Tragedia en tres actos (11 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Satterthwaite sugirió que podrían cenar en su casa. Al fin, decidieron ir al Berkeley y, si a Egg no le gustaba, podrían ir a cualquier otro sitio.

La joven estaba más delgada. Sus ojos parecían agrandados por las ojeras, pero su encanto era mayor que nunca.

Lo primero que le dijo a sir Charles fue:

—Estaba segura de que vendría.

Su tono significaba: «Ahora que ha venido, todo irá bien».

Satterthwaite pensó: No estabas segura de que volviese, no lo estabas. ¡El miedo que habrás pasado! Y respecto a él, se dijo: ¿No se da cuenta este hombre? Los actores son lo suficientemente presuntuosos para... ¿No se da cuenta de que la chica está loca por él?

Aquella era una situación extraña. No le cabía la menor duda de que sir Charles estaba locamente enamorado de la joven. Ella le correspondía, y el lazo que les unía era un crimen, un repugnante doble crimen.

Durante la cena, se habló poco. Sir Charles contó algunas anécdotas de sus viajes por el extranjero. Egg habló de Loomouth. Satterthwaite trataba de vez en cuando de animar la conversación cuando languidecía. Después de cenar, fueron a casa de Satterthwaite.

Estaba situada en Chelsea Embankment. Era una casa grande que contenía muchas y variadas obras de arte. Había cuadros, esculturas, porcelanas chinas, objetos prehistóricos, estatuillas de marfil, miniaturas y muebles Chippendale y Hepplewhite legítimos, todo lo cual daba una sensación agradable.

Egg no vio ni se fijó en nada. Dejó su abrigo sobre una silla y exclamó:

—¡Por fin! Ahora cuéntemelo todo.

Escuchó con gran interés el relato que le hizo sir Charles de sus aventuras en Yorkshire, conteniendo la respiración al llegar al momento en que encontraron las cartas.

—De lo que ocurrió después, solo podemos hacer conjeturas —terminó sir Charles—. Lo más probable es que Ellis recibiese el dinero que pedía por su silencio y que le facilitaran la huida.

—¡Oh, no! —exclamó Egg—. No lo entienden. Ellis ha muerto.

Los dos hombres la miraron sorprendidos, pero ella reiteró su afirmación.

—¡Claro que ha muerto! Por eso ha desaparecido sin dejar ningún rastro. Sabía demasiado y lo mataron. Ellis es seguramente la tercera víctima.

Aunque a ninguno de los dos hombres se le había ocurrido, tuvieron que admitir aquella posibilidad, ya que no era del todo absurda.

—Pero, veamos, mi querida niña —dijo sir Charles—. Está muy bien decir que Ellis ha muerto. Sin embargo, ¿dónde está el cuerpo? Un hombre de la corpulencia del mayordomo no se esconde así como así.

—No sé dónde estará su cuerpo. Hay mil sitios donde podría estar enterrado.

—No sé —murmuró Satterthwaite—, no sé...

—Sí, mil lugares —repitió Egg—. Nadie ha mirado en el desván. Hay muchos desvanes a los que nadie sube nunca. Es probable que esté metido en alguno de los baúles del desván.

—Poco probable, aunque de todas formas, es posible —admitió sir Charles—. Pero eso solo sería retrasar su descubrimiento.

—Los olores van hacia arriba, no hacia abajo. Se puede notar antes que hay un cuerpo en descomposición en la bodega que en el desván. Y aun así, durante un tiempo se atribuiría el olor a una rata muerta.

—Si su teoría se confirma —dijo Cartwright—, indicaría que el asesino es un hombre. Una mujer no puede llevar un cuerpo de un lado a otro de la casa. Aun para un hombre sería una verdadera demostración de fuerza.

—También hay otras posibilidades. Ya, sabe usted que hay un pasadizo secreto. La señorita Sutcliffe lo dijo y el mismo sir Bartholomew prometió que me lo enseñaría. Puede que el asesino, después de entregarle el dinero a Ellis, le indicara aquel camino para salir de la casa y, una vez dentro del pasadizo, lo mató. Una mujer puede hacerlo perfectamente. Tal vez lo apuñaló por la espalda o algo por el estilo. Luego no tendría más que dejar el cuerpo allí y marcharse. Nadie se enteraría jamás de nada.

Sir Charles movió la cabeza en señal de duda, pero ya no discutió la teoría de Egg. No le pareció inverosímil.

Satterthwaite estaba seguro de que a sir Charles le había asaltado la misma sorpresa cuando encontró las cartas en la habitación de Ellis. Recordó el estremecimiento de su amigo. Sin duda, en aquel momento se le ocurrió la idea de que Ellis pudiera haber muerto.

Si el mayordomo ha muerto es que nos hallamos ante un personaje peligroso... sí, muy peligroso, pensó Satterthwaite mientras un estremecimiento también le recorría el cuerpo. El que había matado tres veces no vacilaría en hacerlo una cuarta vez. Por lo tanto, Egg, sir Charles y él estaban en peligro. Si averiguaban demasiadas cosas...

La voz de sir Charles le arrancó de sus lúgubres pensamientos.

—Hay algo en su carta que no he comprendido bien, Egg. Dice usted que Oliver está en peligro, que la policía sospecha de él, y no veo la razón.

A Satterthwaite le pareció que Egg se turbaba y hasta la vio enrojecer.

¡Ah, ah!, se dijo. ¡A ver cómo salimos de esta, jovencita!

—Fue una tontería por mi parte —murmuró la joven—. Estaba inquieta. Pensé que, dada la manera en que llegó Oliver allí aquel día, la policía podía creer que se trataba de un ardid y sospecharía de él.

Sir Charles aceptó de buen grado aquella explicación.

—Sí, comprendo.

—¿Se trataba realmente de un ardid? —preguntó Satterthwaite.

—¿Qué quiere usted decir?

—Fue un accidente muy extraño y pensaba que, de tratarse en efecto de un ingenioso ardid, usted seguro que lo sabría.

—No lo sé. No pensé nunca en ello. Pero ¿por qué, de no ser verdad, tenía Oliver que pretender que había sufrido un accidente?

—Tal vez tuvo alguna razón —intervino sir Charles, sonriendo—. Desde luego, una razón natural.

De nuevo, Egg enrojeció.

—¡Oh, no! ¡No!

Cartwright suspiró.

Seguramente, pensó Satterthwaite, había interpretado mal aquel rubor.

Sir Charles parecía más triste y viejo cuando habló de nuevo.

—Entonces, si nuestro amigo no corre ningún peligro, ¿qué pinto yo en todo esto?

Egg se acercó a él y le cogió la mano.

—¿Verdad que no va usted a marcharse otra vez? Tiene que descubrir la verdad. Solo usted es capaz de descubrirla.

Estaba excitadísima. Su viveza juvenil contrastaba con la grave majestuosidad de la estancia.

—¿Cree usted en mí? —preguntó el actor conmovido.

—¡Sí, sí! Nosotros descubriremos toda la verdad, usted y yo.

—¿Y Satterthwaite?

—¡Sí, claro! Y el señor Satterthwaite —añadió Egg sin mucha convicción.

Satterthwaite sonrió. Tanto si la muchacha pensaba incluirle como si no, él no pensaba quedarse al margen del asunto. Le encantaban los misterios y le gustaba sobremanera observar la naturaleza humana. Además, tenía debilidad por los enamorados. Y los tres gustos podrían verse satisfechos en aquel caso.

Cartwright se sentó. Su voz cambió de tono. En aquel momento, era el director que dirigía una película de misterio.

—Ante todo hemos de aclarar la situación. ¿Creemos o no que la misma persona mató a Babbington y a Strange?

—Sí —contestó Egg.

—Sí —repitió Satterthwaite.

—¿Creemos que el segundo crimen es consecuencia del primero? ¿Es decir, que Strange fue asesinado para impedir que revelara algo acerca del primer asesinato o sus sospechas?

—Sí —contestaron Egg y Satterthwaite al unísono.

—Entonces hemos de investigar el primer crimen, no el segundo.

Egg asintió.

—En mi opinión, mientras no descubramos el motivo del primer asesinato, no daremos con el asesino. Esto será muy difícil. Babbington era un hombre muy bondadoso. Parece imposible que tuviese un solo enemigo. Sin embargo, fue asesinado y debe de existir algún motivo para ello. El motivo es lo que tenemos que descubrir.

Se detuvo unos instantes y luego prosiguió con su voz de siempre:

—¿Qué motivos puede haber para matar a una persona? En primer lugar, la codicia.

—La venganza —murmuró Egg.

—La manía homicida —dijo Satterthwaite—, puesto que
le crime passionel
no cuenta en este caso. Pero se puede también matar por miedo.

Cartwright asintió. Iba tomando nota de todo en un papel.

—¡Eso es! Primero, la codicia. ¿Iba a beneficiarse alguien con la muerte de Babbington? ¿Tenía dinero o alguna esperanza de obtenerlo?

—Me parece muy improbable —contestó Egg.

—A mí también, pero creo que sobre ese punto nos informará mejor la señora Babbington. Luego viene la venganza. ¿Hizo Babbington algo malo a alguien, quizá en su juventud? ¿Se casó con la mujer que deseaba otro? Tendremos que investigar eso también. Sigue ahora la manía homicida. ¿Fueron asesinados Babbington y Tollie por un loco? Creo que esa teoría se cae por su propio peso. Hasta los crímenes de un loco tienen algo razonable. Quiero decir que un lunático puede creerse escogido por Dios para exterminar a todos los médicos o a todos los curas, pero nunca a los dos. Queda, pues, el miedo. A mí, francamente, esa me parece la suposición más razonable de todas. Babbington sabía algo de alguien a quien conocía y fue asesinado para evitar que contase algo.

—No creo que Babbington conociese nada que pudiese perjudicar a ninguno de los que asistieron a la fiesta —intervino Egg.

—Quizá fuese —dijo sir Charles— alguna cosa que ni él mismo supiera que sabía –Intentó aclararlo un poco mejor—. Es difícil explicar lo que quiero decir. Supongamos, por ejemplo (es solo un ejemplo), que Babbington, en cierto tiempo, viera a cierta persona en un lugar determinado. Él no ve ningún motivo para que esa persona no deba estar allí. Pero supongamos que hubiera probado, mediante una coartada, que en esa época estaba a cien millas de aquel lugar. Pues bien, en cualquier momento el viejo Babbington, con la mayor inocencia del mundo, podría destruirla.

—¡Ya comprendo! —interrumpió Egg—. Por ejemplo, que se hubiera cometido un crimen en Londres y Babbington viera al asesino en la estación de Paddington, pero el hombre hubiera probado que no era el criminal con la coartada de que en aquellos momentos estaba en Leeds. Babbington, por lo tanto, estaba en posición de echar por tierra la coartada.

—¡Eso es lo que quiero decir! Desde luego, se trata solo de una suposición. También podría ser que aquella noche viera a alguien a quien conociera con otro nombre.

—Quizá tenga algo que ver con una boda. Los curas casan a infinidad de gente. Podría ser alguien casado con dos mujeres a la vez.

—O acaso se tratase de un nacimiento o de una muerte —sugirió Satterthwaite.

—Hay un abanico muy amplio de posibilidades. Lo mejor será empezar a la inversa. Hagamos una lista para saber quiénes estaban en la fiesta de sir Charles y quiénes en la de sir Bartholomew —dijo Egg.

Cogió el papel y el lápiz que tenía Cartwright.

—Los Dacres estaban en las dos. Aquella mujer con cara de pasa, ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Wills. La señorita Sutcliffe...

—A Angela déjela aparte —le interrumpió sir Charles—. La conozco desde hace muchos años.

Egg le miró, disgustada.

—No podemos hacer eso. No hay que descartar a las personas que conocemos. Tenemos que ser como los profesionales. Además, yo no sé nada de Angela Sutcliffe. Lo mismo pudo haber sido ella que cualquier otro. Es más, me parece más sospechosa que los otros. Todas las actrices suelen tener algo turbio en su pasado.

Miró retadora a sir Charles.

—Entonces —preguntó el actor—, ¿tampoco excluiremos a Manders?

—¿Cómo iba a ser Oliver el criminal? Conocía desde hace mucho tiempo al señor Babbington.

—Estuvo en las dos fiestas y su llegada a casa de sir Bartholomew es un poco extraña, casi diría que algo más que sospechosa.

—Perfectamente, entonces también añadiré el nombre de mamá y el mío, así seremos seis sospechosos.

—Yo no creo...

—Hemos de hacer las cosas bien o no hacerlas.

La furia brilló en los ojos de la joven.

Satterthwaite trató de imponer paz ofreciéndoles una copa.

Cartwright se fue a un rincón y se puso a contemplar el busto de un negro. Egg se acercó a Satterthwaite y le cogió por un brazo.

—He sido una estúpida al no dominarme —murmuró—. Soy una imbécil. Pero ¿por qué excluir a esa mujer? ¿Tan seguro está de su inocencia? ¡Dios mío! ¿Por qué diablos seré tan celosa?

Satterthwaite le estrechó la mano sonriendo.

—Los celos son contraproducentes, hija mía. Si alguna vez los siente, procure no demostrarlos. A propósito, ¿cree usted que puede sospecharse del joven Manders?

Egg hizo una mueca infantil que desde luego disipaba las dudas.

—¡Claro que no! Si lo he dicho ha sido para no alarmarle —Miró a sir Charles, que seguía estudiando con atención la escultura del negro—. No quiero que crea que voy detrás de él, pero tampoco quiero que suponga que estoy enamorada de Oliver porque no lo estoy. ¡Qué difícil es esto! Ya está de nuevo con su: «Le ruego, mi querida niña». No lo soporto.

—Tenga paciencia —le aconsejó Satterthwaite—. Ya sabe que al final siempre se arregla todo.

—Yo no soy paciente. A mí me gusta conseguir las cosas inmediatamente, o lo antes posible.

Satterthwaite se echó a reír. Sir Charles se volvió hacia ellos.

Ultimaron un plan de campaña. Sir Charles volvería a Crow's Nest, para la cual todavía no había encontrado comprador. Egg y su madre regresarían a su casa antes de lo que pensaban. La señora Babbington seguía viviendo en Loomouth. Obtendrían toda la información que necesitaban y podrían empezar a actuar de acuerdo con los datos conseguidos.

—Tendremos éxito —exclamó Egg—. Estoy segura.

Se inclinó hacia Cartwright y levantó su copa.

—Brindemos por nuestro éxito —propuso.

Lentamente, muy lentamente, con los ojos fijos en los de Egg, sir Charles se llevó la copa a los labios.

—Por el éxito y por el futuro.

TERCER ACTO

DESCUBRIMIENTO

Capítulo I
-
La señora Babbington

La señora Babbington se había trasladado a una casa de pescadores cerca del puerto. Esperaba a una hermana que llegaría de Japón dentro de seis meses. Hasta entonces, no podía hacer ningún plan para el futuro. Dio la casualidad de que la casa estaba desocupada y la alquiló por seis meses. La conmoción que recibió por la muerte de su marido fue demasiado brusca y no tuvo fuerzas para marcharse de Loomouth. Stephen Babbington y ella habían vivido en el pueblo durante diecisiete años. Todo aquel tiempo había transcurrido feliz y apacible para ellos, a pesar del dolor que les produjo la muerte de su hijo Robin. En cuanto a sus demás hijos, Edward estaba en Ceilán; Lloyd, en Sudáfrica y Stephen era tercer oficial en el
Angolia
. Escribían a su madre con frecuencia, pero no estaban en disposición de ofrecerle un hogar ni su compañía. Margaret Babbington estaba, pues, muy sola.

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