Hay que confesar que en Saint Mary Mead reinaba cierta malsana satisfacción. ¡La señorita Lavinia había alardeado tanto de su maravillosa Mary...!
—Y, total, ha resultado una vulgar ladrona.
A esto siguieron interesantes descubrimientos. Mary, no sólo había desaparecido, sino que la agencia que la colocó pudo comprobar que la Mary Higgins que recurrió a ellos y cuyas referencias dieron por buenas, era una impostora. La verdadera Mary Higgins era una fiel sirvienta que vivía con la hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar de Cornwall.
—Ha sido endiabladamente lista —tuvo que admitir el inspector Slack—. Y si quieren saber mi opinión, creo que esa mujer trabaja con una banda de ladrones. Hace un año hubo un caso parecido en Northumberland. No la cogieron ni pudo recuperarse lo robado. Sin embargo, nosotros lo haremos algo mejor.
El inspector Slack era un hombre de carácter muy optimista.
No obstante, iban transcurriendo las semanas y Mary Higgins continuaba triunfalmente en libertad. En vano el inspector Slack redoblaba la energía que le era característica.
La señora Lavinia permanecía llorosa, y la señorita Emilia estaba tan contraída e inquieta por su estado que envió a buscar al doctor Haydock.
El pueblo entero estaba ansioso por conocer lo que opinaba de la enfermedad de miss Emilia, pero, claro, no podían preguntárselo. Sin embargo, pudieron informarse gracias al señor Meek, el ayudante del farmacéutico, que salía con Clara, la doncella de la señora Price-Ridley. Entonces se supo que el doctor Haydock le había recetado una mezcla de asafétida y valeriana, que según el señor Meek, era lo que daban a los
maulas
del Ejército que se fingían enfermos.
Poco después supieron que la señorita Emilia, carente de la atención médica que precisaba, había declarado que en su estado de salud consideraba necesario permanecer cerca del especialista de Londres que comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo por Lavinia.
El piso quedó por alquilar.
Varios días después, la señorita Marple, bastante sofocada, llegó al puesto de la policía de Much Benham preguntando por el inspector Slack.
Al inspector Slack no le era simpática la señorita Marple, pero se daba cuenta de que el jefe de Policía, coronel Melchett, no compartía su opinión. Por lo tanto, aunque de mala gana, la recibió.
—Buenas tardes, señorita Marple. ¿En qué puedo servirla?
—¡Oh, Dios mío! —repuso la solterona—. Veo que tiene usted mucha prisa.
—Hay mucho trabajo —replicó el inspector Slack—; pero puedo dedicarle unos minutos.
—¡Oh, Dios mío! Espero saber exponer con claridad lo que vengo a decirle. Resulta tan difícil explicarse, ¿no lo cree usted así? No, tal vez usted no. Pero, compréndalo, no habiendo sido educada por el sistema moderno..., sólo tuve una institutriz que me enseñaba las fechas del reinado de los reyes de Inglaterra y cultura general... Doctor Brewer.., tres clases de enfermedades del trigo... pulgón... añublo... y, ¿cuál es la tercera?, ¿tizón?
—¿Ha venido a hablarme del tizón? —preguntóle el inspector, enrojeciendo acto seguido.
—¡Oh, no, no! —apresuróse a responder miss Marple—. Ha sido un ejemplo. Y qué superfluo es todo eso, ¿verdad..., pero no le enseñan a uno a no apartarse de la cuestión, que es lo que yo quiero. Se trata de Gladdie, ya sabe, la doncella de las señoritas Skinner.
—Mary Higgins —dijo el inspector Slack.
—¡Oh, sí! Ésa fue la segunda doncella; pero yo me refiero a Gladdie Holmes..., una muchacha bastante impertinente y demasiado satisfecha de sí misma, pero muy honrada, y por eso es muy importante que se la rehabilite.
—Que yo sepa no hay ningún cargo contra ella —repuso el inspector.
—No; ya sé que no se la acusa de nada..., pero eso aún resulta peor, porque ya sabe usted, la gente se imagina cosas. ¡Oh, Dios mío..., sé que me explico muy mal! Lo que quiero decir es que lo importante es encontrar a Mary Higgins.
—Desde luego —replicó el inspector—. ¿Tiene usted alguna idea?
—Pues a decir verdad, sí —respondió la señorita Marple—. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No le sirven de nada las huellas dactilares
—¡Ah! —repuso el inspector Slack—. Ahí es donde fue más lista que nosotros. Hizo la mayor parte del trabajo con guantes de goma, según parece. Y ha sido muy precavida..., limpió todas las que podía haber en su habitación y en la fregadera. ¡No conseguimos dar con una sola huella en toda la casa!
—Y si las tuviera, ¿le servirían de algo?
—Es posible, señora. Pudiera ser que las conocieran en el Yard. ¡No sería éste su primer hallazgo!
La señorita Marple asintió muy contenta y abriendo su bolso sacó una caja de tarjetas; en su interior, envuelto en algodones, había un espejito.
—Es el de mi monedero —explicó—. En él están las huellas digitales de la doncella. Creo que están bien claras... puesto que antes tocó una sustancia muy pegajosa.
El inspector estaba sorprendido.
—¿Las consiguió a propósito?
—¡Naturalmente!
—¿Entonces, sospechaba ya de ella?
—Bueno, ¿sabe usted?, me pareció demasiado perfecta. Y así se lo dije a la señorita Lavinia, pero no supo comprender la indirecta. Inspector, yo no creo en las perfecciones. Todos nosotros tenemos nuestros defectos... y el servicio doméstico los saca a relucir bien pronto.
—Bien —repuso el inspector Slack, recobrando su aplomo—. Estoy seguro de que debo estarle muy agradecido. Enviaré el espejo al Yard y a ver qué dicen.
Se calló de pronto. La señorita Marple había ladeado ligeramente la cabeza y le contempló con fijeza.
—¿Y por qué no mira algo más cerca, inspector?
—¿Qué quiere decir, señorita Marple?
—Es muy difícil de explicar, pero cuando uno se encuentra ante algo fuera de lo corriente, no deja de notarlo... A pesar de que a menudo pueden resultar simples naderías. Hace tiempo que me di cuenta, ¿sabe? Me refiero a Gladdie y al broche. Ella es una chica honrada; no lo cogió. Entonces, ¿por qué lo imaginó así la señorita Skinner? Miss Lavinia no es tonta..., muy al contrario. ¿Por qué tenía tantos deseos de despedir a una chica que era una buena sirvienta, cuando es tan difícil encontrar servicio? Eso me pareció algo fuera de lo corriente..., y empecé a pensar. Pensé mucho. ¡Y me di cuenta de otra cosa rara! La señorita Emilia es una hipocondríaca, pero es la primera hipocondríaca que no ha enviado a buscar en seguida a uno u otro médico. Los hipocondríacos adoran a los médicos. ¡Pero la señorita Emilia, no!
—¿Qué es lo que insinúa, señorita Marple?
—Pues que las señoritas Skinner son unas personas muy particulares. La señorita Emilia pasa la mayor parte del tiempo en una habitación a oscuras, y si eso que lleva no es una peluca... ¡me como mi moño postizo! Y lo que digo es esto: que es perfectamente posible que una mujer delgada, pálida y de cabellos grises sea la misma que la robusta, morena y sonrosada... puesto que nadie puede decir que haya visto alguna vez juntas a la señorita Emilia y a Mary Higgins. Necesitaron tiempo para sacar copias de todas las llaves, y para descubrir todo lo referente a la vida de los demás inquilinos, y luego... hubo que deshacerse de la muchacha del pueblo. La señorita Emilia sale una noche a dar un paseo por el campo y a la mañana siguiente llega a la estación convertida en Mary Higgins. Y luego, en el momento preciso, Mary Higgins desaparece y con ella la pista. Voy a decirle dónde puede encontrarla, inspector... ¡En el sofá de Emilia Skinner...! Mire si hay huellas dactilares, si no me cree, pero verá que tengo razón. Son un par de ladronas listas... esas Skinner... sin duda en combinación con un vendedor de objetos robados... o como se llame. ¡Pero esta vez no se escaparán! No voy a consentir que una de las muchachas de la localidad sea acusada de ladrona. Gladdie Holmes es tan honrada como la luz del día y va a saberlo todo el mundo. ¡Buenas tardes!
La señorita Marple salió del despacho antes de que el inspector Slack pudiera recobrarse.
—¡Cáspita! —murmuró—. ¿Tendrá razón, acaso?
No tardó en descubrir que la señorita Marple había acertado una vez más.
El coronel Melchett felicitó al inspector Slack por su eficacia y la señorita Marple invitó a Gladdie a tomar el té con Edna, para hablar seriamente de que procurara no dejar un buen empleo cuando lo encontrara.
—Bueno —dijo el doctor Haydock a su paciente—. ¿Qué tal se encuentra hoy?
La señorita Marple le sonrió beatíficamente desde las almohadas.
—Supongo que estoy mejor —admitió—; pero me siento terriblemente decaída. No puedo dejar de pensar que hubiera sido mucho mejor que hubiese muerto. Después de todo, soy una anciana. Nadie me quiere ni se acuerda de mí.
El doctor Haydock la interrumpió con su habitual brusquedad.
—Sí, sí; la reacción típica después de este tipo de gripe. Lo que usted necesita es algo que la distraiga. Un tónico mental.
La señorita Marple sonrió moviendo la cabeza.
—Y lo que es más —continuó el doctor Haydock—. ¡He traído conmigo la medicina!
Y puso un gran sobre encima de la cama.
—Es lo que necesita. La clase de rompecabezas que la pondrá buena.
—¿Un rompecabezas? —La señorita Marple parecía interesada.
—Es un pequeño trabajo literario... —dijo el doctor enrojeciendo un tanto—. Intenté convertirlo en una historia. Él dijo, ella dijo, la chica Pensó..., etcétera. Los hechos del relato son ciertos.
—Pero, ¿por qué dice que es un rompecabezas? —preguntó la señorita Marple.
—Porque usted tiene que encontrar la solución. —Él sonrió—. Quiero ver si es usted tan inteligente como siempre ha demostrado serlo. Y dicho esto se despidió.
La señorita Marple cogió el manuscrito y comenzó a leer.
* * *
—¿Y dónde está la novia? —preguntó la señorita Harmon en tono jovial.
Todo el pueblo estaba deseoso de ver a la rica y joven esposa que Harry Laxton se había traído del extranjero. La impresión general era que Harry..., un joven malvado e incorregible..., había tenido mucha suerte. Todo el mundo experimentó siempre un sentimiento de indulgencia hacia Harry. Incluso los propietarios de las ventanas víctimas del uso de un tirador sintieron disiparse su indignación ante la expresión arrepentida del muchacho. Había roto cristales, robado en los huertos, cazado conejos en los vedados y más tarde contrajo deudas, y se enredó con la hija del estanquero..., pero luego la dejó y fue enviado a África... y el pueblo, representado por varias solteronas maduras, murmuró, indulgente: «¡Ah, bueno! ¡Excesos de juventud! ¡Ya sentará la cabeza!»
Y ahora, el hijo pródigo había vuelto..., no en la desgracia, sino en pleno éxito. Harry Laxton se «hizo bueno». Desarraigó sus vicios, trabajó de firme, y por fin contrajo matrimonio con una jovencita anglo—francesa poseedora de una considerable fortuna.
Harry pudo haber decidido vivir en Londres o comprar una finca en algún condado de caza que estuviera de moda, mas prefirió regresar a aquella parte del país que era un hogar para él. Y del modo más romántico, adquirió las propiedades abandonadas de Dower House donde transcurriera su niñez.
Kingsdean House había permanecido sin alquilar durante cerca de sesenta años, cayendo gradualmente en la decadencia y abandono. Un viejo guardián y su esposa habitaban en un ala de la casa. Era una mansión grandiosa e impresionante, cuyos jardines estaban invadidos por espesa vegetación entre la que emergían los árboles como seres encantados.
Dower House era una casa agradable y sin pretensiones que durante años tuvo alquilada el mayor Laxton, padre de Harry. Cuando niño, el muchacho había vagado por las propiedades de Kingsdean y conocía palmo a palmo los intrincados bosques, y la propia casa, que siempre le fascinó.
Hacia varios años que muriera el mayor Laxton, y por eso se pensó que Harry ya no tenía lazos que lo atrajeran.. y, sin embargo, volvió al hogar de su niñez y llevó a él a su esposa. La vieja y arruinada Kingsdean House fue demolida, y un ejército de contratistas y obreros la reconstruyeron en brevísimo tiempo. La riqueza consigue verdaderas maravillas. Y la nueva casa, blanca y rosa, surgió resplandeciente entre los árboles.
Luego acudió un pelotón de jardineros, a los que siguió una procesión de camiones cargados de muebles.
La casa estaba lista. Llegaron los criados, y por último un lujosísimo automóvil depositó a Harry y a su esposa ante la puerta principal.
Todo el pueblo apresuróse a visitarle, y la señorita Price, dueña de la mayor casa de la localidad, y que se consideraba la número uno en sociedad, envió tarjetas de invitación para una fiesta «en honor de la novia».
Fue un gran acontecimiento. Varias señoras estrenaron vestidos, y todo el mundo se sentía excitado y curioso, ansiando conocer a aquella criatura ¡Decían que semejaba salida de un cuento de hadas!
La señorita Harmon, la solterona franca y bonachona, lanzó inmediatamente su pregunta, mientras se abría paso a través del concurrido salón, y miss Brent, otra solterona delgada y agriada, le fue informando.
—¡Oh, querida, es encantadora! Y tan educada y joven. La verdad, una siente envidia al ver a alguien como ella que lo tiene todo: buena presencia, dinero y educación..., es distinguidísima, nada de vulgar.. ¡y tiene a Harry tan enamorado...!
—¡Ah! —exclamó la señorita Harmon—. Llevan muy poco tiempo de casados.
—¡Oh, querida! ¿De veras crees...?
—Los hombres son siempre los mismos. El que ha sido un alegre vividor, lo sigue siendo siempre. Los conozco bien.
—¡Dios mío!, pobrecilla. —La señorita Brent parecía mucho más satisfecha.
—Sí, supongo que va a tener trabajo con él. Alguien debiera avisaría. ¿Sabrá algo de su vida pasada?
—Me parece muy poco digno —dijo la señorita Brent— que no le haya contado nada. Sobre todo habiendo sólo una farmacia en todo el pueblo.
Puesto que la en otro tiempo hija del estanquero estaba ahora casada con el señor Edge, el farmacéutico.
—Seria mucho más agradable —dijo la señorita Brent— que la señora Laxton tratase con Boots en Much Benham.
—Me atrevo a asegurar que el mismo Harry se lo propondrá —repuso miss Harmon, convencida.
Y de nuevo cruzaron una mirada significativa.
—Pero, desde luego, yo creo que ella debiera saberlo —concluyó la señorita Harmon.