Tragedia en tres actos (9 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Sí, claro —afirmó sir Charles—, no es un nombre fácil de entender por teléfono. Muchas gracias, Beatrice. Ahora hablaremos con Alice.

Cuando la primera camarera abandonó la habitación, sir Charles y Satterthwaite se miraron.

—La señorita Wills fisgoneando, el capitán Dacres borracho, la señora Dacres sin expresar la menor emoción. No se puede sacar nada en limpio de todo esto.

—Muy poco, realmente.

—Confiemos en Alice.

Alice era una mujer muy seria, de ojos oscuros. Aparentaba unos treinta años. Estaba muy dispuesta a hablar.

No creía en la culpabilidad del señor Ellis. Era demasiado caballero. La policía había sugerido la idea de que tal vez fuese solo un ladrón, pero Alice estaba segura de que no lo era.

—¿Está usted convencida de que era un honrado y típico mayordomo? —preguntó sir Charles.

—No, típico no. No se parecía a ninguno de los mayordomos que yo conozco. Lo hacía todo de una manera muy distinta.

—Usted no cree que él envenenase a su señor, ¿verdad?

—No sé cómo hubiera podido hacerlo. Yo servía la cena con él y no hubiera tenido la oportunidad de poner nada en la comida de sir Bartholomew sin que yo lo viera.

—¿Y en la bebida?

—Fue sirviendo de las botellas. Primero, jerez con la sopa. Luego, vino del Rin y clarete. Si hubiera habido algo en el vino, se hubiesen envenenado todos los que bebieron. El señor no tomó nada diferente de los demás invitados. Con el oporto, pasó lo mismo: todos los caballeros bebieron y algunas señoras también tomaron algunas copitas.

—¿Se llevaron todas las copas en una bandeja?

—Sí, yo sostenía la bandeja y el señor Ellis las recogía. Luego llevó la bandeja a la despensa y allí estuvieron hasta que la policía las hizo examinar. Las copas de oporto estaban todavía en la mesa, pero la policía no encontró nada en ellas.

—¿Está usted segura de que el doctor no tomó o bebió algo que no tomaran o bebieran los que le acompañaban?

—Que yo viese, no. Estoy segura de que no.

—¿Nada que le diera alguno de los invitados?

—¡Oh, no!

—¿Sabe usted algo de cierto pasadizo secreto que hay en algún sitio de la casa?

—Uno de los jardineros me contó no sé qué de un pasadizo. Creo que llega hasta el bosque, donde hay algunas paredes y ruinas, pero yo nunca he visto ningún acceso en la casa.

—¿Lo conocía Ellis?

—No, estoy segura de que no sabía nada de ese pasadizo.

—¿Quién cree usted, Alice, que mató a su señor?

—No tengo la menor idea. No puedo sospechar de ninguno de los invitados. Más bien creo que fue un accidente.

—Muchas gracias, Alice.

—Si no fuese por la muerte de Babbington —opinó sir Charles cuando la muchacha se retiró—, podríamos creer que la criminal fue ella. Es una muchacha muy atractiva. Además, estaba en el comedor. Pero no, no es factible. Está el asesinato de Babbington. Además, Tollie nunca se fijó en las mujeres guapas, no era ese tipo de hombre.

—Pero tenía cincuenta y cinco años —le recordó Satterthwaite.

—¿Por qué lo dice?

—Es la edad en que los hombres suelen perder la cabeza por una mujer. Aunque nunca lo hayan hecho antes.

—Hombre, Satterthwaite, ¡que yo estoy cerca de los cincuenta y cinco!

—Ya lo sé.

Ante la mirada de su amigo, sir Charles bajó los ojos y el rubor invadió su rostro.

Capítulo V
-
En la habitación del mayordomo

—¿Qué le parece si visitamos la habitación del mayordomo? —preguntó Satterthwaite al advertir el rubor de su compañero.

—Me parece muy bien. Precisamente, ahora se lo iba a proponer.

—Por supuesto, la policía habrá registrado ya todos los rincones.

—La policía...

Aristide Duval hizo un gesto que demostraba el desdén que sentía por la policía. Deseoso de olvidar su momentánea debilidad, se consagró de lleno a su papel.

—Todos los policías son unos cabezotas. ¿Qué han buscado en la habitación de Ellis? Pruebas de su culpabilidad, ¿verdad? Pues nosotros buscaremos pruebas de su inocencia, lo cual es muy distinto.

—¿Cree usted en la inocencia de Ellis?

—Si no nos equivocamos con respecto a la muerte de Babbington, tiene que ser inocente.

—Sí, además...

Satterthwaite no llegó a completar la frase. Iba a sugerir que Ellis era un criminal que habría sido descubierto por sir Bartholomew y que, en consecuencia, Ellis lo habría tenido que asesinar por lo que el crimen sería de un absurdo supino. Pero justo a tiempo recordó que sir Bartholomew era un buen amigo de Cartwright y que este había sufrido duramente la pérdida.

A primera vista, la habitación de Ellis no prometía ningún descubrimiento notable. Los trajes colocados en el armario, todos de un corte excelente, llevaban etiquetas de distintos sastres. Era indudable que se los habían regalado diferentes dueños. La ropa interior era del mismo estilo. Los zapatos, muy limpios, estaban en sus cajas.

Satterthwaite cogió un zapato y murmuró: «Treinta y nueve». Pero como no había ninguna huella de zapato en el caso, el tamaño de estos no tenía la menor importancia.

Parecía evidente que Ellis se había llevado su uniforme de mayordomo y el señor Satterthwaite apuntó a sir Charles que esto era un hecho bastante notable.

—Ningún hombre en sus cabales se marcha así de una casa. Al contrario, se hubiera puesto un traje corriente.

—Sí, es extraño. Aunque sea absurdo, parece que en realidad no haya salido de la casa. Pero eso, claro, es una tontería.

Siguieron sus pesquisas. No había ni cartas ni documentos, excepto un recorte de periódico que hablaba de la curación de los callos y otro que se refería a la próxima boda de la hija de un duque.

Había también, sobre una mesita, un papel secante y un frasquito de tinta, pero ninguna pluma. Sir Charles acercó el secante al espejo sin el menor resultado. Estaba muy usado y la tinta parecía muy vieja.

—O bien no ha escrito ninguna carta desde aquí o no las secó —dijo Satterthwaite—. Este papel secante es muy viejo. ¡Ah, sí! —exclamó y señaló triunfalmente un casi indescifrable «L. Baker»—. Juraría que Ellis ni siquiera lo ha usado.

—Es muy extraño, ¿verdad? —puntualizó sir Charles calmosamente.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que es muy corriente que un hombre escriba cartas.

—No, si es un criminal.

—Tal vez tenga usted razón. Es indudable que debe de haber algo turbio en su vida para que desaparezca como lo ha hecho. Todo lo que podemos decir es que él no mató a Tollie.

Inspeccionaron con minuciosidad el cuarto: levantaron la alfombra, miraron debajo de la cama. No había nada. Tan solo una mancha de tinta junto a la chimenea. La habitación estaba decepcionantemente vacía.

Se marcharon, desilusionados. Como detectives, habían fracasado. Es muy posible que cruzase por sus cabezas el pensamiento de que las cosas están mucho mejor dispuestas en los libros.

Tuvieron una charla con los restantes miembros del servicio, los más jóvenes a cargo de la señora Leckie y Beatrice Church, pero no consiguieron nada más.

Por fin llegó la hora de irse.

—Bueno, Satterthwaite —dijo sir Charles mientras atravesaban el parque, donde el chófer de Satterthwaite les esperaba con el coche—. ¿No se le ocurre nada?

Satterthwaite reflexionó. No le gustaba que le apremiasen a contestar. Reconocer que la excursión había sido solo una manera de perder el tiempo, quedaba descartado. Repasó las declaraciones de los criados y vio que, en realidad, habían sacado muy poco en limpio.

La señorita Wills había fisgoneado, la señora Dacres no se había emocionado lo más mínimo y el capitán Dacres se había emborrachado. Era un resultado muy pobre a menos que se considerara que la complacencia de Freddie Dacres mostraba su escaso sentimiento de culpabilidad. Pero, como ya sabía el señor Satterthwaite, se emborrachaba tan a menudo que...

—¿Y bien? —repitió el actor impaciente.

—No se me ocurre nada —confesó el otro de mala gana—. Excepto, claro está, que Ellis tiene callos como parece indicar el recorte.

Cartwright sonrió.

—Es una deducción muy razonable, pero ¿nos conduce a algún sitio?

Satterthwaite confesó que no.

—Hay otra cosa —empezó a decir.

—Adelante, hombre. Cualquier cosa será de gran ayuda.

—Pues que me parece un poco extraño que sir Bartholomew gastase bromas a su mayordomo. ¿Recuerda usted lo que dijo la camarera? Me parece algo impropio de él.

—Lo es. Conocía a Tollie desde hace muchos años y le aseguro que no era un bromista. No hubiera hablado así de no haber algún motivo. Tiene usted razón, Satterthwaite, es un detalle. Veamos, ¿qué es lo que podemos sacar en limpio?

—Bueno... —empezó Satterthwaite.

Pero la pregunta de sir Charles había sido un simple pretexto. En realidad, no le interesaba en lo más mínimo el punto de vista de Satterthwaite, sino exponer el suyo propio.

—¿Recuerda usted cuándo ocurrió ese incidente? —le interrumpió—. Fue inmediatamente después de que Ellis llevara ese mensaje que había recibido por teléfono. Por lo tanto, lo más probable es que fuese ese recado lo que le hizo gracia a Tollie. Recordará usted que se lo hice contar a la camarera.

Satterthwaite asintió.

—Sí, el mensaje decía que una mujer llamada la señora de Rushbridger había llegado al sanatorio —dijo para demostrar que él también había escuchado con atención—. Sin embargo, no me parece que haya nada de particular.

—En realidad, no lo parece. Pero si nuestro razonamiento no es equivocado, el recado tiene que tener algún significado.

—¿Usted cree?

—Desde luego. Hemos de descubrir ese significado. Tengo la impresión de que se trata de algún código. Si Tollie había estado haciendo investigaciones sobre la muerte de Babbington, eso quizá tuviera relación con ellas. Tal vez empleó a algún detective privado para aclarar algo diciéndole que, si por casualidad sus sospechas resultaban justificadas, lo llamara y dijera una frase convenida que no llamara la atención a nadie, lo que explicaría su buen humor y también que le preguntara a Ellis si había entendido con toda exactitud el nombre de esa señora, cuando él sabía muy bien que tal persona no existía. De hecho, eso explicaría el ligero desequilibrio que una persona muestra cuando ha conseguido lo que se podría llamar un buen tanto.

—Entonces, ¿le parece a usted que no existe esa señora de Rushbridger?

—¡Hombre! Creo que deberíamos cerciorarnos de su existencia.

—¿Cómo?

—Iremos al sanatorio y se lo preguntaremos a la directora.

—Se extrañarán.

—Déjelo usted en mis manos.

Dieron media vuelta y se dirigieron al sanatorio.

—Y usted, Cartwright, ¿ha sacado algo en limpio de la visita?

—Sí, algo me llamó la atención, pero no sé qué diablos es. No puedo recordarlo.

Satterthwaite le miró sorprendido.

—No sé cómo explicárselo —siguió el actor—. Fue algo que, en el momento de oírlo, me resultó extraño, pero no tuve tiempo de pensar en ello. ¡Qué rabia! Sin duda se ha escondido en algún rincón de mi cerebro.

—¿No consigue usted recordar de qué se trata?

—No, solo recuerdo que en cierto momento me dije: Esto es extraño.

—¿Fue cuando interrogábamos a las criadas? ¿Cuál de ellas?

—Ya le he dicho que no lo recuerdo y, cuantos más esfuerzos hago, peor. Hay que dejarlo estar y ya volverá por sí solo.

Llegaron al sanatorio. Era un edificio moderno, separado del jardín por una valla. Fueron hasta la casa y preguntaron por la directora.

Era una mujer delgada, de mediana edad y de rostro inteligente. Conocía de nombre a sir Charles como amigo de sir Bartholomew Strange.

Sir Charles le explicó que acababa de llegar del extranjero y que se había horrorizado ante la muerte de su amigo y las terribles sospechas que tenía la policía. Había ido a la casa para averiguar el máximo número de detalles posibles. La directora habló en términos calurosos de sir Bartholomew y de sus éxitos como médico. Sir Charles se interesó por lo que iba a ocurrir con el sanatorio. La señora le explicó que sir Bartholomew tenía dos socios, ambos médicos. Uno de ellos vivía allí.

—Sir Bartholomew estaba muy orgulloso de este lugar —dijo sir Charles.

—Sí, su tratamiento tenía mucho éxito.

—La mayoría eran enfermos nerviosos, ¿verdad?

—Sí.

—Esto me trae a la memoria a una señora que encontré en Montecarlo. Me dijo que pensaba venir aquí. No recuerdo su nombre... ¡Ah, sí! Es un nombre tan extraño... de Rushbridger, de Rushbridger o algo parecido.

—¿La señora de Rushbridger dice usted?

—¡Eso es! ¿Está aquí?

—Sí. Pero de momento no la podrá usted visitar. Está en tratamiento —la directora sonrió—. No le está permitido recibir cartas, ni visitas que la exciten.

—No estará muy mal, ¿verdad?

—Tiene los nervios destrozados, le falla la memoria... Su curación es solo cosa de tiempo.

La directora sonrió tranquilizadora.

—Creo recordar haberle oído decir a Tollie, sabe usted, sir Bartholomew, que más que una paciente era una amiga. ¿Es verdad?

—No lo creo. Por lo menos, el doctor nunca lo dijo. Hace poco que ella ha llegado de la India y, por cierto, que ocurrió una cosa muy graciosa relacionada con ella. El nombre de esa señora es muy difícil de recordar y, como la criada que tenemos aquí es medio tonta, cuando vino a anunciarme la llegada de la paciente, me dijo: «La señora india ha llegado».

—Sí, realmente es muy gracioso. Bien, muchas gracias por todo y créame que ha sido un gran placer conocerla. Sir Bartholomew me hablaba de usted y de la mucha estima en que la tenía por lo acertado de su proceder —terminó sir Charles mintiendo.

—El doctor exageraba —replicó la directora, ruborizada de placer—. ¡Era un hombre tan bueno! ¡Ha sido una gran pérdida para nosotros! ¡Y pensar que lo han asesinado! ¿Quién podría desearle ningún mal al doctor Strange? No lo sé, es increíble. Ese odioso mayordomo... Espero que la policía lo capture. Además, lo asesinó sin ningún motivo.

Cartwright meneó la cabeza mostrando su pesar y se despidieron. Emprendieron el camino de regreso a la carretera donde les esperaba el coche.

Para desquitarse del forzado silencio que había guardado durante la conversación de su amigo con la directora, Satterthwaite demostró un gran interés por el accidente de Oliver Manders, acosando a preguntas al guardián de la finca con verdadero interés.

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