Su juventud le impactó en aquel momento con su cruda y arrogante ingenuidad.
—Querida, la gente es desagradable por muchos motivos.
—Sí, la mayoría de las personas dan asco —asintió Egg—. Por eso quería yo tanto al viejo Babbington. Porque era un hombre realmente encantador. El fue quien me preparó para recibir la confirmación. Y aunque, por supuesto, la mayor parte de todo eso solo son palabras huecas, él era un verdadero creyente. Yo, señor Satterthwaite, creo en la religión, no como mamá, con todos esos libros de oraciones, servicios religiosos y demás, sino como en algo histórico. La Iglesia está maniatada por la tradición paulina. De hecho está muy confusa, pero el cristianismo en sí mismo está vivo. Por eso puedo ser tan comunista como Oliver. En la práctica, nuestras creencias son en el fondo las mismas, comunidad de bienes y propiedad para todos, pero la diferencia... bueno, no necesito decirlo. Pero los Babbington eran verdaderos cristianos, que no hablaban mal de nadie ni condenaban a los demás. Realmente buenos. Y además, Robin...
—¿Robin?
—Su hijo. Lo mataron en la India. Éramos algo más que amigos.
Egg parpadeó. Su mirada se perdió en el mar. Luego su atención volvió a Satterthwaite.
—Como le decía, encuentro muy extraño todo lo que ha ocurrido. Supongamos que no fuera una muerte natural...
—¡Pero, querida...!
—¡Bueno, es condenadamente extraño! No me negará usted que aquí hay algo raro.
—Pero usted misma ha dicho que los Babbington no tenían ningún enemigo en el mundo.
—Por eso es más extraño. No puedo imaginarme ningún motivo para el asesinato.
—Todo eso son fantasías. En el cóctel no había nada.
—Tal vez le pincharon con alguna aguja hipodérmica.
—Que contenía el veneno de las flechas de los indios sudamericanos —sugirió él en tono irónico.
Egg hizo una mueca.
—¡Eso es! El antiguo veneno que no deja huella. Puede usted reírse, pero algún día verá usted que tenemos razón.
—¿Tenemos?
—Sir Charles y yo.
La joven enrojeció violentamente. Satterthwaite pensó en los versos de su generación, cuando las
Citas para todas las ocasiones
no faltaban en ninguna biblioteca:
Él tenía el doble de años que ella,
y en su mejilla la cicatriz de un antiguo sablazo.
Su cuerpo, todo músculo, parecía de bronce,
y ella levantó los ojos hasta los de él.
Y le amó con aquel amor que era su sino.
Se avergonzó un poco de sí mismo por pensar en versos en aquellos momentos. Tennyson estaba pasado de moda en la actualidad. Aunque sir Charles estaba bronceado, no lucía ninguna cicatriz, y Egg Lytton Gore, aunque era capaz de una gran pasión, no era probable que muriese de amor. Realmente, en ella no había nada de «El lirio de Astolat
[2]
».
Excepto, pensó Satterthwaite, su juventud.
Las muchachas se sienten siempre atraídas por los hombres de mediana edad que tienen un pasado interesante. Egg no parecía una excepción a esa regla.
—¿Por qué no se ha casado sir Charles?
—Pues... —Satterthwaite se detuvo. Su contestación hubiera sido: «Por prevención», pero comprendió que aquella explicación no sería aceptada por Egg Lytton Gore.
Sir Charles Cartwright había tenido relaciones íntimas con distintas mujeres, entre ellas algunas actrices, pero siempre había huido del matrimonio y Egg deseaba una explicación romántica.
—¿No se dijo que estaba enamorado de una joven actriz que murió tísica, cuyo nombre empezaba por M?
Satterthwaite recordó a la joven en cuestión. En efecto, habían circulado algunos rumores sobre ella y Cartwright, pero no creyó ni por un momento que sir Charles permaneciera soltero por respeto a su memoria.
—Estoy segura de que debe de haber tenido infinidad de líos amorosos —prosiguió la muchacha.
—Es probable.
—Me gusta que los hombres tengan líos amorosos —exclamó Egg—. Eso demuestra que son verdaderamente humanos.
El victorianismo de Satterthwaite sufrió cierta congoja. No encontraba palabras para responder. Egg no notó su incomodidad y continuó inspirada:
—Sir Charles es más inteligente de lo que usted cree. Yo sé que hay en él mucha afectación y teatralidad, pero en el fondo tiene un gran cerebro. Sabe llevar un velero mucho mejor de lo que uno imagina al oírle hablar. Seguramente usted está convencido de que todo es una pose, pero no lo es. Como ahora que se ha puesto a hacer de detective. Cree que es para impresionar a la gente. Pues bien, yo le digo: Interpreta su papel mucho mejor de lo que ustedes se figuran.
—Es posible —convino el señor Satterthwaite.
Sin embargo, la inflexión de su voz descubría sus pensamientos. Egg lo comprendió y lo tradujo en palabras.
—Pero su punto de vista es que la muerte de un clérigo no es un misterio, sino simplemente un lamentable incidente en una fiesta. Nada más que una desgracia. ¿Qué piensa monsieur Poirot? Él debería saberlo.
—Monsieur Poirot nos aconsejó que esperásemos el resultado del análisis, pero, en su opinión, todo había sido natural.
—¡Bah! —exclamó Egg—. Se está haciendo viejo. Está ya anticuado —El señor Satterthwaite se sobresaltó, pero ella continuó sin darse cuenta de su propia brutalidad—. Venga usted a casa a tomar el té con mamá. Me ha dicho varias veces que le cae usted muy simpático.
El señor Satterthwaite, muy complacido, aceptó la invitación.
Al llegar a su casa, Egg telefoneó a sir Charles para explicarle la ausencia de su huésped.
Satterthwaite se sentó en un saloncito lleno de tapizados de cretona e impecables muebles antiguos, todo al estilo reina Victoria, una estancia muy femenina, que mereció su aprobación.
Su conversación con lady Mary, aunque no brillante, fue muy agradable. Hablaron de sir Charles. ¿Lo conocía bien el señor Satterthwaite? No íntimamente. Hacía algunos años había tenido un interés financiero en una de las obras que representaba Cartwright. Desde entonces, eran amigos.
—Es un hombre con mucho encanto —afirmó lady Mary—. Yo lo noto tanto como Egg. Supongo que ya habrá advertido usted que Egg siente hacia él la misma admiración que por un héroe.
Satterthwaite se preguntó si lady Mary, como madre, no estaba inquieta por aquella admiración. Pero no daba esa sensación.
—¡Egg conoce tan poco el mundo! —suspiró—. Estamos tan alejadas de él. Uno de mis primos se la llevó una temporada a la ciudad, pero desde entonces solo ha salido de aquí para hacer alguna visita ocasional. Yo creo que los jóvenes tienen que conocer gente y lugares, pero sobre todo gente. De otro modo, sus relaciones se vuelven más peligrosas.
Satterthwaite asintió, pensando en sir Charles y en su velero, pero no era eso lo que lady Mary tenía en mente, como demostró a continuación.
—La llegada de sir Charles ha sido para Egg una verdadera suerte. El ha llenado todos sus horizontes. Aquí hay muy poca gente, en particular hombres. Siempre he temido que Egg llegara a casarse con alguien sin quererle, solo por no haber conocido a nadie más.
El señor Satterthwaite tuvo una repentina intuición.
—¿Se refiere usted al joven Oliver Manders?
Lady Mary se sonrojó sorprendida.
—¡Oh, señor Satterthwaite! ¿Cómo lo ha descubierto usted? En efecto, pensaba en él. Hubo un tiempo en que Oliver y Egg eran inseparables. Tal vez yo esté un poco anticuada, pero no me gustan las ideas de ese joven.
—Ya sabe usted que a la juventud le gusta fantasear.
Lady Mary movió la cabeza.
—Siempre lo he temido. Es muy correcto, por supuesto, y lo conozco bien. Y su tío, que lo ha hecho entrar en su empresa, es un hombre muy rico. No es eso. Es una tontería, pero...
Volvió a mover la cabeza, incapaz de expresarse con más claridad.
Satterthwaite se sintió animado a satisfacer una curiosidad más íntima y afirmó con serenidad y franqueza:
—Sin embargo, lady Mary, no creo que le gustara a usted que su hija se casara con un nombre que le dobla la edad.
La contestación de la dama le dejó sorprendido.
—Puede ser más seguro. A esas alturas, se sabe muy bien lo que se hace. A esta edad, un hombre ha dejado ya atrás sus locuras y pecados. Por tanto, no hay ningún miedo de que vuelva a las andadas.
Antes de que el señor Satterthwaite pudiese replicar, Egg se reunió con ellos.
—Has tardado mucho, niña —le dijo su madre.
—He estado hablando con sir Charles. Está solo. —Se volvió hacia Satterthwaite y le dijo en tono de reproche—: No me ha dicho usted que todos los invitados se habían marchado.
—Se fueron todos ayer, menos el doctor Strange, que pensaba quedarse hasta mañana, pero ha recibido un telegrama urgente y ha tenido que salir para Londres, porque uno de sus pacientes está muy grave.
—¡Qué lástima! —murmuró Egg—. Y yo que pensaba estudiar detenidamente a todos los invitados para intentar encontrar una pista.
—¿Una pista para qué? —preguntó la madre.
—Ya lo sabe el señor Satterthwaite. Oh, bueno, todavía queda Oliver. Le haremos intervenir. Cuando quiere, tiene cerebro.
Cuando Satterthwaite llegó a Crow's Nest, encontró a su anfitrión sentado en la terraza mirando al mar.
—¡Hola, Satterthwaite! Ha ido a tomar el té con lady Lytton Gore, ¿acierto?
—No le importa, ¿verdad?
—¡Por Dios! No diga usted eso. Egg me ha telefoneado, ¡es una muchacha muy particular!
—Es muy atractiva.
—¡Psch! No está mal.
Se levantó y se puso a pasear por la terraza.
—¡Ojalá nunca hubiera venido a este maldito lugar! —anunció de pronto con amargura.
Satterthwaite murmuró para sí: ¡Está perdidamente enamorado! Le embargó una profunda piedad por su anfitrión. A los cincuenta y dos años, el alegre y despreocupado tenorio caía a su vez víctima del amor y le aguardaba el desengaño, porque la juventud solo se siente atraída por la juventud.
Las muchachas no suelen ir con el corazón en la mano y Egg demuestra demasiado que se siente atraída por Cartwright. Si en realidad esa atracción fuese sincera, no la descubriría. No cabe duda de que Manders es el escogido.
Satterthwaite era siempre imparcial en sus suposiciones.
Sin embargo, había desdeñado un factor, sin duda porque él mismo lo desconocía. No había contado con el deslumbramiento que ejerce la madurez sobre la juventud, pues siendo también un hombre maduro, el hecho de que Egg pudiese preferir un cincuentón a un joven le parecía inconcebible. La juventud era para él lo más maravilloso de la vida.
Le afirmó en su creencia el hecho de que Egg llamara después de la cena pidiendo permiso para subir con Oliver y «celebrar una reunión».
Realmente era muy guapo, de hermosos ojos negros y esbelta figura. Por su lánguida actitud, parecía como si se hubiera permitido a sí mismo dejarse llevar por Egg hasta allí, lo que constituía un tributo a la energía de la joven.
—¿No podría usted convencerla para que no interviniese en este asunto? —le preguntó a sir Charles—. La vida tan saludable que lleva hace que rebose energía. Sabes, Egg, tú eres detestablemente entusiasta. Y tus gustos son infantiles: los crímenes, las emociones fuertes y todo eso.
—¿Entonces es usted escéptico, Manders?
—La verdad, me parece algo fantástico que la muerte de ese buen anciano pueda obedecer a otras causas que las naturales.
—Ojalá tenga usted razón —contestó el actor.
Satterthwaite le miró. ¿Qué papel interpretaba Cartwright aquella noche? No era ya el marino retirado, ni el célebre detective internacional. No, el suyo era un papel nuevo y desconocido.
Sintió una profunda sorpresa cuando acabó por descubrirlo. Esta vez interpretaba un papel secundario junto a Manders.
Se sentó, dejando su rostro en la sombra y se puso a observar a Egg y a Oliver, que discutían, ella calurosamente y él con languidez.
Sir Charles parecía más viejo que de costumbre, viejo y cansado.
Más de una vez la joven recurrió a él, pero sus respuestas fueron displicentes.
La discusión acabó a las once. Sir Charles salió con ellos a la terraza y les ofreció una linterna para bajar el sendero.
Pero no hacía falta linterna alguna porque era una hermosa noche de luna llena. Los muchachos descendieron juntos y sus voces se fueron debilitando a medida que se alejaban.
Con luna llena o sin ella, Satterthwaite no estaba para coger un resfriado y volvió a la sala. Cartwright permaneció todavía unos instantes en la terraza. Luego entró y, después de cerrar el ventanal, se sirvió una copa.
—Satterthwaite —murmuró—, mañana me marcho.
—¿Qué dice? —exclamó el otro asombrado.
En el rostro del actor se dibujó una melancólica sonrisa de placer ante el efecto de sus palabras.
—No puedo hacer otra cosa —afirmó en un tono teatral—. Tengo que vender este lugar. Nadie sabrá nunca lo que ha significado para mí.
Después de representar un papel secundario, el orgullo de sir Charles se desquitaba representando la escena de «la renunciación» que tantas veces había representado en infinidad de dramas, al alejarse de la mujer de su amigo, renunciando a la muchacha a quien amaba. Pero en su voz había cierto tono de petulancia cuando continuó:
—No me diga nada, es la única solución. La juventud para la juventud. Esos dos están hechos el uno para el otro. Debo marcharme.
—Pero ¿adonde?
El actor hizo un gesto indiferente.
—A cualquier sitio. ¿Qué importa el lugar? —Después añadió, cambiando ligeramente de tono—. Probablemente a Montecarlo. —Y luego, llevando la emoción a lo más sublime, prosiguió—: En medio del desierto o entre la muchedumbre. ¿Qué más da si el corazón está solo, aislado? He sido siempre un alma solitaria.
Después de aquello, se imponía el mutis. Saludó a su amigo y salió de la habitación.
Satterthwaite se levantó, dispuesto a irse a la cama.
Pero no será al desierto adonde vayas, pensó.
A la mañana siguiente, sir Charles se excusó ante su amigo por marcharse aquel mismo día a la ciudad.
—No se vaya usted, quédese hasta mañana como pensaba. Ya sé que de aquí irá a Tavistock, a casa de los Haberton. El coche vendrá a buscarlo. No puedo quedarme después de haber tomado mi determinación. No puedo mirar hacia atrás. No, no puedo.