—¿Lo ha dicho de veras?
—¿El qué?
—Que no quiere que me marche.
—Sí, ya se lo he dicho. No quiero estar sola. Tengo miedo de quedarme sola.
Cristóbal sentóse junto a la mesa. Molly abrió el horno y cambió de estante el pastel de carne.
—Eso es muy interesante —dijo Cristóbal en voz baja.
—¿El qué?
—El que no tema quedarse a solas... conmigo. No tiene miedo, ¿verdad?
Molly movió la cabeza.
—No, no tengo miedo.
—¿Por qué no tiene miedo, Molly?
—No lo sé... yo no...
—Y, no obstante, soy la única persona que reúne las características del asesino.
—No —repuso Molly—. Existen otras... posibilidades. He estado hablando de ello unos momentos con el sargento Trotter.
—¿Y está de acuerdo contigo?
—Por lo menos no está en desacuerdo —dijo la joven despacio.
Ciertas palabras volvían a martillear su cerebro. Especialmente la última frase: «Sé
perfectamente lo que está pensando, señora Davis
.» Pero, ¿lo sabía? Es posible que lo supiera. También dijo que el asesino estaba disfrutando... ¿Era cierto?
Y preguntó a Cristóbal:
—Tú no te estás divirtiendo precisamente, ¿verdad? A pesar de lo que acabas de decirme.
—¡Cielos, no! —repuso Cristóbal mirándola, sorprendido—. ¡Qué cosas tan chocantes se te ocurren!
—Oh, no es cosa mía, sino del sargento Trotter. ¡Le odio! Me ha metido cosas en la cabeza... cosas que no son verdad... que no pueden ser verdad.
Se cubrió el rostro con las manos, pero Cristóbal se las apartó suavemente.
—Escucha, Molly, ¿qué es todo esto?
Ella dejó que la sentara en una silla junto a la mesa de la cocina. Los modales de Cristóbal ya no eran ni morbosos ni infantiles.
—¿Qué te pasa, Molly? —le dijo.
La joven le miró largamente.
—¿Cuánto tiempo hace que te conozco, Cristóbal? ¿Dos días?
—Poco más o menos. Estás pensando que para hacer tan poco tiempo nos conocemos bastante bien.
—Sí... es extraño, ¿verdad?
—Oh, no lo sé... Existe una corriente de simpatía entre nosotros. Posiblemente porque ambos... hemos luchado contra ella.
No era pregunta, sino afirmación, y Molly la pasó por alto. Preguntó en voz muy baja:
—Tu nombre verdadero no es Cristóbal Wren, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué...?
—¿Por qué he escogido ése? Oh, me pareció bastante ingenioso. En el colegio solían burlarse de mí llamándome Cristóbal Robin. Robin... Wren... me figuro que fue por asociación de ideas.
—¿Cuál es, pues, tu verdadero nombre?
Cristóbal repuso con voz tranquila:
—No creo que te interese... No significaría nada para ti... No soy arquitecto. En la actualidad soy un desertor del ejército.
Por un momento en los ojos de Molly brilló un relámpago de alarma.
Cristóbal lo comprendió así.
—Sí —continuó—. Igual que nuestro asesino desconocido. Ya te dije que yo era el único que coincidía con su descripción.
—No seas tonto —replicó Molly—. No he creído nunca que fueses el asesino. Continúa... háblame de ti... ¿Qué impulsos fueron los que te hicieron desertar? ¿Los nervios?
—¿Te refieres a que sentí miedo? No. Por extraño que parezca, no estaba asustado... es decir, no más asustado que los otros. Gozaba fama de tener mucho temple ante el enemigo. No; fue algo bien diferente. Fue por... por mi madre.
—¿Tu madre?
—Sí... verás; murió durante un ataque aéreo. Quedó sepultada. Tenían que desenterrarla. No sé lo que se apoderó de mí cuando me enteré... supongo que estaba un poco loco. Pensé... que me había ocurrido a mí... Sentí que debía regresar a casa en seguida... y sacarla yo mismo... No puedo explicarlo... fue todo tan confuso... —Ocultó el rostro entre las manos y siguió con voz ahogada—: Anduve de un lado a otro durante mucho tiempo, buscándola a ella... o a mí mismo... no sé. Y luego, cuando mi mente se aclaró, tuve miedo de regresar... sabía que nunca conseguiría explicarlo... y desde entonces... no soy absolutamente nadie.
Quedó mirándola con el rostro contraído por la desesperación.
—No debes pensar así —le dijo Molly—. Puedes volver a empezar.
—¿Es que acaso es posible?
—Pues claro... eres muy joven.
—Sí, pero ya ves... he llegado al fin.
—No —insistió la joven—. No has llegado al fin, sólo lo piensas. Yo creo que todo el mundo siente esa sensación una vez en la vida por lo menos... que ha llegado su fin y que no pueden continuar.
—Tú la has tenido, ¿verdad, Molly? Debe ser así, pues de otro modo es de suponer que no hablarías como lo haces.
—Sí.
—¿Qué te pasó a ti?
—Pues lo que a mucha gente. Estaba prometida a un piloto de aviación... y lo mataron.
—¿No hubo nada más que eso?
—Supongo que hay algo más. Sufrí un rudo golpe cuando era niña... y me predispuso a pensar que todo en la vida era... horrible. Cuando murió Jack se confirmó mi creencia, profundamente arraigada, de que todo era cruel y traicionero...
—Comprendo... Y luego, supongo —dijo Cristóbal sin dejar de mirar con gran fijeza y observarla— que apareció Giles.
—Sí —Cristóbal vio la sonrisa tierna, casi tímida, que temblaba en sus labios—. Llegó Giles... y volví a sentirme feliz y segura—. ¡Giles!
La sonrisa desapareció de sus labios. Se estremeció como si tuviera frío.
—¿Qué te ocurre, Molly? ¿Qué es lo que temes? Porque estás asustada, ¿no es así?
La joven asintió con la cabeza.
—¿Y es algo referente a Giles? ¿Algo que ha dicho o hecho?
—No es Giles, en realidad, sino ese hombre horrible.
—¿Qué hombre horrible? —Cristóbal estaba sorprendido—. ¿Paravicini?
—No, no; el sargento Trotter.
—¿El sargento Trotter?
—Sugiriendo cosas... cosas ocultas... provocándome terribles ludas acerca de Giles... pensamientos que nunca cruzaron por mi mente. ¡Oh, le odio... le odio!
Cristóbal alzó las cejas sorprendido.
—¿Giles? ¡Giles! Sí, claro, él y yo somos de la misma edad. A mí me parece mucho mayor, pero me figuro que no debe serlo. Sí, Giles también coincide con las características del asesino. Pero escucha, Molly, todo esto es una tontería. Giles estaba aquí contigo el día que esa mujer fue asesinada en Londres.
Molly no contestó. Cristóbal la miraba extrañado.
—¿No estaba aquí?
Molly habló casi sin aliento. Sus palabras fueron un susurro incoherente.
—Estuvo fuera todo el día... con el coche... fue al otro extremo de la comarca para comprar una alambrada que vendían allí... por lo menos eso fue lo que dijo... y es lo que pensaba... hasta... hasta...
—¿Hasta qué?
Lentamente Molly alargó la mano para señalar la fecha del ejemplar del
Evening Standard
que cubría parte del tablero de la mesa de la cocina.
Cristóbal miró y dijo:
—Es la edición de Londres de hace dos días.
—Estaba en el bolsillo del gabán de Giles cuando regresó. Debió... debió haber estado en Londres.
Cristóbal se extrañó. Miró de nuevo el periódico y luego a Molly, y frunciendo los labios comenzó a silbar aunque se interrumpió de pronto. No quería silbar aquella tonadilla precisamente en aquellos momentos, y escogiendo sus palabras con sumo cuidado y evitando mirar a Molly a los ojos, dijo:
—¿Qué es lo que sabes de... Giles?
—¡No! —exclamó la joven—. ¡No! Eso es lo que ese Trotter dijo... o insinuó. Que las mujeres solemos ignorarlo todo del hombre con quien nos casamos... especialmente en tiempo de guerra. Que aceptamos siempre... todo lo que nos cuentan...
—Supongo que eso es cierto.
—¡No digas eso tú también! No puedo soportarlo. Es porque estamos todos trastornados. Creemos... creemos que cualquier suposición fantástica... ¡No es cierto! Yo...
Se detuvo sin terminar la frase. La puerta de la cocina acababa de abrirse.
Entró Giles con expresión sombría.
—¿Les he interrumpido? —preguntó.
Cristóbal se apartó de la mesa.
—Estoy tomando unas cuantas lecciones de cocina —dijo.
—¿De veras? Escuche, Wren; los
téte-a-téte
no son prudentes en los momentos presentes. No se acerque más a la cocina, ¿me ha oído?
—¡Oh!, pero seguramente...
—No se acerque a mi esposa, Wren. Ella no va a ser la próxima víctima.
—Eso —atajó Cristóbal— es precisamente lo que me preocupa.
Si hubo intención en sus palabras, Giles pareció no darse cuenta.
—Soy yo quien debo vigilar aquí. Sé cuidar de mi propia esposa. ¡Fuera!
Molly dijo con voz clara:
—Por favor, vete, Cristóbal. Sí..., márchate.
El muchacho dirigióse hacia la puerta sin prisa.
—No me iré muy lejos —Sus palabras iban dirigidas a Molly y tenían un significado definitivo.
—¿Quiere marcharse de una vez?
Cristóbal soltó una risita infantil.
—Ya me voy, comandante.
La puerta cerróse tras él y Giles se volvió para enfrentarse con su mujer.
—¡Por amor de Dios, Molly! ¿Es que te has vuelto loca? ¡Estar aquí encerrada y tan tranquila con un peligroso maniático homicida!
—No es... —Cambió la frase comenzada—. No es peligroso. De todas maneras estoy prevenida... y puedo cuidar de mí misma.
Giles rió de mala gana.
—También podía la señora Boyle.
—¡Oh, Giles! ¡No!
—Lo siento, querida, pero ya estoy harto. ¡Ese condenado muchacho! No comprendo qué es lo que ves en él.
Molly repuso despacio:
—Me da lástima.
—¿Te compadeces de un lunático homicida?
Molly le dirigió una mirada indescifrable.
—Puedo sentir compasión de un lunático homicida —repuso.
—Y también llamarle Cristóbal. ¿Desde cuándo os tuteáis?
—¡Oh, Giles! No seas ridículo. Hoy en día todo el mundo se tutea. Tú lo sabes.
—¿A los dos días de conocerse? Pero tal vez haya más que eso. Puede que conocieras a Cristóbal Wren, el extraño arquitecto, mucho antes de que viniera aquí. Es posible que fueras tú quien le sugiriera la idea de venir. ¿O es que lo planeasteis los dos?
—Giles, ¿te has vuelto loco? ¿Qué es lo que insinúas?
—Pues que Cristóbal Wren era un antiguo amigo tuyo y que estáis en bastante buenas relaciones... cosa que has procurado ocultarme.
—Giles, ¡debes estar loco!
—Supongo que insistirás en decir que no le habías visto nunca hasta el momento en que puso los pies en esta casa. Pero es bastante extraño que se le ocurriera venir a un lugar tan apartado como éste, ¿no te parece?
—No lo es más que se le ocurriera igual también al mayor Metcalf... y a la señora Boyle.
—Sí... yo creo que sí... He leído que esos maniáticos que hablan solos sienten una atracción especial hacia las mujeres. Y parece cierto. ¿Cómo le conociste? ¿Cuánto hace que dura esto?
—¡Eres absurdo, Giles! No había visto nunca a Cristóbal Wren hasta que vino aquí.
—¿No fuiste a Londres hace un par de días para poneros de acuerdo y encontraros aquí como si fueseis dos desconocidos?
—Giles, sabes perfectamente que no he estado en Londres desde hace algunas semanas.
—¿No? Esto es muy interesante —Sacó el guante de su bolsillo y se lo tendió—. Éste es uno de los guantes que llevabas anteayer, ¿no es cierto? El día que yo fui a Sailham a comprar la alambrada.
—El día que tú fuiste a Sailham a comprar la alambrada —repitió Molly con firmeza—. Sí, llevaba esos guantes cuando salí.
—Dijiste que habías ido al pueblo. Si sólo fuiste hasta allí, ¿qué es lo que hace esto dentro del guante?
Y con un ademán acusador le enseñó el billete rosado del ómnibus.
Se produjo un silencioso angustioso.
—Fuiste a Londres —insinuó Giles.
—Está bien —repuso Molly alzando la barbilla—. Fui a Londres.
—Para encontrarte con ese tipo.
—No, no fui a eso.
—Entonces, ¿a qué fuiste?
—De momento no voy a decírtelo, Giles.
—Eso quiere decir que vas a tomarte tiempo para inventar una buena historia.
—Creo que... ¡te aborrezco!
—Yo no te odio... —repuso Giles despacio—. Pero casi quisiera odiarte... Me doy cuenta de que.., no sé nada de ti... que no te conozco...
—Yo siento lo mismo —replicó Molly—. Eres... eres sólo un extraño. Un hombre que miente...
—¿Cuándo te he mentido?
Molly echóse a reír.
—¿Crees que me tragué la historia de que ibas a comprar esa alambrada?... Tú también estuviste en Londres aquel día.
—Supongo que debiste verme. Y no tuviste la suficiente confianza en mí...
—¿Confianza en ti? Nunca volveré a fiarme de nadie...
Ninguno de los dos había notado que se abría la puerta con sigilo. El señor Paravicini carraspeó desde el umbral.
—Es violento para mí —murmuró—; pero, ¿no creen que están diciendo peores cosas de lo que es su intención? Uno se acalora tanto en estas disputas de enamorados...
—Disputas de enamorados... —repitió Giles con sorna—. ¡Tiene gracia!
—Desde luego, desde luego —replicó Paravicini—. Sé lo que siente. Yo también pasé por ello cuando era joven. Pero lo que vine a decirles es que el inspector insiste en que vayamos todos al salón. Al parecer tiene una idea.
El señor Paravicini rió divertido.
—Se oye decir con frecuencia... que la policía tiene una pista... eso sí, pero, ¿una idea? Lo dudo mucho. Nuestro sargento Trotter es un sargento entusiasta y concienzudo, mas no le creo superdotado intelectualmente.
—Ve tú, Giles —dijo Molly—. Yo tengo que vigilar la comida. El sargento Trotter puede pasarse sin mí.
—Hablando de comida —intervino el señor Paravicini, acercándose a Molly—, ¿ha probado alguna vez higadillos de pollo servidos sobre pan tostado bien cubierto de
foie-gras
y una lonja de tocino muy delgada y untada de mostaza francesa?
—Oh, ahora apenas se encuentra
foie-gras
—repuso Giles—. Vamos, señor Paravicini.
—¿Quiere que me quede con usted y la ayude?
—Usted se viene conmigo al salón, Paravicini —le atajó Giles.
Paravicini rió por lo bajo.
—Su esposo teme por usted. Es muy natural. No se aviene a la idea de dejarla a solas conmigo... por temor a mis tendencias sádicas..., no las deshonrosas. Tendré que obedecer a la fuerza.