Le habló de la belleza de la muchacha y de una excursión al campo. Se habían sentado en un prado cubierto de margaritas y estaba dispuesto a declarársele, creyendo que ella compartía sus sentimientos. Pero, mientras jugueteaban con las flores, la joven le confió que amaba a otro. Contuvo entonces las palabras que iban a salir de su corazón y, desde aquel momento, solo fue «el amigo fiel» de su adorada.
No fue una gran pasión, pero se ajustaba al ambiente de cretonas y porcelana que se respiraba en el saloncito de lady Mary.
Luego ella habló de su propia vida, de su vida de casada, que no había sido nada feliz.
—Yo, como todas las muchachas, fui una loca. De jóvenes, todas creemos que nadie sabe las cosas mejor que nosotras. Se ha escrito mucho sobre la intuición femenina. No creo que exista tal intuición. Nada hay que prevenga a las muchachas contra cierta clase de hombres. Sus padres les advierten, sí, pero ninguna hace caso. Aunque parezca extraño, lo cierto es que a las muchachas les gustan los hombres de vida turbulenta. Todas piensan lo mismo, que su amor los reformará.
Satterthwaite asintió.
—¡De joven se sabe tan poco de la vida! Cuando se adquiere experiencia, es demasiado tarde y entonces ya no hay remedio.
La dama lanzó un suspiro.
—Sí, fue culpa mía —continuó—. Mi familia me aconsejó que no me casara con Ronald. Era de buena cuna, pero tenía muy mala reputación. Mi padre afirmó que era un bala perdida. No le creí. Pensé que lograría reformarlo.
Permaneció pensativa unos instantes, como reviviendo su pasado.
—Ronald era un hombre fascinador. Sin embargo, mi padre tenía toda la razón, como se demostró muy pronto. Aunque sea una expresión pasada de moda, le diré que me destrozó el corazón. Sí, me lo destrozó. No sé qué hubiese sucedido si no hubiera muerto.
Satterthwaite, siempre interesado en las vidas ajenas, carraspeó con emoción.
—Sé que no debo decir una cosa así, pero es verdad. Cuando murió a consecuencia de una pulmonía, sentí un gran alivio, no porque no lo quisiese, sino que, por el contrario, lo amé hasta el último momento, pero ya no me hacía ilusiones. Además, tenía a Egg —Su voz se hizo más ahogada—. ¡Era una cosa tan graciosa! ¡Estaba gordísima! Había que verla rodando por el suelo cada vez que intentaba ponerse de pie: igual que un huevo. De allí le viene el nombre de Egg.
Hizo otra pausa y continuó.
—He leído algunos libros de psicología en estos últimos años que me han tranquilizado. Según parece, aunque queramos, no somos capaces de hacer nada para cambiarlo, cuando en nosotros hay como una especie de mancha o de locura. Por ejemplo, de niño, Ronald robó dinero en el colegio, un dinero que no necesitaba. Casos así los hay en las familias más decentes. Ahora comprendo que no podía hacer nada por cambiar. Había nacido con aquella tara.
Lady Mary se secó los ojos con un pañuelito.
—Pero yo lo ignoraba —siguió la dama—. Yo creía entonces que cada persona podía y sabía distinguir entre el bien y el mal. Ahora comprendo que no es así.
—El alma humana es un gran misterio —opinó Satterthwaite—. Por ejemplo, si usted y yo dijéramos exaltados: «¡Cómo odio a esa persona! ¡Ojalá se muera!», la idea desaparecería de nuestras mentes tan pronto como se apagaran las palabras. En cambio, en otras personas la idea se convierte en una obsesión, intensificando aquel deseo.
—Me temo que esto es demasiado profundo para mí.
—Lo siento, creo que he hablado de forma muy técnica.
—¿Quiere usted decir que la gente joven se controla con mucha dificultad hoy en día?
—No, no, no quería decir esto. Un poco menos de control es una buena cosa en su conjunto. Supongo que está pensando en la señorita Egg.
—Creo que sería mejor que la llame Egg.
—Gracias. Llamarla señorita Egg suena un poco ridículo.
—Egg es una criatura impulsiva y, una vez se le ha metido algo en la cabeza, nada puede detenerla. Como le he dicho antes, me disgusta mucho que se mezcle en este asunto, pero no quiere hacerme caso ni me escucha.
Satterthwaite sonrió ante el tono de lady Mary y pensó para sí: Me pregunto si sospecha ni por un instante que todo ese interés de Egg por el crimen no es más que una nueva variante del viejo juego entre el macho y la hembra. Se horrorizaría de saberlo.
—Egg dice —siguió ella— que el señor Babbington también murió envenenado. ¿Cree usted que es verdad, o se trata de una fantasía de Egg?
—Eso se sabrá después de la exhumación.
—¿Van a desenterrarlo? —La dama se estremeció—. ¡Pobre señora Babbington, será terrible para ella! No llego a imaginarme nada más espantoso y macabro para una mujer.
—Supongo que usted conocía íntimamente a los Babbington, ¿verdad, lady Mary?
—Sí, ¡claro!, somos... éramos muy amigos.
—¿Sabe de alguien que tuviera algún resentimiento contra él?
—No.
—¿No habló nunca él al respecto?
—No.
—¿El matrimonio se llevaba bien?
—Estaban muy compenetrados. Eran felices. No tenían mucha salud, sobre todo el señor Babbington, que padecía artritis. Esas eran sus únicas preocupaciones.
—¿Y Oliver Manders? ¿Cómo se llevaba con el párroco?
—Verá... —Lady Mary dudó un momento—. Los Babbington sentían una gran compasión por Oliver. Durante las vacaciones, el muchacho pasaba mucho tiempo en la rectoría jugando con los hijos del párroco, aunque no creo que se llevaran muy bien. Oliver no era simpático. Alardeaba demasiado del dinero que tenía y de lo bien que se lo pasaba en Londres. A los niños eso no les gusta.
—¿Y luego, cuando se hizo mayor?
—No creo que los de la rectoría le vieran mucho. Un día se encontraron en mi casa Oliver y el señor Babbington. Manders se portó brutalmente con el capellán. De eso hace dos años.
—¿Qué ocurrió?
—Oliver atacó el cristianismo. El señor Babbington le escuchó, paciente. Pero aquello, en lugar de calmar a Oliver, le irritó más. «Todos ustedes, los religiosos», dijo, «me miran mal porque mis padres no estaban casados. Seguro que me llaman hijo del pecado. Pues bien, yo admiro a los que defienden sus convicciones y no se preocupan de lo que piensen un puñado de hipócritas y de curas.» El señor Babbington no contestó. Oliver continuó: «No me quiere contestar, ¿verdad? El clero y las supersticiones son los culpables del atraso de mucha gente. Quisiera borrar del mapa todas las iglesias del mundo». El señor Babbington sonrió y dijo: «¿Y a los pastores también?». Creo que fue la sonrisa lo que más le irritó a Oliver. Al comprender que no le tomaban en serio, exclamó: «Odio a la Iglesia, su hipocresía, todo...». El señor Babbington le interrumpió, sonriendo. Tenía una sonrisa muy dulce. «Mira, muchacho, aunque limpiases de iglesias el mundo entero, aún tendrías que reconocer que existe Dios mal que te pese.»
—¿Qué contestó Manders?
—Pareció confundido. Pero luego, dominándose, siguió con sus burlones modales: «Creo que todas las cosas que he dicho no son fáciles de asimilar para los de su generación».
—A usted no le es simpático el joven Manders, ¿verdad, lady Mary?
—Me da mucha pena.
—Pero no le gustaría que se casara con Egg, ¿verdad que no?
—¡Oh, no!
—¿Por qué?
—Porque... porque no es un muchacho bueno y porque...
—Siga usted.
—No sé, porque hay algo en él que no comprendo. Algo frío.
Satterthwaite la miró pensativo unos instantes y al fin preguntó:
—¿Qué es lo que pensaba de él sir Bartholomew? ¿Lo nombró alguna vez?
—Dijo, ahora recuerdo, que Manders era un caso digno de estudio. Le recordaba a un paciente que estaba en su sanatorio. Yo le dije que Oliver parecía gozar de una perfecta salud, pero él me contestó: «Sí, su salud es excelente, pero si sigue corriendo en su motocicleta, pronto dejará de serlo» —Hizo una pausa y añadió—. Creo que sir Bartholomew tenía fama de ser un neurólogo excelente.
—A mí me resultaba muy simpático.
—¿Le dijo a usted algo sobre la muerte de Babbington?
—No.
—¿La aludió alguna vez?
—Creo que no.
—Sé que será difícil para usted contestarme a la pregunta que voy a hacerle, ya que no lo conocía íntimamente. ¿Cree usted que sir Bartholomew tenía alguna preocupación la noche de su muerte?
—Parecía estar de muy buen humor. Al ir a cenar, me dijo que aquella noche me daría una sorpresa.
—Y se la dio, ¿verdad?
Poco después se despidieron.
Camino de Crow's Nest, Satterthwaite iba pensando en aquellas palabras.
¿Cuál sería la sorpresa que sir Bartholomew tenía preparada a sus invitados?
¿Sería tan grata como él pretendía?
¿O tras aquella aparente alegría se escondía un propósito determinado? ¡Quién sabe!
—Seamos sinceros —dijo sir Charles—, ¿hemos conseguido algo?
Era un consejo de guerra. Cartwright, Satterthwaite y Egg se encontraban en la sala camarote. En la chimenea ardía un alegre fuego. Fuera bramaba el vendaval. Satterthwaite y Egg contestaron a la pregunta.
—No —dijo Satterthwaite.
—Sí —respondió Egg.
Charles miró primero a uno y después al otro. Satterthwaite indicó que la joven debía hablar primero.
La muchacha permaneció silenciosa unos instantes, mientras ponía en orden sus pensamientos.
—Estamos más cerca de la meta que antes —opinó—. Estamos más cerca porque no hemos descubierto nada. Esto sonará a desatino, pero no lo es. Lo que quiero decir es que teníamos algunas ideas vagas y ahora, en cambio, sabemos que algunas de esas ideas son falsas.
—Proceso de eliminación —intervino sir Charles.
—Eso es.
Satterthwaite carraspeó. Le gustaba dejar las cosas claras.
—El móvil de la codicia podemos descartarlo definitivamente. Diré, como en las novelas de misterio, que no se ve por ninguna parte quién podría obtener algún provecho de la muerte de Babbington. La venganza también parece estar fuera de lugar. Aparte de su carácter bondadoso y apacible, dudo que tuviese la suficiente importancia para crearse enemigos. Por lo tanto, volvemos a aquella idea vaga del principio: el miedo. Con la muerte del clérigo alguien intentaba protegerse.
—Me parece lo más lógico —convino Egg.
Satterthwaite estaba encantado consigo mismo. Sir Charles tenía el aspecto de estar un poco disgustado. Él era la figura principal en aquel asunto y no un invitado.
—Lo interesante es decidir ahora lo que tenemos que hacer —continuó Egg—. ¿Vamos a seguirles la pista a todos o qué? ¿Nos disfrazamos para hacerlo?
—Mi querida niña, estoy harto de disfrazarme de cien maneras en el teatro.
—¿Entonces qué...? —empezó Egg.
Pero se abrió la puerta y Temple anunció:
—El señor Hércules Poirot.
El detective entró sonriente y saludó a los tres.
—¿Me permiten asistir a esta reunión? Porque, si no me equivoco, se trata de una reunión, ¿verdad?
—Nos alegramos mucho de tenerle aquí —dijo sir Charles, repuesto de la sorpresa y, después de estrechar la mano de su amigo, le hizo sentar en un sillón—. ¿De dónde ha salido usted tan de repente, monsieur Poirot?
—Verá: fui a ver a mi amigo, el señor Satterthwaite a Londres. Allí me dijeron que estaba en Cornualles.
Eh bien
, saltaba a la vista dónde había ido. Entonces cogí el primer tren para Loomouth y aquí me tienen sin previo aviso.
—Pero ¿por qué ha venido? —preguntó Egg—. Vamos, quiero decir... —continuó, comprendiendo lo descortés de sus palabras—, si ha venido usted por alguna razón particular.
—He venido para admitir un error. —respondió. Miró sonriente a sir Charles y, abriendo los brazos, empezó—: Monsieur, fue en esta misma habitación en la que usted confesó que no estaba satisfecho. Y yo, pensando que era debido a su temperamento dramático, me dije: Como es un gran actor, a toda costa quiere que haya un drama. Parecía increíble que un caballero como el señor Babbington, viejo y bondadoso, muriera de otra muerte que no fuera la natural. Aun ahora no comprendo cómo pudo administrarse el veneno, ni veo tampoco ningún motivo para ello. Parece absurdo, fantástico. Y lo más extraño es que ha ocurrido otra muerte en circunstancias similares. Por tanto, uno no puede atribuirlas a coincidencias. No, las dos han de estar ligadas entre sí. Por eso, sir Charles, he venido a verle para excusarme, para decirle que yo, Hércules Poirot, estaba equivocado y para pedirle que me admita en sus indagaciones, si ello no le desagrada ni estorba sus planes.
Sir Charles tosió varias veces. Parecía nervioso y turbado.
—Es usted muy amable, monsieur Poirot. Pero tal vez perderá su tiempo... yo...
Se detuvo y consultó con la mirada a Satterthwaite.
—Es usted muy amable —empezó este.
—No, no. No es amabilidad. Es curiosidad y también mi orgullo herido. Debo reparar mi falta. Mi tiempo no tiene valor. ¿Para qué viajar? El idioma será distinto, pero la naturaleza humana es la misma en todas partes. Ahora bien, si no soy bienvenido y molesto...
Los dos hombres contestaron a la vez:
—¡Qué ocurrencia!
—¡Claro que no!
—Y mademoiselle, ¿qué dice?
Egg permaneció callada un instante. Los tres tuvieron la misma impresión: Egg no deseaba la intervención de Poirot.
Satterthwaite pensó que sabía la razón. Este era un complot privado entre Cartwright y Egg, y a él lo habían tolerado porque pintaba muy poco. ¡Pero Hércules Poirot! ¡Ah! De intervenir él, asumiría el papel principal. Quizá incluso Charles se retiraría. Entonces, los planes de Egg fracasarían.
Miró con simpatía a la joven. Aquellos hombres no la comprendían, pero él, con su sensibilidad casi femenina, se hacía cargo de todo. Egg luchaba por su felicidad. ¿Qué diría?
Pero, al fin y al cabo, ¿qué podía decir? ¿Cómo explicar los pensamientos que asaltaban su cerebro? Váyase, váyase. Solo ha venido a estropearlo todo, no lo quiero aquí.
Egg dijo lo único que podía decir:
—Estamos encantados de tenerle con nosotros.
—Bueno —dijo Poirot—. Somos colegas.
Eh bien
, hagan el favor de ponerme
au courant
de la situación.
Escuchó con mucha atención a Satterthwaite, que le fue explicando todos los pasos que habían dado desde su regreso a Inglaterra. Era un narrador muy ameno. Tenía la facultad de crear ambiente. Su descripción de la abadía, de los criados y del jefe de policía fue admirable. Poirot aplaudió calurosamente a sir Charles por su descubrimiento de las cartas debajo de la estufa.