Satterthwaite le miraba fijamente.
En el silencio oyóse una lejana detonación.
—Parece un disparo —dijo el coronel Melrose—. Habrá sido alguno de los guardianes. Eso es probablemente lo que ella oyó, y tal vez no bajase a ver. Ni se habrá acercado a examinar el cuerpo y por eso ha llegado resuelta a la conclusión...
—El señor Delangua, señor.
Era el mayordomo quien habla hablado respetuosamente desde la puerta.
—¿Eh? —exclamó Melrose—. ¿cómo?
—El señor Delangua está aquí, señor, y a ser posible quisiera hablar con usted.
—Hágale pasar.
Momentos después, Paul Delangua apareció en la entrada. Como el coronel Melrose habla insinuado, habla en él un aire extranjero... la facilidad de movimientos, su rostro hermoso y moreno, y sus ojos tal vez un poco demasiado juntos... le daban un aspecto renacentista. Él y Laura Dwighton recordaban la misma época.
—Buenas noches, caballeros —dijo Delangua con una ligera reverencia algo teatral y afectada.
—Ignoro qué asuntos le traen por aquí, señor Delangua —dijo Melrose tajante—, pero si no tienen nada que ver con el que tenemos entre manos...
Delangua le interrumpió con una carcajada.
—Al contrario —apuntó—, tienen mucho que ver con esto.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir —continuó Delangua con toda tranquilidad— que he venido a entregarme como causante de la muerte de sir James Dwighton.
—¿Sabe usted lo que está diciendo? —inquirió Melrose muy serio.
—Me doy perfecta cuenta.
Los ojos del joven estaban fijos en la mesa.
—No comprendo.
—¿Por qué me entrego? Llámelo remordimiento... o como más le agrade. Le di de firme... de eso puede estar seguro. —Señaló la mesa—. Veo que tiene ahí el arma, una herramienta muy manejable. Lady Dwighton tuvo el descuido de dejarla dentro de un libro y yo la cogí por casualidad.
—Un momento —cortó el coronel Melrose—. ¿Tengo que entender que usted admite haber dado muerte a Sir James con esto?
Y levantó el cortapapeles.
—Exacto. Entré por la ventana. Él me daba la espalda. Fue todo muy sencillo. Me marché por el mismo sitio.
—¿Por la ventana?
—Por la ventana, claro.
—¿A qué hora?
Delangua vacilaba.
—Déjeme pensar... estuve hablando con el guardián... eso sería a las seis y cuarto. Oí dar el cuarto en el campanario de la iglesia. Debió ser... bueno, pongamos a las seis y media.
Una torva sonrisa apareció en los labios del coronel.
—Exacto, jovencito —asintió—. Las seis y media es la hora. Tal vez ya lo habla oído. ¡Pero este asesinato es muy particular!
—¿Por qué?
—¡Hay tantas personas que se declaran culpables! —dijo el coronel Melrose.
Todos percibieron su respiración anhelante.
—¿Quién más lo ha confesado? —preguntó con voz que en vano quiso hacerse firme.
—Lady Dwighton.
Delangua echó la cabeza hacia atrás, riendo.
—No es de extrañar que lady Dwighton está nerviosa —dijo con ligereza—. Yo de usted no prestaría atención a sus palabras.
—No pienso hacerlo —repuso Melrose—; pero hay otra cosa extraña en este crimen.
—¿Qué cosa?
—Pues... lady Dwighton confiesa haber disparado contra sir James, y usted dice que le apuñaló, pero ya ve que, por fortuna para los dos, no fue ni muerto de un disparo ni de una puñalada. Le abrieron el cráneo de un golpe.
—¡Cielos! —exclamó Delangua—. Pero no es posible que una mujer haya podido...
Se detuvo mordiéndose el labio. Melrose asentía.
—Se lee a menudo —explicó—; pero nunca vi que ocurriera.
—El que un par de jóvenes estúpidos se acusen de un crimen que no han cometido, tratando cada uno de ellos de salvar al otro —dijo Melrose—. Ahora tenemos que empezar por el principio.
—El ayuda de cámara —exclamó Satterthwaite—. Esa muchacha... entonces no le presté la menor atención.
Hizo una pausa buscando palabras con que explicarse.
—Tenía miedo de que sospecháramos de él. Debe de haber un motivo que nosotros ignoramos y ella conoce.
El coronel Melrose, con el ceño fruncido, hizo sonar el timbre. Cuando atendieron a su llamada, ordenó:
—Haga el favor de preguntar a lady Dwighton si tiene la bondad de volver a bajar.
Esperaron en silencio que llegara. A la vista de Delangua se sobresaltó, alargando una mano para no caerse. El coronel Melrose acudió rápidamente en su ayuda.
—No ocurre nada, lady Dwighton. No se alarme.
—No comprendo. ¿Qué está haciendo aquí el señor Delangua?
Delangua acercóse a ella.
—Laura... Laura, ¿por qué lo hiciste?
—¿Hacer qué?
—Lo sé. Fue por mí..., porque pensabas que había sido yo... Después de todo, supongo que era natural que lo pensaras. ¡Eres un ángel!
El coronel Melrose carraspeó. Era un hombre que aborrecía las emociones y sentía horror a tener que presenciar una «escena».
—Si me lo permite, lady Dwighton, le diré que usted y el señor Delangua han tenido suerte. El señor Delangua acaba de llegar para confesar ser autor del crimen... Oh, no se preocupe, ¡é1 no ha sido! Pero lo que nosotros queremos saber es la verdad. Basta de vacilaciones. El mayordomo dice que usted entró en la biblioteca a las seis y media..., ¿es cierto?
Laura miró a Delangua, que hizo un gesto afirmativo.
—La verdad, Laura —le dijo—. Eso es lo que queremos saber.
—Hablaré.
Desplomóse sobre una silla que Satterthwaite se había apresurado a acercarle.
—Vine aquí. Abrí la puerta de la biblioteca y...
Se detuvo y tragó saliva. Satterthwaite, inclinándose, le dio unas palmaditas en la mano para animarla.
—Sí —le dijo—, sí. ¿Qué vio usted?
—Mi esposo estaba tendido sobre la mesa escritorio. Vi su cabeza..., la sangre... ¡Oh!
Se cubrió el rostro con las manos. El jefe de policía inclinóse hacia delante.
—Perdóneme, lady Dwighton. ¿Pensó que el señor Delangua le había matado de un tiro?
Asintió, con un gesto.
—Perdóname, Paul —suplicó—. Pero tú dijiste..., dijiste...
—Que le matarla como a un perro —repuso el aludido—. Lo recuerdo. Eso fue el día que descubrí que te maltrataba.
El jefe de policía procuró que no se apartaran de la cuestión.
—Entonces debo entender, lady Dwighton, que usted volvió a subir... y no dijo nada. No necesitamos preguntar sus razones. ¿No tocó el cuerpo ni se acercó a la mesa escritorio?
Laura se estremeció.
—No, no. Salí de allí corriendo.
—Ya, ya. ¿Y qué hora era exactamente? ¿Lo recuerda?
—Eran las seis y media en punto cuando volví a mi habitación.
—Entonces a las... digamos, a las seis veinticinco, Sir James ya estaba muerto. —El jefe de policía miró a los otros—. Ese reloj... era un truco, ¿verdad? Ya lo sospechábamos. Nada más fácil que correr las manecillas para obtener la hora deseada; pero cometieron el error de hacerle caer de costado. Bueno, eso reduce los sospechosos al mayordomo y al ayuda de cámara y no puedo creer que fuera el mayordomo. Dígame, Lady Dwighton, ¿tenía Jennings algún resentimiento contra su esposo?
Laura se apartó las manos del rostro.
—Pues... James me dijo esta mañana que le había despedido. Le había sorprendido robando.
—¡Ah! Ahora nos vamos acercando. Jennings hubiera sido despedido sin conseguir buenos informes. Cosa muy desagradable para él.
—Usted dijo algo acerca de un reloj —inquirió Laura Dwighton—. Si quiere usted saber la hora exacta... queda una posibilidad... James llevaría en el bolsillo su reloj de jugar al golf. ¿No es posible que también dejase de funcionar al recibir el golpe?
—Es una idea —repuso el coronel, despacio—. Pero me temo que... ¡Curtis!
El inspector asintió, comprendiendo la orden rápidamente, antes de abandonar la estancia. Volvió al cabo de un minuto. En la palma de la mano traía un relojito de plata trabajado como las pelotas de golf, de esos que los jugadores llevan sueltos en el bolsillo, en unión de algunas pelotas.
—Aquí lo tiene, señor —anunció—; pero dudo que le sirva de mucho. Estos relojes son muy fuertes.
El coronel lo tomó y se lo acercó al oído.
—De todas formas, parece que se ha parado —advirtió.
Apretó el cierre de la tapa con su pulgar y al abrirse vio que el cristal estaba roto.
—¡Ah! —exclamó satisfecho.
La aguja minutera señalaba exactamente las seis y cuarto.
* * *
—Es un oporto excelente, coronel Melrose —decía el señor Quin.
Eran las nueve y media y los tres hombres acababan de despachar una opípara cena en casa del coronel Melrose. El señor Satterthwaite estaba muy animado.
—Tenía yo razón —dijo—. No puede negarlo, señor Quin. Usted apareció ayer noche para salvar a una pareja de jóvenes absurdos que estaban a punto de meter la cabeza en un lazo.
—¿Quién yo? —repuso el señor Quin—. Desde luego que no. Yo no hice nada.
—Tal como fueron las cosas, no fue preciso —convino Satterthwaite—; pero pudo haberlo sido. Nunca olvidaré el momento en que lady Dwighton dijo: «Yo le maté.» Nunca vi en el teatro nada ni la mitad de dramático.
—Me siento inclinado a participar de su opinión mister Quin.
—Nunca hubiera dicho que esas cosas ocurrieran fuera de las novelas —repitió el coronel por enésima vez aquella noche.
—¿Y suceden? —preguntó el señor Quin.
—¡Maldición! Ha ocurrido esta misma noche...
—Perdonen —intervino el señor Satterthwaite—. Lady Dwighton estuvo magnífica, realmente magnífica, pero cometió una equivocación. No debió haber llegado a la conclusión de que su esposo había muerto de un disparo. Del mismo modo, Delangua fue un tonto al suponer que debían haberle apuñalado, sólo porque dio la casualidad de que el puñal estaba en la casa ante nosotros. Fue una casualidad que lady Dwighton lo bajara junto con el libro.
—¿Lo fue? —preguntó el señor Quin.
—Ahora bien, si ambos se hubieran limitado a decir que habían matado a sir James, sin especificar cómo... —prosiguió Satterthwaite—, ¿cuál hubiese sido el resultado?
—Que pudieran haberle creído —replicó el señor Quin con una extraña sonrisa.
—Todo esto es como una novela —dijo el coronel.
—Yo diría que de ahí sacaron la idea —contestó el señor Quin.
—Es posible —convino Satterthwaite—. Las cosas que uno ha leído vuelven a la memoria del modo más extraño.
Miró al señor Quin.
—El reloj resultaba sospechoso desde el primer momento —continuó—. Uno no debiera olvidar nunca lo fácil que es adelantar o retrasar las manecillas.
El señor Quin asintió con la cabeza mientras repetía:
—Adelantar —dijo, y tras una pausa agregó—: O retrasar.
En su voz había cierto tono insinuante, y sus ojos miraron fijamente al señor Satterthwaite.
—Las adelantaron —dijo Satterthwaite—. Eso lo sabemos.
—¿Sí? —insistió el señor Quin.
—¿Quiere usted decir que retrasaron el reloj? —le preguntó Satterthwaite mirándole fijamente—. Pero eso no tiene sentido. Es imposible.
—No es, a mi parecer, imposible —murmuró el señor Quin.
—Bueno... absurdo. ¿Qué ventaja tendría?
—Sólo para alguien que tuviera una coartada para esa hora, supongo.
—¡Cielos! —exclamó el coronel—. Ésa es la hora en que el joven Delangua dijo estar hablando con el guardián.
—Lo recalcó con interés especial —dijo Satterthwaite.
Se miraron mutuamente. Tenía la extraña sensación de que la tierra se hundía bajo sus pies. Los hechos tomaban un nuevo giro, presentando facetas inesperadas. Y en el centro de aquel calidoscopio aparecía el rostro sonriente del señor Quin.
—Pero en tal caso... —comenzó Melrose.
El señor Satterthwaite terminó la frase.
—Resulta todo al revés..., aunque igual. El mismo plan... sólo que contra el ayuda de cámara. ¡Oh, pero no puede ser! Esto es un imposible. ¿Por qué acusarse del crimen?
—Sí —dijo el señor Quin—. Hasta entonces usted había sospechado de ellos, ¿no es así?
Su voz continuó diciendo, plácida y soñadora:
—Usted dijo que era como algo sacado de una novela, coronel. De ahí procede su idea. Es lo que hacen siempre el héroe inocente y la heroína. Naturalmente, eso le hizo a usted pensar que eran inocentes... por la fuerza de la tradición. El señor Satterthwaite no ha cesado de decir que parecía cosa de teatro. Los dos tenían razón. No era real. Han estado diciendo eso tantas veces, sin saber lo que decían. Hubieran contado una historia mucho más verosímil si hubieran querido que les creyesen.
Los dos hombres le miraron estupefactos.
—Han sido muy inteligentes —prosiguió Satterthwaite con voz lenta—. Diabólicamente inteligentes. Y yo he pensado en otra cosa. El mayordomo dijo que entró a las siete a cerrar las ventanas... de modo que esperaba que estuvieran abiertas.
—De este modo entró Delangua —dijo el señor Quin—. Mató a sir James de un solo golpe, y de acuerdo con lady Dwighton puso en práctica lo que ambos hablan planeado...
Miró a Satterthwaite como animándole para que reconstruyera la escena. Y eso hizo.
—Dieron un golpe al reloj y lo dejaron caer de costado. Sí. Luego atrasaron el otro y lo estrellaron contra el suelo, para estropearlo. Delangua salió por la ventana y ella la cerró por dentro, pero hay una cosa que no entiendo. ¿Por qué preocuparse por el reloj de bolsillo? ¿Por qué no atrasar sencillamente el de mesa?
—Era algo demasiado evidente —dijo el señor Quin—. Cualquiera hubiera podido comprender que se trataba de un engaño.
—Pero el pensar en el otro era cosa bastante problemática. Pues..., ¿no fue pura casualidad el que resolviésemos buscarlo?
—¡Oh, no! —replicó el señor Quin—. Recuerde que fue lady Dwighton quien lo sugirió. Y sin embargo —prosiguió—, la única persona que pudo pensar en el reloj era el ayuda de cámara. Ellos suelen saber mejor que nadie lo que sus amos llevan en los bolsillos. De haber atrasado el reloj de la mesa, es probable que el
valet
hubiera atrasado a su vez el de bolsillo. Esa pareja no comprende la naturaleza humana. No son como el señor Satterthwaite.
El aludido movió la cabeza.
—Estaba equivocado —murmuró humildemente—. Creí que habla aparecido usted para salvarles.
—Y eso hice... —dijo el señor Quin—. ¡Oh! No a ese par... sino a los otros. ¿No se fijó en la doncella? No iba vestida de brocado azul, ni representaba un papel dramático, pero en realidad es una muchacha muy bonita, y creo que está muy enamorada de ese Jennings. Espero que entre ustedes dos podrán salvarle de la horca.