»Sir Charles y la camarera eran los encargados de los cócteles. ¿Estaba alguno de ellos en la abadía de Melfort? No. ¿Quién tuvo más oportunidades de echar el veneno en el oporto de sir Bartholomew? Ellis, el mayordomo fugitivo, y su ayudante, la camarera. Pero no debía descartarse la posibilidad de que uno de los invitados lo hubiese hecho. Era arriesgado, pero no imposible, que uno de los huéspedes entrara en el comedor y echase la nicotina en el oporto.
»Cuando volví a Crow's Nest, ustedes habían hecho una lista de los que coincidieron en las dos fiestas. Les diré ahora que los cuatro nombres que encabezaban la lista, el capitán Dacres y su mujer, la señorita Sutcliffe y la señorita Wills, los descarté enseguida.
»Era imposible que ninguna de esas cuatro personas supiera de antemano que iba a encontrar en la cena a Babbington. El empleo de la nicotina como veneno indica una preparación cuidadosa. Había otros tres nombres en la lista: lady Mary Lytton Gore, su hija y Oliver Manders. Aunque no probables, esos tres eran posibles. Vivían en la localidad, podían tener motivos para matar al clérigo y aprovechar la noche de la fiesta para llevar a cabo su plan.
»Por otra parte, no encontré ninguna evidencia de que alguno de ellos hubiera realizado tal cosa.
»Creo que Satterthwaite razonó poco más o menos como yo y fijó sus sospechas en Manders. Realmente, Manders era el más sospechoso de todos. Aquella noche en Crow's Nest parecía preso de una gran excitación. Además, hacía poco tiempo que había tenido una disputa con Babbington. Coincidían también las extrañas circunstancias de su llegada a la abadía de Melfort y su fantástica historia sobre una carta de Strange, más la declaración de la señorita Wills de que tenía un recorte de periódico que hablaba de la nicotina como veneno.
»Manders era, sin duda, la persona que debía ocupar el primer lugar en la lista de los siete sospechosos.
»Pero de pronto tuve una sensación muy curiosa: era lógico y evidente que la persona que cometió los crímenes tenía que ser una persona que hubiera estado presente en las dos ocasiones. En otras palabras: una de las siete personas de la lista. Sin embargo, yo tenía la sensación de que aquello ya había sido previsto y preparado por el asesino. Cualquier persona sensata tenía que pensar así. Comprendí que estaba contemplando no la realidad, sino una especie de escenificación hábilmente dispuesta. Tratándose de un criminal inteligente, había comprendido que todo aquel que apareciese en la lista sería sospechoso y, por lo tanto, evitaría figurar en ella.
»Más claro: el asesino de Babbington y de sir Bartholomew estaba presente en las dos ocasiones, pero de un modo poco evidente.
«¿Quiénes habían estado en la primera fiesta y no en la segunda? Cartwright, Satterthwaite, la señorita Milray y la señora Babbington.
«¿Podría alguna de esas cuatro personas encontrarse en la abadía de Melfort desempeñando otro papel que el que le correspondía, o sea el de invitado? Sir Charles y Satterthwaite estaban en el sur de Francia. La señorita Milray, en Londres, la señora Babbington en Loomouth. Por lo tanto, lo más lógico era que las sospechas recayeran sobre la señorita Milray y la viuda Babbington. Pero ¿podía presentarse la señorita Milray en la abadía de Melfort sin que la reconociese alguno de los invitados? Es una de esas mujeres que no se olvidan con facilidad. Por eso llegué a la conclusión de que no se encontraba en la abadía. El caso de la señora Babbington era exactamente el mismo.
»¿Podría suponerse que Satterthwaite o sir Charles hubieran estado en Melfort sin ser reconocidos? Satterthwaite tal vez, porque ninguno de ellos le conocía íntimamente. En cuanto a sir Charles, nos hallamos ante un caso muy distinto. Todos los invitados le conocían desde hacía años y era, por lo tanto, imposible que pasara inadvertido. Pero era un actor acostumbrado a interpretar toda clase de papeles. Ahora bien, ¿qué papel hubiera desempeñado allí?
»Fue entonces cuando pensé en Ellis, el mayordomo.
»Un personaje muy misterioso el tal Ellis. Un hombre que aparece de no se sabe dónde quince días antes del crimen y después se esfuma sin que se consiga hallar el menor rastro de él. ¿Cómo logra Ellis desaparecer de tal manera? Sencillamente, porque Ellis no existe. Ellis no es real, es una ficción, el resultado de una hábil caracterización.
»¿Era eso posible? Los criados de Melfort conocían a Cartwright y sir Bartholomew era amigo suyo de toda la vida. Sin embargo, los criados no suponían ningún peligro en el caso de que llegaran a reconocerlo: diciendo que se trataba de una broma, estaba solucionado. Pero pasados quince días sin ser reconocido y sin despertar ninguna sospecha, podía obrar con entera seguridad. A propósito de esto, recordé lo que dijeron los criados sobre el mayordomo. Era "casi un caballero", había servido "en casas muy buenas", debido a lo cual estaba enterado de muchos e interesantes escándalos sociales. Todo ello no daba ninguna pista. Sin embargo, Alice, la camarera, hizo una declaración muy significativa. Dijo: "Hacía las cosas de manera muy distinta a los mayordomos que he conocido". Cuando me repitieron estas palabras, comprendí que mis sospechas se confirmaban por completo.
»Ahora bien, el caso de sir Bartholomew era distinto por completo. No es lógico creer que sir Charles llegara a engañarlo. Por lo tanto, el doctor Strange estaba enterado de quién era su mayordomo. Tenemos varias pruebas de esto. Una de ellas la notó enseguida Satterthwaite. Se trataba de la broma que el médico le gastó al mayordomo, cosa insólita en él, diciéndole: "Eres un mayordomo de primera, Ellis". Solo se comprende que sir Bartholomew hablara así a un criado en el caso de que ese criado fuese sir Charles y el otro estuviera en el secreto.
»Sin duda la personificación de Ellis se trataba de una broma convenida entre ambos, acaso fuese una apuesta y, al final de la cena, descubrirían a los invitados la verdadera personalidad del mayordomo que les había estado sirviendo. Así se explica el buen humor de sir Bartholomew y su anuncio de una sorpresa. Fíjense que, en el caso de que cualquiera de los invitados hubiese reconocido al mayordomo, sir Charles hubiera estado aún a tiempo de retirarse y entonces nada hubiera ocurrido. Todo se reduciría a una broma entre los dos amigos. Pero nadie reconoció al mayordomo con sus patillas, sus ojos oscurecidos por la belladona y la marca en la muñeca. Una idea sutil esa de la marca de nacimiento, pero que falló debido a lo poco que la gente se fija en esas cosas. Dicha mancha estaba destinada a completar la personalidad de Ellis y, durante todos aquellos días, ¡nadie se fijó en ella! La única que la notó fue la señorita Wills, que más que una mujer es un lince.
»¿Qué ocurrió después? Sir Bartholomew murió. Esta vez, la muerte no se consideró natural e intervino la policía. Interrogaron a Ellis y a todos los demás que estaban en la casa. Aquella misma noche, Ellis salía por el pasadizo secreto y, dos días más tarde, se paseaba por los jardines de Montecarlo dispuesto a asombrarse con la noticia de la muerte de su amigo.
»Esto era teoría, nada más. Yo no tenía ninguna prueba, si bien todo lo ocurrido confirmaba mis sospechas. Mi castillo de naipes estaba perfecta y sólidamente construido. Lo de las cartas de chantaje que se descubrieron en la habitación del mayordomo no indicaba nada, puesto que fue el mismo sir Charles quien las descubrió.
»Tenemos luego lo de la supuesta carta de Strange a Manders, diciéndole que hiciese ver que le había ocurrido un accidente. ¿Había algo más sencillo para sir Charles que escribirla en nombre de su amigo? Si Manders no hubiese destruido la carta, sir Charles, en su papel de mayordomo, lo habría hecho al cepillar el traje del joven. Precisamente aprovechó aquel servicio para meter en la cartera de Oliver el recorte de periódico.
»Y ahora, vayamos a la tercera víctima, la señora de Rushbridger. ¿Cuándo oímos hablar de esa señora por primera vez? Pocos momentos antes de aquellas palabras de sir Bartholomew a Ellis diciéndole que era un perfecto mayordomo. Por lo tanto, era preciso a toda costa alejar la atención de todos respecto al proceder de sir Bartholomew, que implicaba cierta familiaridad con un criado. Después, sir Charles, en sus funciones detectivescas, preguntó enseguida cuál era el recado que Ellis le dio al médico. Inmediatamente, sir Charles procura atraer sobre aquella mujer desconocida toda la atención, apartándola del mayordomo. Por eso fue al sanatorio a interrogar a la directora. Utiliza a la señora de Rushbridger como una pista falsa.
»Pasemos a examinar el papel desempeñado por la señorita Wills en este drama. Esta señorita tiene una personalidad muy curiosa. Es uno de esos seres que pasan inadvertidos en todas partes. No es guapa, ni ingeniosa, ni simpática. Se venga del mundo con su pluma. Tiene el arte de saber reproducir en el papel los caracteres. No sé si hubo algo en el mayordomo que llamó la atención de la señorita Wills, pero estoy seguro de que ella fue la única persona en la mesa que se fijó en él. A la mañana siguiente, su insaciable curiosidad le hizo husmear por todos los rincones de la casa. Entró en la habitación de los Dacres e invadió los dominios de la servidumbre, sin duda por intuición.
»Era la única que inquietaba un poco a sir Charles. Por eso quiso ser él quien la interrogara. Al final de la entrevista, estaba ya tranquilo y muy satisfecho de que ella hubiese advertido la marca en la muñeca del mayordomo cuando, de pronto, ocurrió la catástrofe. No creo que hasta aquel momento la señorita Wills asociase a Ellis, el mayordomo, con Cartwright. Sin duda notó que Ellis se parecía a alguien, pero sin poder concretar quién. Como ya he dicho, era muy observadora y, cuando el mayordomo le presentó las fuentes con la comida, ella se fijó, no en su rostro, sino en las manos que sostenían la fuente.
»No se le ocurrió entonces que Ellis fuera sir Charles, pero mientras él estaba hablando, se dio cuenta de repente de que sir Charles era Ellis. Por eso le pidió que le ofreciera la bandeja. No para descubrir si la marca estaba en la muñeca izquierda, sino para estudiar sus manos. ¡Y las manos de sir Charles sostenían la bandeja de la misma forma que Ellis!
»Así fue cómo descubrió la verdad, pero se trata de una mujer muy particular y guardó para sí su descubrimiento. Tal vez no estuviera segura de que sir Charles había asesinado a su amigo. Se había disfrazado de mayordomo, es verdad, pero eso no quería decir que hubiera de ser por fuerza un asesino. Muchos inocentes guardan silencio a veces porque hablar les colocaría en una situación desagradable y difícil, hasta llegarles a producir serios perjuicios.
»Como ya he dicho, la señorita Wills se guardó para ella su descubrimiento. Pero sir Charles estaba muy inquieto. No le había gustado nada aquella expresión de malicia satisfecha que advirtió en el rostro de la escritora al salir de la habitación. Ella sabía algo. ¿Qué era? ¿Le afectaba? No podía estar seguro. Desde luego, comprendió que era algo relacionado con Ellis. Primero, Satterthwaite. Después, la señorita Wills. Era preciso apartar la atención de aquel punto y enfocarlo hacia otra parte. Y pensó un audaz y sencillo plan con el cual pensaba desconcertar a todos.
»El día de mi fiesta, sir Charles debió de levantarse temprano para ir a Yorkshire. Allí, vestido con harapos, entregó el telegrama a un muchacho para que lo enviara. Después, volvió a la ciudad a tiempo de desempeñar el papel que yo le había señalado en mi drama. Pero aún hizo otra cosa: envió una caja de bombones a una mujer a quien nunca había visto y de la cual no sabía nada.
»Ya saben ustedes lo que ocurrió aquella tarde. Por la inquietud de sir Charles, yo estaba casi seguro de que la señorita Wills tenía algunas sospechas. Cuando sir Charles interpretó "su escena de la muerte", yo estuve observando el rostro de la señorita Wills y vi su expresión de asombro. Entonces comprendí que la señorita Wills sospechaba que sir Charles era el asesino y, al ver que a su vez caía envenenado como los demás, creyó que sus deducciones habían sido equivocadas.
»Pero si la señorita Wills sospechaba de sir Charles, la señorita Wills estaba en peligro. Quien ha matado ya dos veces no vacilaría en matar de nuevo. Entonces yo hice una advertencia. Luego, aquella misma noche, hablé por teléfono con la señorita Wills y, por consejo mío, a la mañana siguiente se fue de su casa sin decir adonde iba. Desde entonces ha vivido en un hotel. Que yo tenía razón al temer por su vida lo prueba el hecho de que sir Charles fuera a Tooting la tarde siguiente a su regreso de Gilling. Pero llegó tarde: el pájaro había volado.
»Entretanto, desde su punto de vista, el plan había salido bien. La señora de Rushbridger, que según el telegrama tenía algo importante que contarnos, murió asesinada antes de que pudiera hablar. ¡Qué dramático! ¡Qué novelesco! De nuevo entraba en el juego la tramoya teatral con todos sus efectivos.
»Pero yo, Hércules Poirot, no me llevé ninguna desilusión. Satterthwaite dijo que habían asesinado a la mujer para que no hablara. Yo asentí. Él siguió diciendo que la habían matado antes de que pudiera decirnos lo que sabía. Y ya entonces le contesté: "O lo que no sabía". Estoy seguro de que esto le extrañó. En aquel momento, debía haber descubierto la verdad. La señora de Rushbridger fue asesinada porque no podía decirnos nada. Porque no tenía nada que ver con el crimen. Para serle de alguna utilidad a sir Charles tenía que morir. Por eso la señora de Rushbridger, una inocente extranjera, fue asesinada.
»Sin embargo, con ese aparente triunfo, sir Charles cometió un error propio de un niño. El telegrama fue enviado a mi nombre, al hotel Ritz, siendo así que la señora de Rushbridger no sabía una palabra de que yo intervenía en el asunto. En aquel pueblo nadie lo sabía. ¡Fue un error increíble!
»
Eh bien
, ya conocía la identidad del asesino, pero me faltaba conocer el motivo del primer crimen.
»Reflexioné y, de nuevo, más claro que nunca, comprendí que la muerte de sir Bartholomew era el crimen que interesaba verdaderamente al asesino. ¿Qué razón podía tener Cartwright para asesinar a su amigo? ¿Qué motivo tendría para ello? Después de meditar mucho, lo encontré.
Se oyó un profundo suspiro. Cartwright se levantó y se acercó a la chimenea. Allí, con los brazos en jarras, miró altivo a Poirot. Su actitud, Satterthwaite así lo hubiera dicho, era la de aquella escena en que lord Eaglemount mira con desprecio al canallesco procurador que ha conseguido formular contra él una acusación de fraude. Irradiaba dignidad y desprecio.