Tragedia en tres actos (23 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Tiene usted una imaginación extraordinaria, monsieur Poirot. En todo lo que ha dicho, no hay una sola palabra de verdad. ¿Cómo se las ha arreglado para componer esa sarta de mentiras? No lo sé. Pero siga, me interesa. ¿Qué motivo tendría yo para asesinar a un hombre al que conocía desde la infancia?

Poirot, el pequeño burgués, miró al aristócrata. Habló despacio, pero con firmeza.

—Sir Charles, los belgas tenemos un proverbio que dice:
«Cherchez la femme»
. Ahí fue donde encontré yo el motivo. Le había visto a usted con la señorita Lytton Gore. Era evidente que usted la amaba con esa terrible y absorbente pasión que a los hombres maduros suelen inspirarles las jovencitas.

»Usted la amaba y ella, como observé, sentía por usted la misma admiración que por un héroe. No tenía más que hablar y hubiera caído en sus brazos. Sin embargo, usted no habló. ¿Por qué?

»Le dijo a su amigo, Satterthwaite, que era usted muy torpe y que no se daba cuenta del amor que por usted sentía su amada. De ese modo, quería usted hacerle creer que suponía a la señorita Lytton Gore enamorada de Manders. Pero yo sé, sir Charles, que un hombre de mundo como usted, con su larga experiencia galante, no puede equivocarse con las mujeres. Sabía pues perfectamente lo que sentía la señorita Lytton Gore. Entonces, ¿por qué no se casaba con ella, si estaba usted deseando hacerlo?

»Indudablemente, debía haber algún obstáculo. ¿Qué obstáculo era ese? No podía ser otro que el de estar ya casado. Sin embargo, todos le creían soltero. El matrimonio, por lo tanto, debió celebrarse cuando usted era muy joven, antes de llegar a ser un actor famoso.

»¿Qué le pasó a su mujer? Si vivía aún, ¿cómo no se sabía nada de ella? Si se trataba de una separación, había un remedio, el divorcio. En el caso de que fuera católica, o bien de las que desaprueban el divorcio, se la conocería a pesar de vivir separada de usted desde hacía tiempo.

»Pero hay dos tragedias para las cuales la ley no concede ninguna solución. La mujer con quien usted se casó podría estar cumpliendo una sentencia en alguna cárcel, o bien estar en un manicomio. En ninguno de esos dos casos obtendría usted el divorcio.

»Si eso había ocurrido en su juventud, nadie estaría enterado de ello y, por lo tanto, podría casarse con la señorita Lytton Gore sin confesarle la verdad. Bien, ahora supongamos que lo sabía una persona, un amigo que le conocía de toda la vida: sir Bartholomew. Strange era un médico honrado. Sin duda sentía por usted una gran piedad y quizá hubiera visto con buenos ojos que tuviera una amante, pero no habría consentido su bigamia ni que engañara a una inocente. Para llegar a casarse con la señorita Lytton Gore, sir Bartholomew debía ser eliminado.

Sir Charles se echó a reír.

—¿Y el pobre Babbington? ¿Es que también él estaba enterado?

—Eso fue lo que creí al principio. Pero enseguida vi que no había ninguna prueba que confirmase mi suposición. Además, me encontraba de nuevo con el obstáculo que mencioné antes: aun siendo usted quien echó la nicotina en el cóctel, no le habría sido posible en modo alguno hacérselo tomar en aquellos momentos a una persona determinada.

»Este era mi rompecabezas cuando, de pronto, una palabra que pronunció la señorita Lytton Gore me dio la solución.

»El veneno no estaba destinado precisamente al señor Babbington, sino a cualquiera de los invitados con tres excepciones: la señorita Lytton Gore, a la que ya se cuidó usted de entregar una copa inofensiva, usted y Strange, quien, como usted sabía, no probaba los cócteles.

Satterthwaite, horrorizado, lanzó un grito.

—¡Eso es una barbaridad! ¿Qué es lo que pretendía? ¡No tiene sentido!

Poirot se volvió hacia él. En su voz había un tono de triunfo.

—¡Ya lo creo que lo tiene! ¡Y muy curioso! Es la primera vez en mi vida que me encuentro ante un motivo semejante para un crimen. El asesinato de Babbington no era más que un ensayo general.

—¿Qué?

—Sí, sir Charles era un actor y seguía sus inclinaciones teatrales. Ensayó su crimen antes de cometerlo. Ninguna sospecha recaería sobre él. La muerte de ninguno de los que estaban allí le beneficiaría. Además, como ya hemos comprobado, no se podría probar que hubiera envenenado a una persona determinada. El ensayo, amigos míos, salió muy bien. Babbington muere y nadie sospecha nada. Tiene que ser sir Charles quien induce a los demás a sospechar y siente una gran alegría al ver que no le queremos tomar en serio. La sustitución de la copa se llevó también a cabo sin el menor tropiezo. Podía estar seguro de que, cuando llegase la hora de actuar de verdad, todo saldría a la perfección.

»Como ya saben ustedes, los hechos tomaron un rumbo distinto. En la segunda fiesta se hallaba presente un médico, quien inmediatamente sospechó que se trataba de un envenenamiento. Fue entonces cuando sir Charles trató por todos los medios de dar importancia a la muerte de Babbington. Era preciso que se considerara la muerte de sir Bartholomew como una consecuencia del primer asesinato. Toda la atención debía ser dirigida hacia el motivo de la muerte de Babbington y no hacia alguno para cometer el asesinato del doctor Strange.

»Pero hay una cosa en la que sir Charles no se fijó. La eficiencia de la señorita Milray. Ella sabía que su jefe tenía la afición de hacer experimentos químicos en la torre del jardín. La secretaria había pagado una factura de una solución de nicotina para rociar los rosales y advirtió que una parte del líquido había desaparecido sin saber cómo. Cuando leyó que el señor Babbington había muerto envenenado con nicotina, llegó enseguida a la conclusión de que sir Charles había extraído el alcaloide puro de la disolución para los rosales.

»La señorita Milray no sabía qué hacer, había conocido al clérigo Babbington siendo una chiquilla y, por otra parte, estaba enamorada profunda e intensamente, como solo puede estarlo una mujer fea, de su jefe.

»Al fin, se decidió a destruir los aparatos de sir Charles. Éste estaba tan seguro de su éxito que nunca lo creyó necesario. La señorita Milray se marchó a Cornualles y yo la seguí.

Sir Charles se echó a reír otra vez. Parecía más que nunca un gran señor a quien un ratoncito se hubiera atrevido a molestarle.

—¿Son unos viejos cacharros de química todas las pruebas que usted posee? —preguntó desdeñoso.

—No. Aquí está su pasaporte indicando las fechas en que usted volvió y salió de Inglaterra. Y luego está la prueba de que en el manicomio de Harverton County hay una mujer llamada Mary Mugg, esposa de Charles Mugg.

Durante todo el relato, Egg había permanecido inmóvil y silenciosa como una estatua. Por fin se movió. Un ligero grito, casi un ahogado quejido, salió de sus labios.

Sir Charles se volvió hacia ella en un gesto teatral.

—Egg, tú no creerás ni una palabra de esa absurda historia, ¿verdad?

Y se echó a reír.

Egg avanzó despacio, como hipnotizada. Fijó una interrogadora y angustiosa mirada en los ojos de su amado. De pronto, antes de llegar a él, vaciló, cerró los ojos, pareció buscar algo donde apoyarse y, al fin, lanzando un grito, cayó de rodillas ante Poirot.

—Pero... ¿es verdad? ¿Es verdad eso?

El detective puso sus manos en los hombros de la joven y dijo cariñosamente:

—¡Es verdad, mademoiselle!

El silencio solo era quebrado por los sollozos de la muchacha. En unos momentos, sir Charles envejeció varios años.

—¡Maldito sea! —gritó.

En toda su carrera teatral jamás había salido de sus labios una maldición tan espontánea. Luego, abandonó la habitación.

Satterthwaite se levantó de la silla, pero Poirot movió la cabeza.

—¡Va a escapar! —gritó Satterthwaite.

—No, solo quiere efectuar un mutis definitivo. Uno lento, ante los ojos del mundo, o el rápido de los escenarios.

Se abrió poco a poco la puerta y alguien entró en la habitación. Era Manders. Su habitual expresión de hastío había desaparecido. Estaba muy pálido y demacrado.

Poirot se inclinó sobre la joven.

—Vamos, mademoiselle —dijo con suavidad—, aquí tiene a un amigo que la llevará a su casa.

Egg se levantó. Miró hacia Oliver, pero tardó unos segundos en verlo. Al fin, se acercó a él vacilante.

—¡Oliver, llévame a casa, llévame con mamá! Anda, vamos.

El joven le rodeó el talle cariñosamente con el brazo y la condujo hasta la puerta.

—Sí, Egg, vamos con tu madre.

Las piernas de la muchacha le temblaban tanto que casi no podía caminar. Entre Oliver y Satterthwaite la sostenían. Al llegar junto a la puerta, hizo un esfuerzo y se desprendió de ellos.

—Ya estoy bien —anunció.

A un gesto de Poirot, Oliver volvió a entrar en la habitación.

—¡Sea bueno con ella! —le dijo el detective.

—Lo seré. Ella es lo que más quiero en el mundo. Mi amor por Egg me ha convertido en un ser amargado y cínico. Pero ahora seré otro. Estoy dispuesto a esperar y quizá algún día no muy lejano...

—Lo creo. Estoy seguro de que ya empezaba a quererlo cuando llegó el artista y la deslumbró. La admiración por un héroe es un peligro para las jóvenes. Algún día, Egg se enamorará de un amigo y entonces edificará su felicidad sobre una roca.

Miró sonriente al joven, mientras este salía de la habitación.

Inmediatamente después, entró Satterthwaite. Parecía satisfecho.

—Poirot, ¡es usted un hombre realmente maravilloso!

—No es nada más que una tragedia en tres actos y ahora acaba de caer el telón.

—Perdone, pero... —empezó Satterthwaite, pero Poirot le interrumpió.

—¿Quiere usted que le aclare algo?

—Sí. Quisiera saber una cosa.

—Diga.

—¿Por qué unas veces habla correctamente el inglés y otras no?

Poirot se echó a reír.

—Se lo voy a explicar. Es verdad que soy capaz de hablar el inglés correctamente. Pero, amigo mío, hablar mal el idioma de ustedes es muy útil en mi profesión. La gente le desprecia a uno diciendo: «Extranjero, ni siquiera sabe hablar inglés». Yo no pretendo que mi presencia intimide a nadie. Al contrario, me gusta parecer ridículo ante todos. Además, procuro hacerme el fanfarrón para que el compatriota de ustedes piense: Un sujeto tan jactancioso no puede valer gran cosa. Este es el punto de vista inglés, pero está equivocado. Inspirando confianza a los culpables, ellos mismos se descubren. Además, hablar así se ha convertido para mí en una costumbre.

—Es usted más astuto que una serpiente. —opinó Satterthwaite. Calló durante unos instantes, como reflexionando sobre el caso, y añadió—: Creo que mi papel en este asunto no ha sido muy brillante.

—Al contrario. Usted fue quien se dio cuenta de ese importante detalle de las palabras que sir Bartholomew le dijo al mayordomo; usted descubrió el poder de observación de la señorita Wills. En realidad, habría llegado a resolver usted solo el misterio, a no ser porque su espíritu tiende a lo dramático.

Satterthwaite quedó encantado ante aquella insinuación.

De pronto, le asaltó una idea.

—¡Dios mío! —gritó—. ¡Ahora que lo pienso! ¡El cóctel envenenado por ese canalla podría habérselo bebido cualquiera! ¡Incluso yo mismo!

—Hay algo más terrible que usted no ha tenido en cuenta —dijo Poirot.

—¿El qué?

—Que podría habérmelo tomado yo —contestó el detective.

Notas

[1]
Muchacha de la corte del rey Arturo que se enamoró de Lanzarote. Tennyson utilizó este tema para uno de los poemas de su libro
Idilios del Rey
. (N. del T.)

[2]
Célebre poema de Tennyson. (N. del T.)

[3]
Egg
significa «huevo» (N. del T.)

[4]
En inglés,
mugg
significa «tontorrón». (N. del T.)

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