-Buenas tardes, señorita Hartnell -su voz era extremadamente suave y moderada. Había comenzado a trabajar como doncella en casa de una gran señora-. Perdóneme -prosiguió-, pero ¿sabe por casualidad si está en casa la señora Spenlow?
-No tengo la menor idea.
-Es bastante extraño que no conteste a mis llamadas. Esta tarde tenía que probarle el vestido. Me dijo que viniese a las tres y media.
La señorita Hartnell consultó su reloj de pulsera.
-Ahora es un poco más de la media -contestó.
-Sí. He llamado ya tres veces, pero no contesta nadie; por eso me preguntaba si no habría salido y habrá olvidado que tenía que venir yo. Por lo general no se olvida, y además quería estrenar el vestido pasado mañana.
La señorita Hartnell atravesó la puerta de la verja y llegó al jardín para reunirse con la señorita Politt.
-¿Y por qué no le ha abierto Gladys? -quiso saber-. Oh, no, claro, es jueves... es su día libre. Me figuro que la señora Spenlow se habrá quedado dormida. Me parece que no consigue usted hacer gran ruido con ese chisme.
Y alzando el llamador lo descargó con todas sus fuerzas. Rat-tat-tat-tat y, además golpeó la puerta con las manos. También gritó con voz estentórea:
-¡Eh! ¿No hay nadie ahí dentro?
No obtuvo respuesta.
-Oh, yo creo que la señora Spenlow debe de haberse olvidado y se habrá ido -murmuró la señorita Politt-. Volveré cualquier otro rato.
-Tonterías -replicó la señorita Hartnell con firmeza-. No puede haber salido. Yo la hubiera encontrado. Voy a echar un vistazo por las ventanas para ver si da señales de vida.
Y riendo con su habitual buen humor, para indicar que se trataba de una broma, miró superficialmente por la ventana más próxima, pues sabía que los señores Spenlow no utilizaban aquella habitación, ya que preferían la salita de la parte posterior.
A pesar de ser una mirada superficial consiguió su objetivo. Es cierto que la señorita Hartnell no vio signos de vida. Al contrario, a través de la ventana distinguió a la señora Spenlow tendida sobre las alfombra... y muerta.
-Claro que -decía la señorita Hartnell contándolo después- procuré no perder la cabeza. Esa criatura, la señorita Politt, no hubiera sabido qué hacer. Tenemos que conservar la serenidad -le dije-. Usted quédese aquí y yo iré a buscar al alguacil Palk. Ella protestó diciendo que no quería quedarse sola, pero no le hice el menor caso. Hay que mantenerse firme con esa clase de personas. Les encanta armar alboroto. De modo que cuando iba a marcharme, en aquel preciso momento, el señor Spenlow doblaba la esquina de la casa.
La señorita Hartnell hizo una pausa significativa, permitiendo a su interlocutora que le preguntara impaciente:
-Dígame: ¿qué aspecto tenía?
La señorita Hartnell prosiguió:
-Con franqueza, ¡inmediatamente sospeché algo! Estaba demasiado tranquilo. No se sorprendió lo más mínimo. Y puede usted decir lo que quiera, pero no es natural que un hombre que oye decir que su mujer está muerta no exteriorice la menor emoción.
Todo el mundo tuvo que darle la razón.
La policía también. Y no tardaron en averiguar cuál era su situación después de la muerte de su esposa, descubriendo que ella era rica y que todo su dinero iría a parar a manos del viudo gracias a un testamento hecho a toda prisa poco después del matrimonio, cosa que despertó generales sospechas.
La señorita Marple, la solterona de rostro afable (y según algunos de lengua afilada), que vivía en la casa contigua a la rectoría, fue interrogada muy pronto... a la media hora del descubrimiento del crimen. El alguacil Palk, con una libreta de notas para datos, le dijo:
-Si no le molesta, señora, tengo que hacerle unas preguntas.
La señorita Marple repuso:
-¿Acerca del asesinato de la señora Spenlow?
Palk se sorprendió.
-¿Puedo preguntarle cómo se enteró de ello?
-Por el pescado.
La respuesta fue perfectamente inteligible para el alguacil, quien supuso con gran acierto que el repartidor del pescado le habría llevado la noticia al mismo tiempo que la merluza o las sardinas.
-Fue encontrada en el suelo de la sala estrangulada -continuó la señorita Marple-, posiblemente con un cinturón muy estrecho; pero fuera lo que fuese, no ha aparecido.
-¿Cómo es posible que Fred se entere de todo...? -comenzó a decir Palk.
La señorita Marple lo interrumpió.
-Lleva un alfiler en la solapa.
Palk se miró el lugar indicado.
-Dicen: «Ver un alfiler y cogerlo, y todo el día tendrás buena suerte.»
-Espero que sea verdad. Y ahora dígame, ¿qué es lo que quería decirme?
El alguacil se aclaró la garganta y con aire de importancia consultó su libreta.
-El señor Arturo Spenlow, esposo de la interfecta, ha prestado declaración. El señor Spenlow dice que a las dos y media, según sus cálculos, le telefoneó la señorita Marple para pedirle que fuera a verla a las tres y cuarto, pues tenía precisión de consultarle algo. Dígame, señorita, ¿es cierto?
-Desde luego que no -repuso la señorita Marple.
-¿No telefoneó al señor Spenlow a las dos y media?
-Ni a esa hora ni a ninguna otra.
-¡Ah! -exclamó Palk, retorciéndose el bigote con satisfacción.
-¿Qué más dijo el señor Spenlow?
-Según su declaración, él vino aquí atendiendo a su llamada, y salió de su casa a las tres y diez, y que al llegar, la doncella le comunicó que la señorita Marple «no estaba en casa».
-Eso es cierto -replicó la solterona-. Él vino aquí, pero yo me encontraba en una reunión del Instituto Femenino.
-¡Ah! -volvió a exclamar Palk.
-Dígame, alguacil, ¿sospecha usted acaso que el señor Spenlow haya dado muerte a su esposa?
-No puedo asegurar nada en este momento, pero me da la impresión de que alguien, sin mencionar a nadie, se las quiere dar de muy listo.
-¿El señor Spenlow? -preguntó la señorita Marple, pensativa.
Le agradaba el señor Spenlow. Era un hombre delgado, de pequeña estatura, de hablar mesurado y convencional y el colmo de la respetabilidad. Parecía extraño que hubiera ido a vivir al campo, pues era evidente que había pasado toda su vida en la ciudad, y confió sus razones a la señorita Marple.
-Desde joven tuve deseos de vivir en el campo -le dijo- y tener un jardín de mi propiedad. Siempre me gustaron mucho las flores. Ya sabe, mi esposa tenía una floristería. Es donde la vi por primera vez.
Un simple comentario, pero que dejaba adivinar el idilio: Una señora Spenlow mucho más joven y hermosa, con un fondo de flores.
No obstante el señor Spenlow, en realidad, no sabía nada acerca de las flores... ni de semillas, poda, época de plantación, etc. Sólo tenía una imagen en su mente... la imagen de una casita con un jardín repleto de flores de brillantes colores y dulce aroma. Le pidió que le instruyera, y fue anotando en su libretita todas las respuestas de la señorita Marple.
Era un hombre de ademanes reposados. Y tal vez por eso la policía se interesó por él cuando su esposa fue encontrada asesinada. A fuerza de paciencia y perseverancia averiguaron muchas cosas respecto a la difunta señora Spenlow... y pronto lo supo también todo Saint Mary Mead.
La finada señora Spenlow había comenzado su vida como camarera de una gran casa, que dejó para casarse con el segundo jardinero, y con él puso una tienda de flores en Londres. El negocio había prosperado, pero no así el jardinero, que al poco tiempo enfermó y murió. Su viuda llevó adelante la tienda y tuvo que ampliarla, pues no cesaba de prosperar. Luego la había traspasado a muy buen precio y volvió a embarcarse en un segundo matrimonio... con el señor Spenlow, un joyero de mediana edad, que había heredado un negocio reducido y decadente. Poco después lo vendieron, yendo a vivir a Saint Mary Mead.
La señora Spenlow era una mujer bien educada. Los beneficios del establecimiento de flores los había invertido... «con ayuda de los espíritus», según explicaba a todo el mundo. Y éstos le habían aconsejado con inesperado acierto.
Todas sus inversiones resultaron magníficas. Sin embargo, en vez de afianzarse en sus creencias «espiritistas», la señora Spenlow abandonó las sesiones y los médiums, y se entregó rápidamente, pero de corazón, a una oscura religión con afinidades indias que se basaba en varias formas de inspiraciones profundas. No obstante, cuando llegó a Saint Mary Mead, se adscribió temporalmente a la iglesia anglicana. Pasaba muchos ratos con el vicario, y asistía a los oficios religiosos con asiduidad. Era parroquiana de los comercios de la localidad y jugaba al bridge en las reuniones.
Una vida monótona.., sencilla. Y de repente... el crimen.
El coronel Melchett, jefe de policía, había mandado llamar al inspector Slack.
Slack era un tipo positivista. Cuando tomaba una resolución, no se volvía atrás, y ahora estaba seguro de sus hipótesis.
-Fue el esposo quien la mató, señor -declaró.
-¿Usted cree?
-Estoy completamente seguro. Sólo tiene que mirarlo. Es culpable como el mismo diablo. No demuestra la menor pena o emoción. Volvió a la casa sabiendo que su mujer estaba muerta.
-¿Y no hubiera intentado por lo menos representar el papel de marido desconsolado?
-Él no, señor. Está demasiado seguro de sí mismo. Algunos caballeros no saben fingir.
-¿Alguna otra mujer en su vida? -preguntó el coronel Melchett.
-No he podido dar con el rastro de ninguna. Claro que este hombre es muy listo. Sabe «despistar». Yo creo que estaba harto de su esposa. Ella tenía el dinero y me parece que era de carácter difícil de soportar. Así que a sangre fría decidió deshacerse de ella y vivir cómodamente solo y a sus anchas.
-Sí, supongo que puede haber sido ése el caso.
-Puede usted estar seguro de que fue así. Trazó sus planes con todo cuidado. Fingió una llamada telefónica...
Melchett le interrumpió:
-¿No han podido comprobar la llamada?
-No, señor. Eso significa que, o bien han mentido, o que fue hecha desde un teléfono público. Los únicos teléfonos públicos del pueblo son el de la estación y el de Correos. Desde Correos no llamó. La señorita Blade ve a todo el que entra. En el de la estación, tal vez. Hay un tren que llega a las dos y veintisiete y a esa hora se ve bastante concurrida. Pero lo principal es que él dice que fue la señorita Marple quien lo llamó, y eso, desde luego, no es cierto. La llamada no fue hecha desde su casa, y ella estaba en el Instituto Femenino.
-¿Y no habrá pasado por alto la posibilidad de que alguien quitara de en medio al marido... para poder asesinar a la señora Spenlow?
-Se refiere a Ted Gerard, ¿verdad? He estado investigando..., pero tropezamos con la falta de motivos. Él no iba a ganar nada. Sin embargo, es un indeseable. Y tiene un buen número de desfalcos en su haber.
-Es miembro del Grupo Oxford.
-No digo que no sea un equivocado. No obstante, él mismo fue a confesárselo a su patrón. Dijo que estaba arrepentido y comenzó a devolver el dinero. Y no digo que no fuera una artimaña... pudo pensar que sospechaban y decidir representar la comedia.
-Tiene usted una mentalidad muy escéptica, Slack -dijo el coronel Melchett-. A propósito, ¿ha hablado usted con la señorita Marple?
-¿Qué tiene ella que ver con esto, señor?
-Oh, nada. Pero ya sabe... oye cosas... ¿Por qué no va a charlar un rato con ella? Es una anciana muy inteligente.
Slack cambió de tema.
-Quería preguntarle una cosa, señor: en casa de Robert Abercrombie, donde la difunta trabajaba, hubo un robo de esmeraldas... que valían una fortuna. No aparecieron. He estado calculando... y debió ser cuando estaba allí la señora Spenlow, aunque entonces sería casi una niña. No creerá que estuviera complicada en el robo, ¿verdad, señor? Spenlow, como ya sabe, era uno de esos joyeros de vía estrecha...
-No creo que tuviera nada que ver -repuso Melchett meneando la cabeza-. Entonces ni siquiera conocía a Spenlow. Recuerdo el caso. La opinión policíaca fue que el hijo de la casa, Jim Abercrombie, estaba mezclado en el asunto... Era un joven muy gastador. Tenía un montón de deudas, que pagó precisamente después de ocurrido el robo... El viejo Abercrombie dificultó un poco las cosas... y quiso distraer la atención de la policía.
-Era sólo una idea, señor -dijo Slack.
La señorita Marple recibió al inspector Slack con satisfacción, sobre todo al saber que lo enviaba el coronel Melchett.
-Vaya, la verdad, el coronel Melchett es muy amable. No sabía que me recordaba.
-Me indicó el coronel que viniera a verla, pues, sin duda, sabía todo lo que ocurre en Saint Mary Mead, que valga la pena.
-Es muy amable, pero la verdad es que no sé nada en absoluto. Quiero decir, con respecto a este crimen.
-Pero sabe lo que se murmura.
-Oh, claro..., pero no va una a repetir simples habladurías.
-Ésta no es una conversación oficial -dijo Slack queriendo animarla-, sino una charla en confianza, por así decir.
-¿Y quiere usted saber lo que dice la gente... sea o no verdad?
-Eso es.
-Bien, pues, desde luego, se habla y se imagina mucho. Las opiniones se dividen en dos campos opuestos, no sé si me comprende. Para empezar, hay personas que creen que ha sido el marido. En cierto modo, un marido o una esposa, es el sospechoso más natural, ¿no cree?
-Es posible -repuso el inspector con precaución.
-La vida en común... ya sabe... y muy a menudo la parte monetaria. He oído decir que quien tenía el dinero era la señora Spenlow y que su esposo se beneficia con su muerte. En este perverso mundo, suposiciones menos caritativas a menudo están justificadas.
-Sí, entra en posesión de una bonita suma.
-Por eso... parece muy verosímil que la estrangulara, saliera por la puerta posterior y viniera a mi casa a través de los campos, para preguntar por mí con la excusa de haber recibido una llamada telefónica: luego regresar y descubrir que su mujer había sido asesinada durante su ausencia... Naturalmente, con la esperanza de que achacaran el crimen a cualquier ladrón o vagabundo.
-Y añadiendo a eso la parte monetaria... y si últimamente no se llevaban muy bien... -continuó el inspector.
-¡Oh, pero si se llevaban muy bien! -interrumpió la señorita Marple.
-¿Lo sabe a ciencia cierta?