—No; precisamente los crímenes, no.
—¿Qué, entonces?
—Preguntemos al señor Satterthwaite. ¡Es tan buen observador! —repuso el señor Quin con una sonrisa.
—Puedo estar equivocado —replicó Satterthwaite—; pero creo que el señor Quin se interesa por los amantes.
Enrojeció al decir la última palabra, que ningún inglés pronuncia sin tener plena conciencia de ella. Satterthwaite la dejó brotar de sus labios disculpándose y como entre comillas.
—¡Cielos! —exclamó el coronel.
Aquel amigo de Satterthwaite parecía bastante extraño. Le miró de reojo. Su aspecto era normal... un joven algo moreno, pero sin parecer extranjero.
—Y ahora —dijo Satterthwaite con importancia— debo contarle todo el caso.
Estuvo hablando durante diez minutos. Allí, sentado en la penumbra y corriendo a través de la noche, sintió una enervante sensación de poder. ¿Qué importaba que sólo fuera un simple espectador de la vida? Tenía palabras, era dueño de ellas, era capaz de formar con ellas un relato... un relato extraño y renacentista, en el que la protagonista era la bella Laura Dwighton con sus blancos brazos y cabellos de fuego... y la sombría figura de Paul Delangua, a quienes las mujeres encontraban atractivo.
Todo ello en el escenario de Alderway... Alderway, que se alzaba desde los tiempos de Enrique VII; según algunos, desde antes. Alderway, que era inglés de corazón, con sus setos recortados, su granero, y el vivero donde los monjes criaban carpas para la abstinencia de los viernes.
Con pocas frases bien dichas definió a sir James, un Dwighton auténtico descendiente del viejo de Vittons, que tiempo atrás había sacado mucho dinero de la tierra encerrándolo en cofres de madera, que cuando llegaron las malas épocas y todos se arruinaron, los dueños de Alderway nunca sufrieron pobreza.
Por fin el señor Satterthwaite dejó de hablar. Sentíase seguro de la atención de sus oyentes, y aguardó las palabras de elogio, que no se hicieron esperar demasiado.
—Es usted un artista, señor Satterthwaite.
—Lo he hecho lo mejor que sé. —El hombrecillo mostrábase humilde de repente.
Hacía varios minutos que habían dejado atrás la verja de la finca. Ahora el coche se detuvo ante la entrada y un agente de policía bajó a toda prisa los escalones para recibirles.
—Buenas noches, señor. El inspector Curtis está en la biblioteca.
—Muy bien.
Melrose subió la escalinata seguido de los otros dos. Cuando los tres hombres cruzaban el amplio vestíbulo, un anciano mayordomo asomó la cabeza por una de las puertas, con ademán receloso. Melrose le saludó.
—Buenas noches, Miles. Es un asunto muy desagradable.
—¡Y tanto, señor! —repuso el aludido—. Apenas puedo creerlo, se lo aseguro. ¡Pensar que alguien haya podido golpear así a mi amo...!
—Sí, sí —repuso Melrose, atajándole—. Luego hablaré con usted.
Penetró en la biblioteca, donde un inspector robusto y de aspecto marcial le saludó con respeto.
—Es muy desagradable, señor. No he tocado nada. No hemos encontrado huellas en el arma. Quienquiera que haya sido, sabia bien su oficio.
El señor Satterthwaite miró el cuerpo yacente sobre la mesa escritorio, y apresuróse a desviar la vista. Le habían golpeado desde atrás con tal fuerza que le hablan partido el cráneo. La visión no era agradable...
El arma estaba en el suelo... una figura de bronce de unos pies de altura, con la base manchada y húmeda. El señor Satterthwaite inclinóse sobre ella con verdadera curiosidad.
—¡Una Venus! —dijo en tono bajo—. ¡De modo que ha sido derribado por Venus!
Y encontró muy poética su reflexión.
—Las ventanas estaban todas cerradas y con los pestillos corridos por el interior —dijo el inspector.
Hizo una pausa significativa.
—Eso reduce los sospechosos a los habitantes de la casa —repuso el jefe de la policía, de mala gana—. Bueno..., bueno; ya veremos.
El cadáver aparecía vestido con pantalones bombachos, y junto al sofá veíase apoyado un saco lleno de palos de golf.
—Acababa de llegar del campo de golf —explicó el inspector, siguiendo la mirada del jefe de policía—. Eso fue a las cinco y cuarto. El mayordomo le trajo el té. Más tarde llamó a su ayuda de cámara para que le trajera las zapatillas. Por lo que sabemos, el
valet
fue la última persona que le vio con vida.
Melrose asintió, volviendo a dedicar su atención a la mesa escritorio.
Muchos de los accesorios que había sobre ella habían sido volcados o rotos, y entre todos resaltaba un gran reloj de esmalte oscuro caído sobre uno de sus lados en el mismo centro de la mesa.
El inspector carraspeó.
—Eso sí que puede llamarse suerte, señor —dijo—. Como usted ve, está parado a las
seis y media
. Eso nos da la hora del crimen. Muy conveniente.
El coronel no dejaba de mirar el reloj.
—¡Muy conveniente, como usted dice! —observó—. ¡Demasiado! No me gusta esto, inspector.
Volvióse a mirar a los otros dos. Sus ojos buscaron los del señor Quin.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Está demasiado claro. Ya sabe usted a qué me refiero. Las cosas no suceden así.
—¿Se refiere a que los relojes no caen de este modo? —murmuró el señor Quin.
Melrose le miró unos instantes, y luego al reloj, que tenía el aspecto patético e inocente de los objetos conscientes de pronto de su importancia. Con sumo cuidado el coronel Melrose volvió a colocarlo sobre sus patas, y dio a la mesa un violento empujón. El reloj se tambaleó sin llegar a caer. Melrose repitió la embestida, y con cierta desgana y muy lentamente el reloj cayó al fin hacia atrás.
—¿A qué hora descubrieron el crimen? —quiso Saber Melrose.
—A eso de las siete, señor.
—¿Quién lo descubrió?
—El mayordomo.
—Vaya a buscarle —ordenó el jefe de policía—. Le veré ahora. A propósito, ¿dónde está lady Dwighton?
—Se ha acostado, señor. Su doncella dice que está muy postrada y que no puede ver a nadie.
Melrose asintió con una inclinación de cabeza y Curtis fue en busca del mayordomo. El señor Quin contemplaba pensativo la chimenea, y el señor Satterthwaite siguió su ejemplo. Estuvo mirando los humeantes troncos durante un par de minutos hasta que sus ojos percibieron algo que brillaba en el hogar. Inclinándose recogió un trocito de cristal curvado.
—¿Deseaba verme, señor?
Era la voz del mayordomo, todavía temblorosa y vacilante. El señor Satterthwaite deslizó el pedazo de cristal en un bolsillo de su chaleco y se volvió.
El anciano se hallaba de pie junto a la 'puerta.
—Siéntese —le indicó el jefe de policía con toda amabilidad—. Está usted temblando. Supongo que debe de haber sido un golpe para usted.
—Desde luego, señor.
—Bien, no le entretendré mucho. ¿Creo que su amo entró aquí después de las cinco?
—Sí, señor. Me ordenó que le trajera el té a la biblioteca. Después, cuando vine a retirar el servicio, me pidió que enviara a Jennings... es su ayuda de cámara, señor, desde hace tiempo.
—¿Qué hora era?
—Pues... las seis y diez, señor.
—Sí..., ¿y luego?
—Le pasé el recado a Jennings, señor. Y no fue hasta las siete que vine a cerrar las ventanas y a correr las cortinas cuando vi que...
Melrose le interrumpió.
—Si, si, no necesita repetirlo. ¿No tocaría usted cuerpo o cualquier otra cosa?
—¡Oh! No, desde luego que no, señor. Fui lo más de prisa que pude hasta el teléfono para llamar a la policía.
—¿Y luego?
—Le dije a Juanita... es la doncella de Su Señoría, señor.., que fuera a comunicárselo a Su Señoría.
—¿No ha visto a la señora en toda la noche?
El coronel Melrose hizo la pregunta como al azar, pero el señor Satterthwaite adivinó la ansiedad que escondían sus palabras.
—No, señor. Su Señoría ha permanecido en sus habitaciones desde que ocurrió la tragedia.
—¿La vio usted antes?
Todos pudieron observar la vacilación del mayordomo antes de contestar.
—Pues... pues yo... la vi un momento bajando la escalera.
—¿Entró en su habitación?
El señor Satterthwaite contuvo la respiración.
—Creo... creo que sí, señor.
—¿A qué hora fue eso?
Podría haberse oído caer un alfiler. ¿Conocía aquel anciano la importancia de su respuesta?, se preguntaba el señor Satterthwaite.
—Serían cerca de las seis y media.
El coronel Melrose aspiró el aire con firmeza.
—Eso es todo, gracias. Envíenos a Jennings, el ayuda de cámara, ¿quiere?
Jennings acudió prontamente. Era un hombre de rostro alargado, andar felino y cierto aire astuto misterioso.
Un hombre, pensó el señor Satterthwaite, capaz de asesinar a su amo, de tener la completa seguridad de no ser descubierto.
Escuchó ávidamente las respuestas que daba a las preguntas del coronel Melrose; mas al parecer su historia era bien clara. Había bajado a su amo unas zapatillas cómodas, llevándose sus zapatos.
—¿Qué hizo usted después, Jennings?
—Volví a la habitación de los criados, señor...
—¿A qué hora dejó a su amo?
—Debían ser poco más de las seis y cuarto, señor...
—¿Dónde estaba usted a las seis y media, Jennings?
—En la habitación de los criados, señor.
El coronel Melrose le despidió con un ademán y miró a Curtis con gesto interrogador.
—Es cierto, señor. Lo he comprobado. Estuvo en la habitación de servicio desde las seis y veinte hasta las siete.
—Eso le deja al margen —dijo el jefe de policía con cierta contrariedad—. Además, no tiene motivos.
Se miraron.
Llamaban a la puerta.
—¡Adelante! —invitó el coronel.
Apareció una doncella muy asustada.
—Si me lo permite. Su Señoría ha oído que el coronel Melrose estaba aquí y quisiera verle.
—Desde luego —replicó Melrose—. Iré en seguida. ¿Quiere mostrarme el camino?
Mas una mano apartó a un lado a la muchacha. Una figura completamente distinta apareció en el umbral de la puerta. Laura Dwighton parecía un ser de otro mundo.
Iba vestida con un traje de tarde de brocado color azul. Sus cabellos cobrizos partidos sobre la frente le cubrían las orejas. Consciente de su estilo propio, lady Dwighton nunca consistió cortárselo y lo llevaba recogido sencillamente en la nuca, y los brazos al descubierto.
Con uno de ellos se apoyaba en el marco de la puerta y el otro pendía junto a su cuerpo, sujetando un libro.
Parecía
, pensó Satterthwaite,
una Madona de tela del primitivo italiano
.
El coronel Melrose acercóse a ella.
—He venido a decirle... a decirle...
Su voz era rica y bien modulada. El señor Satterthwaite estaba tan absorto en el dramatismo de la cena que había olvidado su realidad.
—Por favor, lady Dwighton...
Melrose extendió su brazo para sostenerla y la acompañó hasta una pequeña antesala contigua, cuyas paredes estaban forradas de seda descolorida. Quin y Satterthwaite les siguieron. Ella se dejó caer en una otomana, recostándose sobre un almohadón, con los párpados cerrados. Los tres la observaron. De pronto abrió mucho los ojos y se incorporó hablando muy de prisa.
—¡Yo
lo maté
! Eso es lo que vine a decirle. ¡
Yo le he matado
!
Hubo un silencio angustioso. El corazón del señor Satterthwaite se olvidó de latir.
—Lady Dwighton —atajó Melrose—, ha sufrido usted un rudo golpe... está alterada. No creo que se dé cuenta de lo que dice.
¿Se volvería atrás ahora... mientras estaba a tiempo?
—Sé perfectamente lo que digo. Fui yo quien disparó.
Dos de los presentes lanzaron una exclamación ahogada. El tercero no hizo el menor ruido. Laura Dwighton inclinóse todavía más hacia delante.
—¿No lo comprenden? Bajé y disparé.
El libro que llevaba en la mano cayó al suelo, y de su interior saltó un cortapapeles en forma de puñal con la empuñadura cincelada. Satterthwaite lo recogió mecánicamente, depositándolo sobre la mesa, mientras pensaba: «Es un juguete peligroso. Con esto podría matarse a un hombre.»
—Bueno... —la voz de Laura Dwighton denotaba impaciencia—, ¿qué es lo que van a hacer? ¿Arrestarme? ¿Llevarme de aquí?
El coronel Melrose encontró al fin su voz, con cierta dificultad.
—Lo que acaba de decirme es muy serio, lady Dwighton. Debo rogarle que permanezca en sus habitaciones hasta que... haga los arreglos pertinentes.
Ella se puso en pie tras asentir con una inclinación de cabeza. Parecía, a la sazón, muy dueña de sí, grave y fría.
Cuando se dirigía a la puerta, el señor Quin le preguntó:
—¿Qué hizo usted con el revólver, lady Dwighton?
Una sombra de desconcierto pasó por sus ojos.
—Yo.. lo dejé caer al suelo. No, creo que lo tiré por la ventana... ¡Oh! Ahora no me acuerdo. Pero, ¿qué importa? Apenas sabía lo que estaba haciendo. Pero eso no importa, ¿verdad?
—No —repuso el señor Quin—. No creo que importe mucho.
Le dirigió una mirada de perplejidad mezclada con algo que bien pudo ser alarma. Luego, volvió la cabeza y salió de la estancia con decisión. Satterthwaite salió a toda prisa tras ella, comprendiendo que podía desmayarse en cualquier momento, pero ya habla subido la mitad de la escalera sin dar muestras de su anterior debilidad. La asustada doncella se hallaba al pie de la escalera y Satterthwaite ordenó en tono autoritario:
—Vigile a su señora.
—Sí, señor —la muchacha se dispuso a subir tras la figura azul—. Oh, por favor, señor, ¿no irán a sospechar de él?
—¿Sospechar de quién?
—De Jennings, señor. ¡0h, señor, desde luego, es incapaz de hacer daño a una mosca!
—¿Jennings? No, claro que no. Vaya y cuide de su señora.
—Sí, señor.
La muchacha subió la escalera a toda prisa y Satterthwaite volvió a la estancia que acababa de abandonar.
El coronel Melrose decía acaloradamente:
—Bueno, estoy hecho un mar de confusiones. Aquí hay algo más de lo que se ve a simple vista. Es... es como esas tonterías que las heroínas hacen en muchas novelas.
—Es irreal —convino Satterthwaite—. Como una escena de teatro.
—Sí, usted admira el drama, ¿no es cierto? Es usted un hombre que sabe apreciar una buena representación.