Tres ratones ciegos (17 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Bueno —le dijo—, ¿cuál es su veredicto?

—¿Y cuál es el problema? —replicó la señorita Marple.

—Oh, mi querida señora, ¿es que tengo que decírselo?

—Supongo que se trata de la extraña conducta de la vieja guardiana. ¿Por qué se conduciría de aquella extraña manera? A la gente le duele verse arrojada de sus antiguos hogares, pero aquella no era su casa propia... y solía lamentarse y refunfuñar cuando vivía en ella. Sí, desde luego, resulta muy curioso. A propósito, ¿qué fue de la vieja?

—Se largó a Liverpool. El accidente la asustó. Se cree que allí esperaría su barco.

—Todo muy conveniente... para alguien —repuso la señorita Marple—. Sí; creo que el misterio de la Conducta de la Guardiana puede ser resuelto fácilmente. Soborno, ¿no fue así?

—¿Cuál es su solución?

—Pues si no era natural en ella el comportamiento de aquel modo, debía estar «representando una comedia», como puede decirse, y eso significa que alguien le pagó para que lo hiciera.

—¿Y sabe usted quién fue ese alguien?

—Oh, me parece que sí. Me temo que también esta vez el móvil ha sido el dinero. He observado que los hombres siempre, salvo excepciones, tienden a admirar el mismo tipo de mujer.

—No la comprendo.

—Todo coincide. Harry Laxton admiraba a Bella Edge, morena y vivaracha. La sobrina de usted, Clarice, pertenece al mismo tipo. Mas la pobrecita esposa de Laxton era completamente distinta rubia y dulce..., opuesta a su ideal. De modo que debió casarse con ella por su dinero, y la asesinó... por lo mismo.

—¿Ha dicho usted la asesinó?

—Me parece un tipo capaz de una cosa así. Atractivo para las mujeres y sin escrúpulos. Me imagino que quiso conservar el dinero de su esposa y luego casarse con su sobrina de usted. Es posible que le vieran hablando con la señora Edge, pero yo no creo que le interesara ya..., aunque me atrevo a decir que pudo darle a entender que sí para sus fines. Supongo que no le costaría dominarla.

—¿Y cómo la mató, según usted?

La señorita Marple estuvo mirando al vacío durante algunos segundos con sus soñadores ojos azules.

—Estuvo muy bien tramado... con el testimonio además de los repartidores del pan. Ellos vieron a la vieja, y claro, el susto del caballo, pero yo me imagino que con cualquier cosa..., tal vez un tirador..., solía tener mucha puntería con el tirador. Sí, pudo dispararle en el preciso momento que cruzaba la verja. Naturalmente, el caballo se encabritó arrojando de la silla a la señora Laxton.

Se interrumpió con el ceño fruncido.

—La caída pudo matarla, pero Laxton no podía tener la seguridad absoluta de ello y al parecer es de esos hombres que trazan sus planes con todo cuidado sin dejar ningún cabo suelto. Al fin y al cabo, la señora Edge podría proporcionarle algo a propósito sin que se enterara su marido. Sí; creo que Harry debió tener a mano alguna droga poderosa, para administrársela antes de que usted llegara. Después de todo, si una mujer se cae del caballo sufriendo graves heridas y luego fallece sin recobrar el conocimiento, bueno... cualquier médico no vería en ella nada anormal, ¿no es cierto? Lo atribuiría al golpe.

El doctor Haydock asintió con la cabeza.

—¿Por qué sospechó usted? —quiso saber la señorita Marple.

—No fue debido a mi clarividencia —contestó el doctor Haydock—, sino al hecho tan sabido de que el asesino se halla tan satisfecho de su inteligencia que no toma las precauciones debidas. Cuando yo dirigía unas frases de consuelo al atribulado esposo, éste se arrojó sobre el sofá para representar mejor su comedia y se le cayó del bolsillo una jeringuilla hipodérmica. Apresuróse a recogerla con tal expresión de susto que comencé a hacer cábalas. Harry Laxton no tomaba drogas, gozaba de perfecta salud. ¿Qué es lo que estaba haciendo con una jeringa de inyecciones? Practiqué la autopsia... y encontré estrofanto. Lo demás fue sencillo. Encontramos estrofanto en la casa de Laxton, y Bella Edge, interrogada por la policía, confesó habérselo proporcionado. Y por fin la vieja señora Murgatroyd admitió que Harry Laxton la había instigado a representar la comedia de las amenazas.

—¿Qué tal lo ha soportado su sobrina de usted?

—Pues bastante bien. Se sentía atraída por ese sujeto, pero no había llegado más lejos.

El médico recogió su manuscrito.

—Muchísimas gracias, señorita Marple..., y démelas a mí por mi receta. Ahora ya vuelve usted a ser la misma de antes.

El tercer piso

—¡Pues no la encuentro! —dijo Pat.

Y con el ceño fruncido revolvió impaciente en el chisme de seda que ella llamaba su bolso de noche. Los dos jóvenes y la otra muchacha la observaron con ansiedad. Se encontraban ante la puerta cerrada del piso de Patricia Garnett.

—Es inútil —exclamó Pat—. Aquí no está. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

—¿Qué es la vida sin una llave? —murmuró Jimmy Faulkener.

Era un joven de pequeña estatura y ancho de espaldas, de ojos azules de alegre expresión.

—No bromees, Jimmy. Esto es serio.

—Vuelve a mirar, Pat —dijo Donovan Bayley—. Debe de estar ahí.

Tenía una voz pastosa y agradable que hacía juego con su tipo moreno y delgado.

—Si es que la trajiste —intervino la otra muchacha, Mildred Hope.

—Pues claro que la traje —replicó Pat—. Creo que os la di a uno de vosotros —se volvió a los jóvenes con ademán acusador—. Le dije a Donovan que me la guardara.

Pero no iba a encontrar una escapatoria tan fácilmente. Donovan lo negó rotundamente y Jimmy le respaldó.

—Yo mismo vi cómo la metías en tu bolso —dijo Jimmy.

—Bueno, entonces uno de vosotros la perdería al recoger mi bolso. Se me ha caído un par de veces.

—¡Un par de veces! —exclamó Donovan—. Lo has dejado caer lo menos una docena, y además lo olvidaste en todas las ocasiones posibles.

—Lo que no comprendo es cómo diablos no se ha perdido todo lo que llevas dentro —dijo Jimmy.

—El caso es..., ¿cómo vamos a entrar? —quiso saber Mildred.

Era una muchacha muy sensible, aunque no tan atractiva como la impulsiva e impertinente Pat.

Los cuatro permanecieron ante la puerta cerrada sin saber qué partido tomar.

—¿Y no podría ayudarnos el portero? —sugirió Jimmy—. ¿No tiene una llave maestra o algo parecido?

Pat meneó la cabeza. Sólo había dos llaves. Una estaba en el interior del piso colgada en la cocina y la otra estaba..., o debiera de haber estado..., en el condenado bolso.

—Si por, lo menos viviera en la planta baja, podríamos romper el cristal de una ventana o algo así —lamentóse Pat—. Donovan, ¿no te gustaría ser un ladrón escalador?

El aludido rechazó enérgicamente, aunque con educación, semejante idea.

—Un cuarto piso... sería casi un entierro asegurado —dijo Jimmy.

—¿Y la escalera de incendios? —sugirió Donovan.

—No la hay.

—Pues debiera haberla —replicó Jimmy—. Un edificio de cinco pisos debe tener escalera de incendios.

—Eso digo yo —repuso Pat—. Pero con eso no ganamos nada. ¿Cómo voy a entrar en mi piso?

—¿Y no hay una especie de ascensor suplementario? —dijo Donovan—. Esos chismes en los que el tendero hace subir las coles de Bruselas y la carne picada.

—El ascensor del servicio —repuso Pat—. ¡Oh, sí!, pero sólo es un montacargas en forma de cesta. ¡Oh, esperad..., ya sé! ¿Y el ascensor del carbón?

—Vaya —dijo Donovan—, es una idea.

Mildred hizo una observación descorazonadora.

—Estará cerrado —dijo—. Me refiero a que estará corrido el pestillo por la parte interior de la cocina de Pat.

—No lo creas —replicó Donovan,

—Eso no ocurre en la cocina de Pat —exclamó Jimmy—. Pat nunca cierra con llave ni corre cerrojos.

—No creo que esté cerrado —dijo Pat—. Esta mañana saqué el cubo de la basura, y estoy segura de no haber cerrado después, puesto que no volví a acercarme por allí.

—Bueno —intervino Donovan—, pues eso nos va a resultar muy provechoso esta noche, pero de todas maneras, Pat, permíteme que te aconseje abandones esta costumbre que te deja a merced de los ladrones no escaladores.

Pat hizo caso omiso de la reprimenda.

—Vamos —exclamó comenzando a bajar a toda prisa los cuatro tramos de escalera. Los demás la siguieron, y Pat les condujo a un sótano oscuro, aparentemente lleno de cochecitos de niño, y luego, atravesando la puerta de la escalera de los pisos, los guió hasta el ascensor derecho... que en aquel momento estaba ocupado por un cubo de basura. Donovan lo quitó de allí y subiéndose a la plataforma ocupó su lugar, arrugando la nariz.

—Es algo molesto —observó—. Pero, ¿qué importa? ¿Voy a emprender solo esta aventura o hay alguien que quiera acompañarme?

—Yo iré contigo —dijo Jimmy.

Y se colocó al lado de Donovan.

—Espero que el montacargas pueda con mi peso —añadió sin gran convencimiento.

—No puedes pesar mucho más que una tonelada de carbón —replicó Pat, que nunca estuvo muy fuerte en pesos y medidas.

—De todas maneras pronto lo averiguaremos —contestó Donovan alegremente tirando de la cuerda.

Y en medio de un ruido chirriante los dos muchachos desaparecieron de la vista.

—Este trasto mete un ruido infernal —observó Jimmy mientras subían en plena oscuridad—. ¿Qué pensará la gente de los otros pisos?

—Supongo que creerán que se trata de fantasmas o ladrones —repuso Donovan—. Tirar de esta cuerda es un trabajo pesado. El portero trabaja mucho más de lo que yo creía. Oye, Jimmy, viejo amigo, ¿vas contando los pisos?

—¡Oh, no! Me he olvidado.

—Bueno, pues yo sí los he contado. Ahora pasamos el tercero. El siguiente es el nuestro.

—Y ahora supongo que descubriremos que Pat cerró la puerta al fin y al cabo —gruñó Jimmy.

Mas sus temores eran infundados. La puerta de madera retrocedió ante una ligera presión y Donovan y Jimmy penetraron en la densa oscuridad de la arreglada cocina de Pat.

—Debimos traer una linterna para realizar este trabajo nocturno —dijo Donovan—. O yo no conozco a Pat, o todo estará por el suelo, y vamos a tropezar con la mar de cacharros antes de conseguir llegar hasta el interruptor de la luz. No te muevas, Jimmy, hasta que yo encienda.

Prosiguió avanzando cautelosamente y lanzó una maldición cuando una esquina de la mesa de la cocina se le incrustó en los riñones. Dio vuelta al interruptor y volvió a maldecir en plena oscuridad.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Jimmy.

—Que la luz no se enciende. Me figuro que se habrá fundido la bombilla. Aguarda un minuto. Iré a dar la luz de la salita.

La sala de estar se hallaba al otro extremo del pasillo. Jimmy oyó cómo Donovan abría la puerta y fueron llegando hasta él diversas exclamaciones de contrariedad. Decidióse a avanzar también por la cocina.

—¿Qué pasa?

—No lo sé. Por la noche parece que las habitaciones están embrujadas. Todo está revuelto. Las sillas y mesas se encuentran donde menos lo piensas. ¡Oh, diablos! ¡Aquí hay otra!

Pero en aquel preciso momento Jimmy encontró el interruptor y encendió la luz. Un segundo después los dos hombres se miraron locos de horror.

Aquella habitación no era la salita de Pat. Se habían equivocado de piso.

Para empezar, aquella estancia estaba casi como unas diez veces más llena de muebles que la de Pat, lo cual explicaba el patético asombro de Donovan al tropezar repetidamente con sillas y mesas. En el centro había una gran mesa redonda cubierta con un tapete y sobre ella un montón de cartas.

—Señora Ernestina Grant —susurró Donovan, leyendo uno de los numerosos sobres—. ¡Oh, Dios nos ayude! ¿Tú crees que nos habrá oído?

—Será un milagro que no te haya oído —repuso Jimmy—. Con tus vociferaciones y el modo de tropezar con lodo... Vamos, por amor de Dios, salgamos de aquí cuanto antes.

Apagaron la luz y regresaron de puntillas hasta el ascensor. Jimmy exhaló un suspiro de alivio al verse otra vez en la oscuridad del montacargas sin más accidentes.

—Me gustan las mujeres que tienen el sueño profundo. Grant ha ganado muchos puntos en mi consideración con su modo de vivir.

—Ahora comprendo —dijo Donovan— por qué nos hemos equivocado de piso. Y es que no contamos que habíamos arrancado desde el sótano —tiró de la cuerda y el montacargas fue subiendo—. Esta vez acertaremos.

—Lo deseo de todo corazón —exclamó Jimmy al penetrar en otra cocina en tinieblas—. Mis nervios no soportan muchos golpes como éste.

Mas ya no experimentaron ningún otro sobresalto. A la primera tentativa se encendió la luz de la cocina de Pat, y un minuto después abrían la puerta principal del piso para dejar entrar a las jóvenes que aguardaban fuera.

—Habéis tardado mucho —refunfuñó Pat.

—Hemos tenido una aventura —dijo Donovan—. Podíamos habernos visto en la comisaría de policía como dos malhechores peligrosos.

Pat había entrado en la salita, donde tras encender la luz dejó caer el chal en el sofá, y escuchó con vivo interés el relato que hizo Donovan de sus aventuras.

—Celebro que no os descubriera —comentó—. Estoy segura de que es una vieja gruñona. Esta mañana recibí una nota suya..., quería verme... para hablarme de algo..., supongo que de mi piano. La gente que no puede soportar el piano, no debiera vivir en un piso. Oye, Donovan, te has herido en la mano. La tienes cubierta de sangre. Ve a lavarte.

Donovan se miró la mano sorprendido y salió de la habitación. Al cabo de unos instantes se le oyó llamar a Jimmy.

—Hola —dijo el otro—, ¿qué te ocurre? No te habrás herido de cuidado, ¿verdad?

—No me he hecho el menor daño.

Había algo extraño en el tono de Donovan que hizo que Jimmy le mirara sorprendido. Donovan le tendió la mano y pudo comprobar que en ella no había el menor rasguño.

—Es extraño —dijo Jimmy con el entrecejo fruncido—. Tenías mucha sangre. ¿De dónde ha salido?

Y pronto comprendió lo que su amigo había pensado ya.

—¡Por Júpiter! Debe de ser del piso de abajo.

Se calló al pensar lo que aquello podía significar.

—¿Estás seguro de que era sangre? —preguntó—. ¿No sería pintura?

Donovan denegó con la cabeza.

—Era sangre —repuso con un estremecimiento.

Se miraron mientras se les ocurría la misma idea. Fue la voz de Jimmy la que se oyó primero.

—Oye —dijo sin gran convencimiento—. ¿Tú crees que debíamos bajar... otra vez... y echar... una... ojeada? Para ver si todo está en orden, claro.

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