional judío» que Herzl había soñado. Dos compromisos contradictorios.

Durante ese tiempo, el Gobierno otomano desplazaba en masa a los armenios, sospechosos de ser amigos de los rusos. Decenas de miles de ellos murieron de agotamiento por las carreteras de Anatolia. Un cruel genocidio que la actual Turquía sigue negándose a reconocer.

En 1917 se produjo un bajón de moral en todos los beligerantes.

La Rusia zarista no sobrevivió a aquello. De hecho, los rusos, cuya independencia no se veía realmente amenazada, no entendían por qué luchaban. En febrero de 1917, el zar Nicolás II abdicó y fue encarcelado. El Gobierno de Kerenski, preso de la agitación obrera (los alemanes habían permitido a Lenin, exiliado en Suiza, atravesar en tren su Imperio para ir a sembrar la subversión en Rusia), firmó la paz en Brest-Litovsk.

Aquélla era una formidable victoria para Alemania. Así pudo ocupar los campos de trigo de Ucrania. Y, sobre todo, sólo tenía que batirse en un frente.

Pero, por suerte para los aliados, los jefes alemanes dieron entonces muestras de su presunción. Para hacer pasar hambre a Inglaterra, no dudaron en hundir con sus submarinos (un arma nueva y técnica en la que eran superiores) a los barcos de Estados Unidos que abastecían a Gran Bretaña. El 4 de abril de 1917, el presidente Wilson declaró la guerra a Alemania.

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