—La noticia me ha trastornado —explicó la señorita Milray—. Lo conocía de toda la vida.
—¿Al señor Babbington?
—Sí. Mi madre vive en Gilling, donde él fue párroco durante muchos años. Por eso me ha impresionado tanto.
—Claro, es natural.
—No sé, no sé qué hacer —murmuró la señorita Milray.
Enrojeció un poco ante la mirada de asombro de Egg.
—Me gustaría escribirle a la señora Babbington. Ahora no me parece... Bueno, no me parece muy... En fin. No sé qué será mejor.
Aquella explicación no fue muy satisfactoria para Egg.
—¿Veamos, es usted un amigo, o un poli curioso? Necesito saberlo.
Los ojos de la señorita Sutcliffe brillaron burlones mientras hablaba. Estaba sentada con las piernas cruzadas y el señor Satterthwaite admiraba la perfección de los pies muy bien calzados y los tobillos delicados. La señorita Sutcliffe era una mujer encantadora que nunca se tomaba nada en serio.
—¿Es esa una duda justa? —replicó Satterthwaite.
—¡Claro que sí! ¿Ha venido usted a ver una cara bonita, como dicen los franceses tan encantadoramente, o para sonsacarme lo que sepa de esos crímenes?
—¿Puede dudar de que la primera alternativa sea la acertada? —preguntó Satterthwaite, inclinándose galante.
—Puedo y debo —contestó la actriz con energía—. Usted es una de esas personas que parecen pacíficas, pero, en realidad, les gusta la sangre.
—¡No, no!
—¡Sí, sí! Lo único que no tengo claro es si es un insulto o una cortesía ser considerada una posible asesina. Creo que es más bien un cumplido.
Inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió con aquella sonrisa hechicera que nunca fallaba.
Satterthwaite se dijo: ¡Qué criatura más adorable!
—Admito, mi querida señora, que la muerte de sir Bartholomew Strange me ha interesado mucho. Como sin duda debe recordar usted, hace un tiempo me vi involucrado en otro caso muy semejante.
Se detuvo, quizá con la esperanza de que ella estuviese al corriente de sus actividades, pero la actriz solo preguntó:
—Dígame una cosa. ¿Hay algo de verdad en lo que dijo aquella chica?
—¿Qué chica y qué dijo?
—La joven Lytton Gore. Esa que está tan chiflada por Charles. (Vaya sinvergüenza ese Charles, seguro que lo consigue.) Según ella, aquel simpático viejecito de Cornualles también fue asesinado.
—¿Usted qué cree?
—Bien, sucedió exactamente del mismo modo. Parece una muchacha muy inteligente. Ahora, dígame: ¿va en serio Charles con ella?
—Estoy seguro de que su punto de vista en este asunto tendrá mucho más valor que el mío.
—Es usted la discreción personificada —exclamó la señorita Sutcliffe—. Yo, en cambio, soy muy indiscreta —Le echó una mirada de reojo—. Conozco muy bien a Charles. Es decir, conozco a los hombres. Charles presenta todos los síntomas de estar sentando la cabeza. Se le ve muy virtuoso. Parece dispuesto a formar una familia en un tiempo récord. ¡Qué aburridos se vuelven los hombres cuando deciden ser formales! Pierden todo su atractivo.
—Muchas veces me he preguntado por qué no se habrá casado sir Charles.
—Nunca ha demostrado el menor deseo de casarse. No es un hombre adecuado para el matrimonio. Pero, en cambio, es encantador —suspiró. Un leve temblor agitó sus párpados mientras miraba al señor Satterthwaite—. Hubo un tiempo en que él y yo... ¿Para qué negar lo que todo el mundo sabe? Aquello, mientras duró, fue muy hermoso. A pesar de todo, somos muy buenos amigos. Supongo que es por eso por lo que la muchacha me mira tan fríamente. Sospecha que todavía siento cierta
tendresse
por Charles. ¿La siento? Quizá sí. Pero, de todos modos, todavía no he escrito mis memorias narrando todas mis intimidades, como han hecho muchas de mis amigas. Si lo hiciera, a la muchacha no le gustaría. Se asustaría. Las jóvenes modernas se asustan con facilidad. En cambio, su madre no se asustaría. No se puede asustar a una mujer de la época victoriana. Dicen muy poco, pero siempre piensan lo peor.
—Creo que tiene usted razón al sospechar que Egg desconfía de usted.
La señorita Sutcliffe frunció el entrecejo.
—No estoy muy segura de no sentir celos por ella. Las mujeres somos como las gatas: siempre con las uñas dispuestas. Miau, miau —Se echó a reír—. ¿Por qué no viene Charles y me explica todo este asunto? Sería demasiado bonito. ¡A lo mejor ese hombre me cree culpable! ¿Me cree usted culpable, señor Satterthwaite?
Se levantó y, extendiendo una mano, recitó:
—«Todos los perfumes de Arabia no purificarían estas manos...». —Se interrumpió—. No, no soy lady Macbeth, lo mío es la comedia.
—No hay ningún motivo para creerla a usted culpable.
—Es verdad. Bartholomew me caía bien. Éramos amigos. No tenía ninguna razón para desear su muerte. Precisamente porque éramos amigos, me gustaría tomar parte activa en la persecución del asesino. Dígame si puedo ayudarles en algo.
—Supongo que no habrá usted oído o visto nada que resulte de utilidad.
—No, nada que no haya contado ya a la policía. Los invitados acabábamos de llegar. El asesinato ocurrió la primera noche.
—¿Y el mayordomo?
—Apenas me fijé en él.
—¿Observó algún comportamiento peculiar por parte de los huéspedes?
—No. Claro que aquel joven... ¿cómo se llama... ? Ah, sí, Manders, apareció de improviso.
—¿Sir Bartholomew dio la sensación de estar sorprendido?
—Sí, creo que sí. Antes de sentarnos a cenar, me dijo que el tipo había inventado un nuevo método de meterse en casa ajena. «En lugar de forzar la puerta, lo que ha hecho ha sido forzar mis vallas.»
—Sir Bartholomew estaba entonces de muy buen humor, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué hay de ese pasadizo secreto que usted mencionó a la policía?
—Creo que se accedía por la biblioteca. Bartholomew prometió enseñármelo, pero claro, el pobre murió.
—¿Cómo fue que se lo mencionó?
—Estábamos hablando de una reciente adquisición suya, un antiguo secreter de nogal. Le pregunté si había algún cajón secreto. Es una pasión para mí. Él me contestó: «No, que yo sepa no tiene ningún cajón secreto, pero en la casa sí hay un pasadizo secreto».
—¿No nombró a una paciente suya, una tal señora de Rushbridger?
—No.
—¿Conoce un pueblo llamado Gilling, en Kent?
—¿Gilling? No, no lo conozco. ¿Por qué?
—Por si conocía de antes al señor Babbington.
—¿Quién es el señor Babbington?
—El anciano que murió, o fue asesinado, en Crow's Nest.
—¡Ah, el párroco! Ya no me acordaba de su nombre. No, hasta aquella noche nunca lo había visto. ¿Quién le dijo que le conocía?
—Alguien que está bien enterado —respondió Satterthwaite con audacia.
La señorita Sutcliffe parecía divertida.
—¡Pobre hombre! ¿Creen acaso que tenía algún lío con él? Los arcedianos son a veces unos picarones, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no lo han de ser también los párrocos? Pero yo debo dejar completamente limpio el recuerdo de ese pobre viejo asegurando que jamás lo había visto antes.
Satterthwaite tuvo que contentarse con aquella declaración.
El número cinco de Upper Cathcart Road, Tooting, parecía un hogar inapropiado para una escritora satírica. Las paredes de la habitación a la que hicieron pasar a sir Charles eran de un color pardusco, como de harina de avena, con un friso de flores. Las cortinas eran de terciopelo rosa. En una de las paredes había varias fotografías. Aquí y allá se veían figurillas de perros de porcelana y el teléfono quedaba oculto bajo una muñeca de pomposas faldas. Completaban el decorado algunas mesitas con objetos de latón de Birmingham, probables imitaciones de Extremo Oriente.
La señorita Wills entró tan silenciosamente que sir Charles, ocupado en aquel momento en examinar un ridículo muñeco colocado en el sofá, no la oyó. Al oír su vocecilla diciendo: «¿Cómo está usted, sir Charles? ¡Es un verdadero placer!», se volvió con rapidez.
El traje que la escritora llevaba parecía estar colgado de una percha y las medias, por lo arrugadas que estaban, recordaban un acordeón. Calzaba unos zapatos de tacón muy alto.
Sir Charles estrechó su mano, aceptó un cigarrillo y se sentó en el sofá, junto al muñeco. La señorita Wills se acomodó frente a él. El sol que entraba por la ventana hacía brillar sus lentes.
—Ha sido usted muy amable al venir. Mi madre estará muy contenta. Adora el teatro, sobre todo las obras románticas. No hace más que hablar de aquella obra en que usted hacía de príncipe que estudiaba en la universidad. Siempre ve las funciones de tarde y es de las que se pasan todo el rato comiendo bombones.
—¡No sabe usted la alegría que da saber que lo recuerdan a uno! ¡El público es tan olvidadizo!
—Se volverá loca de alegría al conocerlo. El otro día vino la señorita Sutcliffe y mi madre se emocionó con ella.
—¿Estuvo aquí Angela?
—Sí, está ensayando una obra mía. Se titula
El perrito que reía
.
—Ya había leído algo de eso. El título de la obra es muy sugestivo.
—Me encanta que piense eso. A la señorita Sutcliffe le gustó. Es la versión moderna de una canción de cuna: muchas palabras y tonterías sin sentido. Por supuesto, todo gira alrededor del papel de la señorita Sutcliffe. Todo el mundo baila a su compás. Esa es la idea.
—No está mal. El mundo actual es como los alegres versos de una canción: «Y el perrito se rió al descubrir el juego» —Y pensó para sí: Desde luego esta mujer es como el perrito que te mira y se ríe.
El rayo de sol que hacía brillar las gafas de la señorita Wills se apagó y el actor vio sus ojos, de un azul pálido, que le miraban inteligentes.
Esta mujer tiene un endiablado sentido del humor, pensó.
—¿Adivina usted qué me ha traído aquí?
—Supongo que no habrá venido solo para verme.
Sir Charles notó la gran diferencia que había entre la manera de hablar y la manera de escribir de aquella mujer. En el papel, la señorita Wills era ingeniosísima y cínica. Hablando, era astuta.
—En realidad, fue Satterthwaite quien me metió la idea en la cabeza. Se precia de ser un buen observador de caracteres.
—Es muy observador en lo que se refiere a las personas. Observarlas es una afición para él, estoy casi segura.
—Está convencido de que si hubo algo raro en la fiesta de Melfort, usted tuvo que notarlo.
—¿Le ha dicho eso?
—Sí.
—Yo estaba muy interesada, lo admito. Nunca había presenciado un crimen tan de cerca. Una escritora ha de ir tomando nota de todo lo que ve. Por lo tanto, procuro utilizar cualquier cosa como modelo.
—Me imagino que esa es la primera regla.
—Por consiguiente, procuré anotar tantos detalles como me fue posible.
Era la confirmación de las palabras de Beatrice: «Husmeaba por todas partes».
—¿De los huéspedes?
—Sí, de los huéspedes.
—¿Qué descubrió?
Los lentes se movieron.
—No descubrí nada; de lo contrario, ya se lo habría contado a la policía.
—Pero seguramente notaría algo.
—Yo siempre noto algo. No puedo evitarlo.
—¿Qué es lo que notó?
—¡Oh, nada de particular! Hice ciertas observaciones del carácter de algunas personas. ¡La gente es tan interesante! Tan particular, si entiende lo que quiero decir.
—¿Particular? ¿En qué?
—No sé cómo explicarme. Soy muy torpe al explicar las cosas.
—Su pluma es más mortífera que su lengua.
—No es usted muy amable, sir Charles, al llamarme mortífera.
—Reconozca usted, señorita Wills, que con una pluma en la mano no tiene piedad de nada ni de nadie.
—Es usted mucho más dañino que yo. ¡Es usted el que está siendo mortífero conmigo!
Es preciso que salgamos de este atolladero en que nos hemos metido, dijo para sí Cartwright.
—¿De manera que no hubo nada en concreto que llamara su atención?
—No, aunque sí note una cosa que debiera haber contado a la policía, pero me olvidé.
—¿Qué fue?
—El mayordomo. Tenía una marca en la muñeca izquierda semejante a una fresa. Me fijé cuando estaba sirviendo la verdura. Supongo que ese detalle podría ser de utilidad.
—De mucha utilidad. La policía está tratando de encontrar a ese hombre. Es usted una mujer admirable. Ni los invitados ni los criados advirtieron esa marca.
—La mayoría de la gente no usa los ojos como es debido.
—¿Me puede usted decir el sitio exacto donde estaba la marca y la forma que tenía?
—¿Quiere usted enseñarme la muñeca?
El actor extendió el brazo.
—Gracias. Estaba aquí —y señaló el lugar con el dedo—. Era del tamaño de una moneda de seis peniques y tenía la forma del mapa de Australia.
—Muchas gracias, me ha quedado claro —dijo sir Charles, retirando su brazo.
—¿Cree usted que debería escribir a la policía diciéndoselo?
—¡Claro que sí! Será de gran utilidad para seguir la pista de ese hombre. En las novelas de misterio, el malvado siempre tiene alguna marca identificadora. No creí posible que la vida real se sirviera de tan anticuados y manidos recursos.
—En las novelas es siempre una cicatriz.
—Una señal de nacimiento sirve también para el caso —exclamó Cartwright. Parecía un chiquillo contento—. Lo malo es —continuó— que la mayoría de las personas son un tanto anodinas, no hay nada en ellas que destaque.
La comediógrafa le miró, interrogadora.
—El viejo Babbington, por ejemplo —dijo Cartwright—, tenía una vaga personalidad. Es muy difícil recordarlo.
—Sus manos, sin embargo, eran muy características. Lo que yo llamo unas manos de erudito. Estaban un poco deformadas a causa de la artritis, pero sus dedos eran finos y las uñas bonitas.
—¡Qué observadora es usted! ¡Ah, claro! Lo conocería ya de antes.
—¿Al señor Babbington?
—Sí, recuerdo que él me habló de ello. ¿Dónde me dijo que la había visto?
La escritora movió la cabeza.
—¿A mí? Sin duda me confunde usted con otra o se confundió él. Yo nunca lo había visto.
—Será una confusión mía. Creía que me había dicho que fue en Gilling.
Miró fijamente a su interlocutora, pero esta parecía muy tranquila.