Tragedia en tres actos (7 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Sir Charles se volvió hacia Satterthwaite.

—¡Lo mismo! —afirmó excitado—. Exactamente igual que la otra vez. —Luego, dirigiéndose al jefe de policía, prosiguió—: Me refiero a una muerte que ocurrió en mi casa de Cornualles.

—Me parece que la señorita Lytton Gore me ha hablado de ese desagradable suceso —comentó Johnson interesado.

—Sí, ella lo presenció. ¿Se lo ha explicado todo?

—Sí. Está muy segura de su teoría. Pero a mí, la verdad, no me convence. No aclara la huida del mayordomo. ¿Acaso desapareció también el suyo?

—Yo no tenía mayordomo, sino camarera.

—Tal vez fuese un hombre disfrazado.

Sir Charles sonrió al pensar en la muy femenina Temple.

Johnson sonrió también con aire de disculpa.

—Solo era una idea. No, no me convence mucho la teoría de la señorita Lytton Gore. Es que, según tengo entendido, el muerto en cuestión era un anciano clérigo, ¿y quién podría tener interés en despachar de ese modo a un clérigo?

—Eso es lo más desconcertante del suceso —afirmó sir Charles.

—Convendrá usted en que es una rara coincidencia. Indiscutiblemente, el mayordomo es nuestro hombre. No cabe la menor duda de que se trata de un criminal muy hábil. Por desgracia, no hemos podido encontrar ninguna huella dactilar. Tuvimos a un experto en dactiloscopia peinando la habitación del mayordomo, pero sin éxito.

—Si, en efecto, fue el mayordomo, ¿qué motivos cree usted que le impulsarían a cometer el crimen?

—Ese es, desde luego, uno de los problemas. Tal vez estuviera en la casa con intención de robar y sir Bartholomew lo despidiera.

Sir Charles y el señor Satterthwaite guardaron un cortés silencio. Johnson pareció comprender que la sugestión carecía de verosimilitud.

—Lo cierto es que, de momento, solo se pueden hacer conjeturas. Una vez que tengamos a John Ellis entre rejas y sepamos quién es y cómo se nos escurrió de entre las manos, entonces tal vez el motivo quede claro como la luz del día.

—Habrá usted inspeccionado los papeles de sir Bartholomew, ¿verdad?

—Naturalmente, sir Charles. Lo hemos hecho con mucha atención. Le presentaré al inspector Crossfield, que está a cargo del asunto. Es un hombre muy inteligente. Los dos creemos que la profesión de sir Bartholomew está relacionada con el crimen. Un médico conoce infinidad de secretos. Crossfield y la secretaria de sir Bartholomew, la señorita Lyndon, examinaron con atención uno por uno todos los documentos.

—¿No encontraron nada?

—Nada en absoluto.

—¿Se echó de menos algo en la casa: cubiertos, joyas o algo por el estilo?

—No faltaba nada.

—¿Quiénes estaban en la casa?

—Hice una lista, ¿dónde está? ¡Ah! Creo que la tiene Crossfield. Deben ver a Crossfield. De hecho, le espero de un momento a otro para que presente su informe.

En aquel preciso instante sonó un timbre.

—Seguro que es él.

Crossfield era un hombre vigoroso, alto, de hablar lento y mirada aguda. Saludó a su superior y luego fue presentado a los dos visitantes.

Es posible que, de haber estado Satterthwaite solo, no hubiera logrado sacarle gran cosa a Crossfield. Éste no sentía simpatía por los caballeros que venían de Londres con ideas de aficionado. Pero sir Charles era distinto. Había visto trabajar dos veces a Charles Cartwright y la emoción que le causó ver ante él a aquel héroe de las candilejas lo convirtió en una persona locuaz y dicharachera.

—Le vi a usted en Londres, sir Charles. Fui al teatro con mi mujer. La obra era
El dilema de lord Aintree
. Tuvimos que hacer cola durante dos horas para adquirir las localidades, pero mi mujer estaba decidida a verle actuar. Fue en el teatro Pall Mall.

—Aunque hace tiempo que me he retirado de la escena, como usted ya sabe, todavía me recuerdan en el Pall Mall.

Sacó una tarjeta y escribió unas cuantas palabras en ella.

—Cuando usted y su esposa vayan a Londres, entreguen esta tarjeta en la taquilla y les darán las dos mejores localidades.

—Es usted muy amable, sir Charles. Mi mujer se volverá loca de alegría cuando se lo diga.

Después de aquello, Crossfield fue como cera en las manos del actor.

—Es un suceso muy extraño. En toda mi vida me había encontrado ante un caso de envenenamiento por nicotina. Y el doctor Davis tampoco.

—Yo creí que se trataba de una enfermedad causada por fumar demasiado.

—Si he de decirle la verdad, yo también lo creía. Pero el doctor dice que el alcaloide puro es un líquido inodoro y que bastan unas gotas para matar a un hombre casi en el acto.

Sir Charles lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Un veneno muy potente!

—En efecto, sir Charles. Sin embargo, se emplea para usos comunes. En solución, se utiliza para rociar los rosales. También puede obtenerse extrayéndolo del tabaco ordinario.

—¿Para los rosales? —murmuró sir Charles—. ¿Dónde he oído eso?

Frunció el entrecejo y al fin movió la cabeza.

—¿No tiene usted nada nuevo, Crossfield? —preguntó el coronel.

—Nada definitivo. Tenemos informes de que nuestro hombre ha sido visto en Durham, Ipswich, en Balham, en Land's End y en otros doce lugares. Se están haciendo investigaciones para descubrir qué hay de verdad en todo eso.

Luego, volviéndose hacia los otros dos, les explicó:

—En el momento en que se busca a un hombre y se publican sus señas, resulta que no hay pueblo en Inglaterra en el que no haya sido visto.

—¿Qué señas son las de ese hombre? —preguntó Cartwright.

Johnson cogió un papel de encima de la mesa.

—John Ellis, estatura mediana, un poco cargado de espaldas, cabellos grises, patillas cortas, ojos oscuros, voz chillona. Le falta uno de los dientes superiores y no tiene ninguna señal característica.

—Una descripción muy vaga. Fuera de las patillas, que ya se habrá afeitado en este momento, y del diente, no podrá usted basarse más que en su sonrisa.

—Lo malo es que nadie se fija en nada. Yo sé lo que me ha costado obtener esos informes de las criadas del sanatorio. Siempre pasa lo mismo. Me han llegado a describir al mismo hombre diciéndome que era alto, delgado, bajo, robusto, de estatura mediana, enclenque... Entre cincuenta personas ni una sola emplea los ojos debidamente.

—¿Está usted convencido, inspector, de que Ellis es el asesino?

—¿Por qué huyó, si no?

—Esa es la incógnita —replicó sir Charles pensativo.

Crossfield le comentó al coronel las medidas que se estaban tomando. Su superior las aprobó y luego le pidió la lista de los que se hallaban en casa de sir Bartholomew la noche del crimen, lista que fue ofrecida a los dos visitantes:

Martha Leckie: cocinera.
Beatrice Church: primera camarera.
Doris Coker: doncella.
Victoria Ball: doncella.
Alice West: camarera.
Violet Bassington: pinche de cocina.
Todos los arriba citados estaban al servicio de sir Bartholomew desde hacía bastante tiempo. La señora Leckie llevaba en la casa quince años.
Gladys Lyndon: secretaria, treinta y cinco años. Hacía tres que era secretaria de sir Bartholomew a su entera satisfacción.
Invitados:
Lord y lady Eden: 187 Cadogan Square.
Sir Jocelyn y lady Campbell: 1256 Harley Street.
Señorita Angela Sutcliffe: 28 Cantrell Mansions, SW3.
Capitán Dacres y señora: 3 St. John's House, Wl. (La señora Dacres es conocida en el mundo de los negocios como propietaria de Ambrosine Ltd., Brook Street).
Lady Mary y señorita Hermione Lytton Gore: Rose Cottage, Loomouth.
Señorita Muriel Wills: 5 Upper Cathcart Road, Tooting. (Conocida con el seudónimo de Anthony Astor.)
Señor Oliver Manders: Messrs. Speier & Ross, Old Broad Street, EC2.

—En los periódicos no se mencionaba a Manders —dijo sir Charles.

—Estaba allí por accidente —le explicó el inspector—. La motocicleta de ese joven chocó contra una valla, frente al sanatorio, y sir Bartholomew, que según creo le conocía, le invitó a pasar la noche en la casa.

—Qué cosa más curiosa —apuntó sir Charles.

—Sin duda llevaba alguna copa de más —siguió el inspector—. De lo contrario, no se comprende cómo pudo darse de narices contra aquella valla.

—Debieron de ser los vapores del alcohol.

—Es lo que creo yo.

—Bueno, muchas gracias, inspector. ¿Tiene usted algún inconveniente, coronel, en que vayamos a echar un vistazo a la abadía?

—Claro que no. Aunque no creo que descubra usted mucho más de lo que yo le he contado.

—¿Queda alguien en la casa?

—Solo el servicio —contestó Crossfield—. Los invitados se marcharon en cuanto terminó la investigación y la señorita Lyndon volvió a Harley Street.

—¿Podríamos ver al doctor... cómo se llama...? Ah, sí, Davis.

—Es una buena idea.

Tras anotar la dirección del médico, dieron las gracias al coronel Johnson y salieron.

Capítulo III
-
¿Cuál de ellos?

Mientras caminaban a lo largo de la calle, Cartwright preguntó:

—¿Se le ocurre a usted algo, Satterthwaite?

—¿Y a usted, sir Charles? —preguntó a su vez Satterthwaite. Daba la sensación de no querer emitir ningún juicio hasta el último momento.

—Están equivocados, Satterthwaite. Todos están equivocados. Se les ha metido el mayordomo entre ceja y ceja. Para ellos, solo él puede ser el asesino. No, no es eso. No debemos pasar por alto aquella otra muerte, la que ocurrió en mi casa.

—¿Todavía cree que las dos muertes están relacionadas entre sí?

Satterthwaite hizo la pregunta como si ya la hubiese contestado afirmativamente.

—Por fuerza tienen que estar relacionadas. Todo señala en esa dirección. Ahora debemos encontrar el factor común, alguien que estuviese presente en ambas ocasiones.

—Sí —convino Satterthwaite—. Pero no será tan fácil como parece. Tenemos demasiados factores comunes. ¿Se ha fijado, Cartwright, en que casi todos los que asistieron a su fiesta estaban también en la de sir Bartholomew?

Sir Charles asintió.

—Claro que me he fijado. ¿Se da usted cuenta de las deducciones que se pueden sacar?

—No le sigo, Cartwright.

—¡Diablos! Usted cree que todo ha sido mera coincidencia, ¿verdad? Pues no, fue premeditado. ¿Por qué todos los que presenciaron la primera muerte estuvieron también presentes en la segunda? ¿Casualidad? ¡Nada de eso! Era un plan, un plan de Tollie.

—¡Oh!, es posible.

—Es verdad. Usted no conocía a Tollie tan bien como yo. Era un hombre que solo seguía sus propios impulsos. Además, era muy paciente. En todos los años que le traté, nunca le vi burlarse de ninguna opinión, por descabellada que pareciera. Ahora, fíjese en esto: Babbington es asesinado en mi casa. Sí, asesinado, no voy a andarme con rodeos. Tollie se burla de mis sospechas, pero él también las tiene. Ahora bien, él no habla de ellas. No, ese no es su sistema. Poco a poco, en su mente va reconstruyendo el suceso. No me imagino sobre quién recaerían sus sospechas. Sin duda creía que alguno de los presentes era el autor del crimen y preparó un plan para descubrir quién era.

—¿Qué me dice usted de los demás huéspedes, los Eden y los Campbell?

—Solo para despistar.

—¿Cuál cree usted que era el plan?

Cartwright se encogió de hombros de una manera exagerada. En aquel momento era Aristide Duval, aquel cerebro privilegiado del servicio secreto. Al andar, cojeaba del pie izquierdo.

—¿Cómo saberlo? No soy adivino, no tengo la menor idea. Pero había un plan y, si fracasó, fue porque Tollie no creía que el criminal fuese tan listo. Él golpeó el primero.

—¿Él, dice usted?

—O ella. El veneno es un arma más propia de una mujer que de un hombre.

Satterthwaite guardó silencio. Sir Charles continuó:

—¿Piensa usted como yo o bien está con la opinión pública y cree que el mayordomo es el asesino?

—¿Cómo explica usted lo del mayordomo?

—No he pensado en él. En mi opinión, no tiene la menor importancia. Puedo sugerir una explicación.

—¿Cuál?

—Supongamos que la policía tiene razón: Ellis es un malhechor y trabaja con una banda. Ha logrado el empleo mediante documentos falsos. Luego, Tollie es asesinado. ¿Cuál es la situación de Ellis? Un hombre ha sido asesinado y, en su misma casa, hay un sujeto conocido por la policía y cuyas huellas dactilares figuran en el archivo de Scotland Yard. Naturalmente, lo primero que hace es desaparecer.

—¿Por el pasadizo secreto?

—¡Qué va! Sale de la casa mientras uno de esos policías estaba echando una cabezadita.

—Sí, eso parece lo más probable.

—Bueno, ahora dígame usted cuál es su opinión.

—¿La mía? ¡Oh, es la misma que la suya! El mayordomo me parece una pista falsa. Creo que sir Bartholomew y el pobre Babbington fueron asesinados por la misma persona.

—¿Por uno de los invitados?

—Sí, por uno de los invitados.

Durante unos instantes, los dos hombres guardaron silencio. Al fin, Satterthwaite preguntó:

—¿Quién supone usted que fue?

—¡Por Dios, Satterthwaite! ¿Cómo voy a saberlo?

—Así que no lo sabe. Pensé que tal vez tendría usted alguna idea, aunque fuese estrafalaria, alguna sospecha.

—Pues no la tengo. —Se quedó pensativo unos instantes y luego continuó—: Cuando lo pienso detenidamente, creo que ninguno de ellos ha podido cometer ese crimen.

—Me imagino que su teoría es cierta. Debemos descartar a algunas personas definitivamente: la señora Babbington, usted, yo y Manders.

—¿Manders?

—Su entrada en escena fue accidental. No había sido invitado ni se le esperaba, lo que le descarta por completo del círculo de sospechosos.

—También debemos excluir a aquella escritora: Anthony Astor.

—No, esa señorita estaba allí. Es la que se llama Muriel Wills, de Tooting.

—¡Es verdad! Me había olvidado de que se llamaba Wills.

Guardó silencio unos instantes. Satterthwaite era bastante bueno leyendo los pensamientos de la gente. Calibró con mucha precisión lo que estaba pasando por la mente del actor. Cuando éste volvió a hablar, el señor Satterthwaite se congratuló.

—Me parece que tiene usted razón, Satterthwaite. No creo que sir Bartholomew sospechara de nadie en particular, aunque lady Mary y Egg estaban allí. Quizá quiso representar una reconstrucción de la primera muerte. Quizá sospechaba de alguien y quiso que hubiese otros testigos para confirmarlo o algo por el estilo.

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